Querido amigo:
¿Quién no tiene a un gallego o a un asturiano de vecino? En verdad que Madrid se convirtió hace ya muchos años en patria adoptiva de unos y otros. Su huella queda impresa en tabernas y restaurantes, veros templos del buen beber y mejor comer. En estos matan la nostalgia generaciones enteras de norteños, entre culetes de sidra y tazones de ribeiro.
Siempre que voy a los cines de la plaza de Benavente acostumbro a pasarme luego a refrescar la garganta en una tabernilla próxima a la Plaza Mayor, decorada con escenas castizas sobre sus azulejos originales; con artesonado de madera en la techumbre y una hermosa barra de plomo. La tabernera habla con marcado "acentu asturianu", y acompaña las cañas, tiradas con esmero, con generosas tapas.
Cierta noche, ya muy tarde, presencié una curiosa y entrañable escena. Irrumpió en la taberna un paisano con bigote, muy bien trajeado. Apenas le vio la tabernera, le saludó con familiaridad: ¡Cuánto tiempo sin dejarse caer por aquí! ¿Cómo está Tinín?
El tal Tinín ya llevaba alguna copilla encima y comenzó a darse aires de "asturianu, asturianísimu" ante la sorprendida parroquia. Vino a vino iba desgranando todo un repertorio de jotas y coplas que recordaba de cuando rondaba las romerías en sus años mozos... Y se picó con la tabernera para ver quién se acordaba de más gente de "allá arriba": al Pedrín de Granda, al Monu de Laviana, a la Morocha del hórreo...
¡Soy dueño de media Braña! ¡Tengo vacas en el Cantu y el Flechón! ¡Más de una todavía me persigue por el Pensieru! ¡Tengo hijos desde la Turba al Zoregonín! ¡Me cagüen...! ¡Esos "jos de puta" del Sañil, que malos son!
Al cabo de una hora se había formado un tupido corro de "paisanus" alrededor del Tinín, que bebía y bebía cada vez más... ¡Que nadie saque dinero! - bramó fieramente - ¡Hoy invito yo! ¡Aquí en Madrid, mientras Tinín Parrondo esté presente, ningún paisano paga!
En fin, que fue una velada memorable. Tinín se despidió cantando "Asturias, patria querida" y prometiendo volver tan pronto arreglara unos asuntos por la Legaña.
El caso es que una semana más tarde, me topé con Tinín mendigando a la puerta de una iglesia de Carabanchel. No me reconoció, claro está, pese a que en el delirio de su cogorza me prometiera amistad eterna. Por curiosidad, entré en la iglesia para informarme sobre su situación. El sacristán me contó que el pobre Constantino pedía desde hacía más de veinte años, y que tiraba adelante gracias a la caridad sorda de los vecinos del barrio.
Al salir de la iglesia, dejé caer 50 euros con disimulo junto a Tinín. Al volver la esquina me giré para observarle con el rabillo del ojo. Tinín descubrió el billete y tras mirar a uno y otro lado en busca de alguien a quien se le pudiera haber caído, se lo echó al bolsillo.
Aquella misma noche volvió el gran Tinín, trajeado y perfumado, con su hidalgo bigote, cargado de copas, a la taberna de los azulejos castizos. Y al menos por una noche más, el pobre Constantino volvió a soñar que era el potentado Tinín Parrondo, gloria de la Braña y de la Legaña, que regresaba para, tal y como había prometido, invitar a cualquier "paisanu" que se cruzara en su camino.
Un abrazu
domingo, 18 de septiembre de 2011
domingo, 4 de septiembre de 2011
Madrid
Querido amigo:
Hace tiempo que decidí que me iba a reinventar la ciudad de Madrid. Hasta aquel momento, la villa y corte se me había antojado un lugar hostil, desarraigado y falto de calidad de vida. Soñaba con retirarme a vivir a un lugar más tranquilo, alejado de los atascos, la contaminación y el personal frívolo y deshumanizado... ¡Qué equivocado estaba!
Cierta noche de agosto se me apareció el duende madrileño entre las calles de Santa Isabel y de Santa Inés. Yo batía retirada después de una intensa sesión cinematográfica en el cine Doré. El reloj del convento de Santa Isabel anunciaba la medianoche, y la calle lucía desierta y en silencio. Cada campanada dejaba detrás un silencio místico; la brisilla nocturna mecía mis ropas; los sueños flotaban desde las dormidas alcobas que se asomaban a la calle. En medio de esa atmósfera mágica el duende me salió al paso, ataviado con su traje multicultural. Un cachirulo al cuello, una chapela vasca, una gaita gallega, una chaqueta rociera, una faja payesa, una botella de sidra, una espada toledana...
Con el tiempo he llegado a comprender la esperpéntica indumentaria del duende, repleta de guiños de cualquier región española, pues este espíritu madrileño posee de todas ellas un poco, ya que de todas ellas se nutre y erige. Tal vez por ello se cuenta que nadie se siente forastero en Madrid, porque no importa de donde se venga, la ciudad rinde un nostálgico tributo a la patria de cada cuál, al tiempo que le envuelve y arropa con su cálido mantón de Manila. Madrid, por ello, es y será siempre hogar adoptivo de cualquier español, pues a nadie le faltará en sus calles, avenidas, plazas, parques, cines, teatros, museos, facultades, oficinas, estaciones, bares, ... un paisano con quien recordar y brindar por el terruño donde se entierran sus raíces.
Tras aquella visión tan especial, opté por apostatar de mis antiguas y caducas quejas, e inventarme un Madrid propio, a medida de mi fantasía; mi castizo y tierno, rebelde y secreto, libre y literario Madrid. Desde aquella noche me sumerjo por los barrios en busca de historias de paisanos de aquí y allá, palomicas que de tanto levantar el vuelo se alejaron tanto de sus nidos que no supieron volver luego.
Un abrazo
Hace tiempo que decidí que me iba a reinventar la ciudad de Madrid. Hasta aquel momento, la villa y corte se me había antojado un lugar hostil, desarraigado y falto de calidad de vida. Soñaba con retirarme a vivir a un lugar más tranquilo, alejado de los atascos, la contaminación y el personal frívolo y deshumanizado... ¡Qué equivocado estaba!
Cierta noche de agosto se me apareció el duende madrileño entre las calles de Santa Isabel y de Santa Inés. Yo batía retirada después de una intensa sesión cinematográfica en el cine Doré. El reloj del convento de Santa Isabel anunciaba la medianoche, y la calle lucía desierta y en silencio. Cada campanada dejaba detrás un silencio místico; la brisilla nocturna mecía mis ropas; los sueños flotaban desde las dormidas alcobas que se asomaban a la calle. En medio de esa atmósfera mágica el duende me salió al paso, ataviado con su traje multicultural. Un cachirulo al cuello, una chapela vasca, una gaita gallega, una chaqueta rociera, una faja payesa, una botella de sidra, una espada toledana...
Con el tiempo he llegado a comprender la esperpéntica indumentaria del duende, repleta de guiños de cualquier región española, pues este espíritu madrileño posee de todas ellas un poco, ya que de todas ellas se nutre y erige. Tal vez por ello se cuenta que nadie se siente forastero en Madrid, porque no importa de donde se venga, la ciudad rinde un nostálgico tributo a la patria de cada cuál, al tiempo que le envuelve y arropa con su cálido mantón de Manila. Madrid, por ello, es y será siempre hogar adoptivo de cualquier español, pues a nadie le faltará en sus calles, avenidas, plazas, parques, cines, teatros, museos, facultades, oficinas, estaciones, bares, ... un paisano con quien recordar y brindar por el terruño donde se entierran sus raíces.
Tras aquella visión tan especial, opté por apostatar de mis antiguas y caducas quejas, e inventarme un Madrid propio, a medida de mi fantasía; mi castizo y tierno, rebelde y secreto, libre y literario Madrid. Desde aquella noche me sumerjo por los barrios en busca de historias de paisanos de aquí y allá, palomicas que de tanto levantar el vuelo se alejaron tanto de sus nidos que no supieron volver luego.
Un abrazo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)