Querido amigo:
Hay ciudades para perderse, en las que el visitante se encuentra a sí mismo. Yo me perdí en Nador, pero me perdí por completo, y no me encontré a mí mismo.
Nador, para quien no lo sepa, crece y crece a 15 km de la ciudad española de Melilla.
Llegué a Nador pensando que me aguardaban las mil y una noches fabulosas de la que tanto se jactan los reclamos turísticos marroquíes. En absoluto. Nador se asemeja a una enorme mole de cemento, sin apenas sombras donde guarecerse del árido sol norteafricano, extremadamente contaminada, extremadamente caótica y ruidosa, extremadamente sucia... Nador, la lánguida y apática ciudad del Rif, sin monumentos, sin museos, sin cines, sin teatros, sin nada que reivindique el interés del viajero.
Nador se alza a orillas de un enorme lago de agua salada, alimentado por el Mediterráneo. Un lago donde flota la basura, recorrido por un paseo marítimo con agradables pretensiones, pero extremadamente sucio. Cada tarde, al caer el sol, los nadoríes atestan el paseo. Buscan la brisa que les haga olvidar el riguroso calor de la jornada.
Al amanecer, sin embargo, el paseo aparece desierto, cubierto por un manto de cáscaras de pipas y envoltorios, recuerdo del desprecio que los nadoríes tributan a la limpieza de sus calles y paseos. A esas horas me paseaba yo, intentando buscar algo que me inspirase.
Infructuoso intento. Mi imaginación se había agotado. Nada en la ciudad me transmitía un mínimo sentimiento literario. Una ciudad que podría llamarse Nada en lugar de Nador. "Nador", tal vez, significa algo más que la nada.
Al final del paseo marítimo se encuentran unas pistas deportivas junto a un parque infantil. reconozco que conforman el único lugar tranquilo de la ciudad, ya que el ruido del tráfico y la contaminación no alcanzan hasta allí.
Paseando junto a ellas me encontraba, intentando buscar pensamientos útiles, cuando escuché el trotecillo de un burrico que tiraba de una carro con fruta. Un niño de unos diez años dirigía desde el destartalado pescante de la carreta. Al llegar al parque detuvo al burrico, se apeó y se fue corriendo a columpiarse. Se impulsaba hacia las alturas como si quisiera escaparse de la ciudad volando. Al cabo de un par de minutos, descubrió mi presencia en la lejanía.
Saltó del columpio y volvió lentamente a su carro, como el hecho de que yo le observara le hubiera estrellado contra la realidad. Seguí el trotecillo del gracioso burro hasta que se perdieron de vista en una curva. Comprendí que Nador nada más tenía que ofrecerme.
Volví al hotel atravesando la manzana de casas españolas que junto a la iglesia recuerdan que esta ciudad de cientos de miles de habitantes fue hasta hace muy pocos años un pueblo de cuatro casas. Muchas de estas casas se encuentran en ruinas y despiden hedores nauseabundos porque los vecinos acostumbran a arrojar en ellas su basura.
Han pasado tres semanas y aún permanezco bajo el hechizo amargo de Nador. Es decir, que he perdido la imaginación ¿será posible? Debo confesar que también conservo gratos recuerdos de mi estancia allí. Los dulces, los pescados frescos, las gentes amables y obsequiosas, las mezquitas... , con sus esbeltos minaretes... El colorido de las chilabas, la soledad del paseo... Y un té a la menta junto a las páginas de un buen libro.
Un abrazo
domingo, 28 de agosto de 2011
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