sábado, 24 de diciembre de 2011

Otro cuento de Navidad

Querido amigo:

Vivo de un bar que me traspasaron hace años en la calle Montera de Madrid. Ya te imaginarás quiénes forman la mayor parte de mi clientela. Después de tantos años sirviéndoles cafés con leche, bollos suizos, copas de coñac... las conozco a todas.

En Montera no importa el invierno o el verano, pues todas las noches del año son gélidas. No importa cuánto azúcar lleve el café, todas las mañanas son amargas. La felicidad parece haberse olvidado de las musas de esta calle. Muchas de estas hadas perdidas me han confiado sus historias; porque todas poseen una historia que las ha arrastrado hasta aquí. Ellas desahogan sus miserias y yo las escucho con todo el alma. Por conocer las vueltas que da la vida, cuando a veces alguna turista despistada entra al establecimiento y las mira con desprecio al descubrirlas en algún rincón, con el rostro maquillado para ocultar las ojeras y el cansancio; le sirvo una tónica a la turista, mirándola y pensando para mis adentros... ¡no te imaginas lo fácil que la vida puede arrojarte aquí!

Aquella fría tarde de invierno, sólo la Clarís trabajaba, y pausaba los sorbitos de un café con leche muy cargado, muy cargado, porque la noche prometía ser larga. La Clarís tenía entonces treinta y pocos, pues aquella vida la había envejecido mucho. La habían abandonado al nacer y se había criado en un orfanato, de donde salió para malvivir de trabajo en trabajo, pasando de mano a mano de hombres con muy poca humanidad, hasta acabar con en la Montera. Tal vez porque no tenía a nadie en el mundo, trabajó aquella noche.

Yo había empezado a fregar porque pensaba echar el cierre tan pronto se despidiera la Clarís. La familia me esperaba para cenar juntos. Entonces, pasó un joven y pidió una Coca Cola. Me extrañó que alguien anduviera por estos andurriales a estas horas, y mucho más que se sentara a darle palique a la Clarís; a decir verdad, el joven no tenía pinta de putero, no se parecía a los clientes habituales. Me intrigaba tanto, que puse la oreja con disimulo mientras barría el local.

- Hola. ¿Tienes plan para esta noche? - dijo el joven. Clarís no estaba muy charlatana. - ¿No te espera nadie? - continuó el muchacho, y la Clarís no sabía si decir que sí o decir que no, tan raro le parecía aquel tipo.

- Escucha - insistió el joven ante el desconcierto de la Clarís - creo que tenemos más en común de lo que piensas... Yo quisiera contarte una historia... -. La Clarís evitaba mirarle, sin responderle, como invitándole a que la dejara tranquila y se marchara. - Clarís -, dijo el chico - la noche del 4 de abril de 1977 ¿te dice algo? -. Al oír aquello, la Clarís miró al desconocido. - Tú naciste aquella noche ¿verdad, Laura? -. Se hizo un largo silencio, roto tan sólo por la musiquilla de premio de la máquina tragaperras.

- Mira Laura, he venido a invitarte a pasar esta noche conmigo-.

Al oír la proposición que le hacía aquel extraño a la Clarís, y barruntando que la charla podía extenderse más de lo debido, o que podían enrollarse en mi bar y tirarme allí hasta las tantas de sujetavelas, me apresuré a decirles que pagaran, que iba a cerrar.

- ¿Tan temprano? -, preguntó la Clarís. - Hoy es Nochebuena, Clarís -, respondí.

De aquello han pasado cinco años y hasta hoy no he vuelto a ver a la Clarís. Apenas la he reconocido. Se presentó a última hora de la tarde, y la confundí con alguna turista despistada. Pidió un café con leche muy cargado. Se lo serví y me puse a fregar, porque también hoy me esperaban en casa para cenar.

- Hoy voy a cenar con mi hermano mellizo y su familia, pero antes quería pasarme por aquí para darte las gracias. - empezó a decir. Como se dió cuenta de que no la había reconocido, continuó hablando con cierto halo misterioso.

- Hace unos minutos una señora me ha dado un guante que se me había caído en el metro, sin que yo me hubiera dado cuenta. Casi lloré cuando me sonrió tendiéndomelo. Hace unos años esa señora me hubiera despreciado... Todo el mundo me despreciaba... Todos menos tú, porque tú fuiste la única persona que me escuchó. -

Entonces supe quién era... - ¡la Clarís! -, exclamé.

- Sí, la Clarís. Ahora me vuelven a llamar Laura, desde aquella noche en que mi hermano me encontró en este bar, después de haberme buscado toda su vida. Pero ahora que he vuelto a tu bar, creo que algo de la Clarís aún vive en mi, una brasa sin consumir que me calienta el corazón y se aviva en las noches de frío, cuando miro caer la nieve desde ventana del despacho donde trabajo en un banco. ¿Qué te debo por el café? -

- Estás invitada -.

- ¿No cierras ya? -

- Iba a esperar por si alguna de éstas necesita un último café. ¿Por qué lo dices...? -

- Porque hoy es Nochebuena-.

Un abrazo