Querido amigo:
El gran hotel había abierto sus puertas hacía una semana, todo un acontecimiento para el pueblo. Se levantaba a orillas del mar, en una cala de las afueras, donde otrora se situaban los chamizos donde los pescadores locales guardaban sus artes y amarraban sus destartaladas barcas.
Luciano se dedicaba a la pesca, pero se quedó sin trabajo. Se levantaba antes del alba y se hacía a la mar con su padre. Regresaban al amanecer para vender sus capturas en la lonja. Su barca apenas les daba para mantener a la familia, pues tampoco podía alejarse mucho de la orilla. Al lado de la pesca de los barcos pesqueros del puerto, que podían navegar millas y millas costa afuera, las redes de padre e hijo parecían una broma simpática. Los barcos de verdad descargaban cientos de kilos de pescado.
Y cuando hacía mala mar, debían quedarse en tierra y confiar en que algún patrón les contratase para trabajar esa jornada en el campo.
El gran hotel había generado muchos empleos. Más de trescientas habitaciones repartidas en dos edificios, con sus amplias piscinas, pistas de tenis, gimnasio, salones de comedor y hasta espectáculo con orquesta todas las noches.
Luciano trabajaba todo el día. Noche y día con un cubo y una fregona a cuestas, de salón en salón, de pasillo en pasillo, planta por planta. El gerente le felicitaba por la limpieza que resplandecía en el hotel.
Una tarde entera se pasó limpiando los cristales de la terraza de la piscina, pues libraba al día siguiente y el gerente le había pedido una limpieza a fondo.
Al día siguiente, Luciano descansaba en su casa, mientras que la vida del hotel mantenía su frenesí diario. Nuevos huéspedes llegaban y otros se despedían. Entre los nuevos, una pareja residente en la capital, que iniciaba una estancia de dos semanas.
Aparcaron su buen coche y sacaron las maletas. Iban muy bien vestidos, con unas gafas de sol modernísimas. Se quedaron un momento contemplando la fachada del hotel, como buscándole algún defecto.
Luego, muy dignos ellos, se dirigieron a la recepción. El botones los vió llegar, dirigirse muy estirados hacia los cristales que había limpiado Luciano la víspera. Las gafas de sol que lucían les debió jugar una mala pasada, pues no se percataron de que las puertas tenían cristales. El botones apenas pudo reaccionar para avisarles, pero fue demasiado tarde y ambos se empotraron de morros contra los cristales, invisibles de tan limpios que habían quedado.
La pareja se enojó tanto con aquel oneroso percance, que optó por anular su reserva y buscarse otro hotel.
Y Luciano, al volver al trabajo al día siguiente, se llevó una clamorosa ovación.
Un abrazo
domingo, 14 de octubre de 2012
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