domingo, 15 de abril de 2012

No habrá paz...

Querido amigo:

Al despuntar el alba irrumpieron en medio de la aldea, con toda pompa y boato, una comisión especial del partido enviada desde la capital. Buscaban al mejor mozo de una de las comarcas más pobres del país, para demostrar al mundo entero lo saludables, lozanos y bien alimentados que son nuestros campesinos.

Y los ancianos de la aldea, que saben bien que los pobres no sólo viven de esperanzas, nos empujaron a presentarnos ante los comisarios, ya que formábamos lo más granado de nuestros arrozales. Otros no corrieron la misma suerte, viva imagen del hambre, sólo enojarían a los de la capital; éstos se escondieron, por tanto, huyendo de los castigos que el partido reserva a quienes, por azar o por desgracia, contrarían las alegorías del partido.

Los demás formamos en la plaza, desnudos de cintura para arriba, ante la experta mirada de los comisarios médicos. Abra la boca, respire hondo... expire... siga mi dedo con la mirada, agáchese, incorpórese, muestre las palmas de las manos, levante ese saco, corra hasta el roble de allá y regrese, realice cincuenta flexiones... Ahora le extraeremos sangre... ¿Se ha vacunado alguna vez?

Y cuando los reconocimientos concluyeron, despacharon a todos, menos a nosotros tres. Miré a mis vecinos y comprendí que me separaban de la oportunidad de abandonar la aldea, de un futuro mejor en la capital, en el partido. Nos miramos los tres, y la desesperación despertó el odio en nuestros fornidos y sanos cuerpos, que nunca habían esperado nada de la vida... Naceríamos y moriríamos en los arrozales, acompañados del hambre, la fatiga y el frío... Pero no, el partido podía rescatar a uno de los tres. La camaradería que nos había unido en los momentos difíciles se tornaba ahora en feroz competencia. Olvidamos cuando compartíamos el poco arroz del almuerzo, nuestros juegos de la infancia, y revivíamos aquel empujón, aquel sorbo de agua más largo, aquella chica que nos gustaba a los tres.

Los comisarios pusieron a prueba nuestra lealtad y patriotismo. Cantamos el himno, desfilamos, y respondimos sus cuestiones sobre política. Competíamos por demostrar quién de los tres encarnaba al perfecto campesino del régimen. Luego llegaron las pruebas físicas más duras, y corrimos y nadamos, e hinchamos globos enormes, y acarreamos pesados sacos durante largas distancias... Y con el rabillo del ojo vi desfallecer, uno a uno, a mis rivales. Y apenas me restaban fuerzas para celebrar con una sonrisa mi paso hacia una vida mejor.

Cuando el coche de la comisión se alejaba de la aldea, tome conciencia de las madres que lloraban las derrotas de sus hijos, y yo que había sido como otro hijo para ellas... Y mi madre, encorvada por tantos años cosechando arroz, y mis hermanos... Y ella, que se quedaba en la aldea, y que me esperaría para devenir mi esposa... Y me quedé profundamente dormido.

Y cuando desperté, me hallaba en un hospital, y me atronaba el costado. Seguramente me había desvanecido por el esfuerzo de las pruebas físicas... Me invadió el terror a que los comisarios me rechazaran por caer enfermo. Durante dos días luché contra mis propias fuerzas por incorporarme. Me atormentaba la conciencia de perder el futuro mejor para mi madre y mis hermanos, si no me recuperaba a tiempo. Pero el costado apenas me permitía moverme. Sentía unas punzadas tan dolorosas que me postraban en el jergón, y hasta me cortaban el aliento.

Y una semana después, el médico me dio el alta. El comisario que le acompañaba me tendió un sobre con dinero para regresar a la aldea, y me agradeció mi donación al partido, a nuestra causa, a nuestra patria. Uno de los líderes del régimen llevará siempre su recuerdo en sus entrañas, y habrá de enorgullecerse de la gloriosa clase campesina de nuestra gran nación, que sacrifica su vida por un futuro común mejor... Y créame que... Por tanto, camarada, no olvide nunca... Representa el espíritu de nuestra época... Viva muchos años... La luz de nuestros arrozales... Eternamente en deuda con usted, camarada.

Y no recuerdo cuántos elogios más me prodigó en su discurso, porque el dolor del costado me impedía prestar atención. Regresé entre los míos, y hasta hube de mendigar para poder pagarme el último viaje en autobús hasta la aldea. Entré en la aldea cabizbajo, desmayado de hambre, muerto de frío. Una semana antes, había destacado como el mejor mozo de la comarca, y ahora me veía desriñonado, sin futuro para los arrozales y soportando el oprobio de mis vecinos, que apenas se dignaron para mirar a la sombra que volvía al hambre, al frío y al olvido.

Un abrazo

Un abrazo