Querido amigo:
Aquel día me perdí por completo, no me reconocí a mí mismo. La vorágine que me circundaba amenazaba con tragarme, con devorarme como un Saturno a sus hijos. La ciudad, su ruido que me penetraba hasta la médula del alma; esa nube oscura que cebaban los tubos de escape, impurificando cada partícula de aire, cada átomo de vida que pugnase por revelarse en la selva de asfalto; empellones, codazos, malas caras, sombrías intenciones, amargura, desilusión, pesimismo; individualismo, frivolidad, traición.... !Y me olvidé hasta de mi nombre!
Aquella noche, el carrusel de los problemas me zarandeaba como a un pelele... Me desperté sofocado, preso del pavor... a la nada. A la nada que avanzaba, oscureciendo mi razón, ensombreciendo mi palabra, enterrándome en vida...
Y salté de la cama, como un alma en pena que se ahoga en un mar de dudas, hambrienta de luz y oprimiendo un grito en el que se me iba a escapar todo mi ser. Corrí al auto y me sumergí en la noche, en plena oscuridad, durante kilómetros de tentaciones... Y cuando vi desaparecer la silueta de la ciudad en el retrovisor, sentí un soplo de alivio. Y a medida que me alejaba, regresaban los recuerdos, ese patrimonio heredado del niño que algún día fui, los mismos recuerdos que creí haber extraviado en la rutina gris de una calle sucia de alcohol y desperdicios.
Y poco antes del alba, frené delante del Pueyo, y tan pronto abrí la puerta, el cierzo me golpeó el rostro con su gélida furia. Pie en tierra y a correr, cuanto más deprisa mejor, pese a la oscuridad, hasta caer de rodillas en el pedazo de suelo romano que -dicen- descubrió mi abuelo años atrás; y allí liberé un grito de libertad... Un grito como jamás ha roto la noche, un grito que levantó al sol y despertó hasta a la aurora...
Ya volvía en mí, todo cuanto necesitaba se conjuraba a mi alrededor... El aire limpio de la estepa aragonesa, el cierzo inasequible, mi tierra roja, mi Virgen y su Santuario... Y los antepasados que recibían a su descendencia con brazos abiertos.
Aquella mañana volvía a ser yo, volví a recordar mi nombre. El éxtasis del descubridor que llora y ríe a una, que se sorprende con el paso de los segundos, que adora el calor del sol en el rostro, un sol que arroja sus rayos y unos rayos que han recorrido 149.600.000 kilómetros antes de bañarme el rostro con su luz y su calor. Palabras que vuelven al espíritu, como estremecerse, cuál las agujas de los pinos ante la presencia del viento; secreto, como el que juré no pronunciar en aquel mismo lugar; abuela, bisabuelo, padres, hermanos, primos...
Y las últimas estrellas de la madrugada se disolvían en un cielo cada vez más celeste. Y el rocío condensado, aromatizaba todo el Pueyo, homenaje de matorrales y pinos, cipreses y vida. Vida que se reconciliaba conmigo.
Me sentí el más pequeños de los seres, como una mota de polvo en un océano de calma, ligero de lastre, volátil, amigo del tiempo... El tiempo... El tiempo... Pasaba... Y yo con mis antepasados... ¿Te acuerdas de ...? ¡¿Cómo pude haberlo olvidado?! Pues si ahora lo recuerdas... Sí, ahora, ahora... Soy el conquistador del mundo, soy el descubridor del día, de la luz, del cosmos...
Yo estuve ahí cuando el sol evaporó una gota de rocío que pendía en equilibrio de una rama de un ciprés, yo fui quien vio volar las prisas y los agobios, arrastradas por el cierzo, espectáculo grandioso, magna visión, cuando la luz del sol alcanzó los aleros verdes de las torres del Santuario, y seguíamos conversando, mis abuelos y yo...
Alma, agua, olivo, tierra, viento, humano, fe, credo, cruz, polvo, ceniza, libertad...
Aquel día, en mi patria, junto a mi Virgen, donde yacen los míos, volví a reconocerme, y a recordar mi nombre y mis apellidos. Aquel día perdoné al mundo, o tal vez, sentí el perdón del mundo. En aquel Pueyo silencioso, aislado, volvía a saborear el significado profundo, hondo, del Amor, a respirarlo a pecho abierto... Mis lágrimas abonaron la tierra, la palabra iluminó mi razón.
De regreso a la ciudad, las calles han recobrado la vida, las personas sonríen, el sol alegra el corazón, el ruido suena como miles de voces que confiesan su amor, las nubes de humo embellecen la postal de los nuevos recuerdos que, como un tesoro, empiezan a limpiar mi corazón, los pájaros cantan, los niños juegan, sus abuelos viven y reviven con ellos... Las campanas saludan mi nuevo hogar.
Un abrazo
sábado, 23 de febrero de 2013
domingo, 3 de febrero de 2013
El cuento del reconocimiento
Querido amigo:
Esta es la historia de un barrendero, de un nombre anónimo, de un diminuto engranaje de la sociedad en quien pocos reparan, a quien muchos ignoran, una sombra uniformada y errabunda por aceras y jardines, un soldado de cepillo y badil, un duende invisible, un sociólogo de la basura.
En efecto, el barrendero de nuestra historia gustaba de inspeccionar la basura que limpiaba, que cosechaba de papeleras. A través de aquellos restos investigaba los hábitos, las modas y las preferencias de sus conciudadanos.
A lo largo de su dilatada carrera había constatado cómo habían disminuido las colillas de cigarrillos, cómo se disparaban los pañuelos de papel durante el invierno o durante la polinización, cómo las latas de refrescos contenían menos azúcares, el auge de los periódicos gratuitos, el desproporcionado incremento de comida en buen estado... y otros deshechos más específicos... las jeringuillas habían desaparecido de los parques, pero en primavera y verano se encontraban abundantes preservativos... y cascos de cristal hechos añicos... y libros de texto y apuntes...
La sociedad generaba más y más basura, y a través de ella se manifestaba la evolución de una sociedad austera y humilde hacia una sociedad consumista y arrogante.
En su hogar, el barrendero había ido coleccionando aquellos restos que más le habían llamado la atención, por ser algo más que restos. Coleccionaba cartas, postales, fotografías, llaves, cassettes de música, cintas de vídeo, cuadernos, agendas, ropa, llaveros, monedas extranjeras, dibujos, ... y hasta una servilleta de papel con las huellas de unos labios de carmín.
Pues bien, una mañana de abril, el barrendero salió de su casa museo para trabajar. En el rellano de la escalera se encontró con un vecino, que le saludó efusivamente. Lo más extraño de todo estribaba en que aquel vecino apenas le había saludado en los muchos años que llevaba residiendo en aquel edificio.
Pero ahí no terminaron las sorpresas, pues a medida que caminaba por la calle, toda persona con la que se cruzaba le sonreía de oreja a oreja y le saludaba como si le conociera de toda la vida. Al llegar al trabajo, todos los compañeros dejaron cuanto hacían en aquel momento y se precipitaron a colmarle de apretones de mano, abrazos y entusiastas palmadicas en la espalda.
El barrendero no daba crédito de lo que le acaecía. ¿Qué ocurría? ¿Todos habían enloquecido?
Y al volver a la calle, ya vestido de uniforme, se produjo lo nunca visto hasta entonces. El tráfico se detuvo a su paso, los conductores se apearon de sus vehículos, los peatones le rodearon; todos sonreían, todos le miraban con una mezcla de devoción y asombro; y todos, todos, al unísono, estallaron en una interminable ovación. A su paso, los aplausos se extendieron por las calles de la ciudad.
El barrendero sintió pánico y echó a correr. Por doquier topaba con desconocidos que se deshacían en sonrisas hacia él ¡y hasta le arrojaban flores y guirnaldas desde los balcones y las ventanas! Le acercaban niños para que los acariciase...
Corrió y corrió hasta salir de la ciudad, huyendo de aquel delirio que le apabullaba. Por fin recaló en un campo, desierto, al abrigo de toda mirada, un verdadero refugio de calma y silencio. Y respiró hondo, muy hondo.
Absorto como andaba después de cuanto acababa de vivir, tropezó y cayó a tierra. Había hallado unos rieles de ferrocarril, allí abandonados en medio del campo.
Recordó que hace muchos años, de muy niño, sus padres le llevaron entren al pueblo. Años más tarde, se clausuró aquella línea ferroviaria, y ya nunca había vuelto al pueblo de sus ancestros. Aquellos recuerdos le sumergieron en la nostalgia... Sus padres, sus hermanos, el pueblo, los abuelos, la infancia, la dorada infancia...
Un silbido de locomotora le extrajo de la ensoñación. A lo lejos columbró un penacho de humo. Los rieles comenzaron a vibrar. Un tren se acercaba ¿cómo era posible?
El tren se detuvo, y el barrendero sintió un irremediable deseo de subir. Una vez dentro del tren, éste reemprendió la marcha, alejándose lentamente, devolviendo al campo su silencio y tranquilidad.
La ciudad entera lamentó la desaparición del idolatrado barrendero. Las calles ya no lucían tan limpias como cuando él aún estaba con ellos. Su casa museo se convirtió en un templo de peregrinación, donde muchos reconocieron como suyos algunos de los restos que el barrendero había ido guardando durante toda su carrera.
Y así es como aquel nombre anónimo, aquel engranaje imperceptible de la sociedad, aquella sombra invisible, recibió el homenaje de unos vecinos y conciudadanos orgullosos de haberle conocido, de haber compartido y disfrutado con él la vida.
Un abrazo
Esta es la historia de un barrendero, de un nombre anónimo, de un diminuto engranaje de la sociedad en quien pocos reparan, a quien muchos ignoran, una sombra uniformada y errabunda por aceras y jardines, un soldado de cepillo y badil, un duende invisible, un sociólogo de la basura.
En efecto, el barrendero de nuestra historia gustaba de inspeccionar la basura que limpiaba, que cosechaba de papeleras. A través de aquellos restos investigaba los hábitos, las modas y las preferencias de sus conciudadanos.
A lo largo de su dilatada carrera había constatado cómo habían disminuido las colillas de cigarrillos, cómo se disparaban los pañuelos de papel durante el invierno o durante la polinización, cómo las latas de refrescos contenían menos azúcares, el auge de los periódicos gratuitos, el desproporcionado incremento de comida en buen estado... y otros deshechos más específicos... las jeringuillas habían desaparecido de los parques, pero en primavera y verano se encontraban abundantes preservativos... y cascos de cristal hechos añicos... y libros de texto y apuntes...
La sociedad generaba más y más basura, y a través de ella se manifestaba la evolución de una sociedad austera y humilde hacia una sociedad consumista y arrogante.
En su hogar, el barrendero había ido coleccionando aquellos restos que más le habían llamado la atención, por ser algo más que restos. Coleccionaba cartas, postales, fotografías, llaves, cassettes de música, cintas de vídeo, cuadernos, agendas, ropa, llaveros, monedas extranjeras, dibujos, ... y hasta una servilleta de papel con las huellas de unos labios de carmín.
Pues bien, una mañana de abril, el barrendero salió de su casa museo para trabajar. En el rellano de la escalera se encontró con un vecino, que le saludó efusivamente. Lo más extraño de todo estribaba en que aquel vecino apenas le había saludado en los muchos años que llevaba residiendo en aquel edificio.
Pero ahí no terminaron las sorpresas, pues a medida que caminaba por la calle, toda persona con la que se cruzaba le sonreía de oreja a oreja y le saludaba como si le conociera de toda la vida. Al llegar al trabajo, todos los compañeros dejaron cuanto hacían en aquel momento y se precipitaron a colmarle de apretones de mano, abrazos y entusiastas palmadicas en la espalda.
El barrendero no daba crédito de lo que le acaecía. ¿Qué ocurría? ¿Todos habían enloquecido?
Y al volver a la calle, ya vestido de uniforme, se produjo lo nunca visto hasta entonces. El tráfico se detuvo a su paso, los conductores se apearon de sus vehículos, los peatones le rodearon; todos sonreían, todos le miraban con una mezcla de devoción y asombro; y todos, todos, al unísono, estallaron en una interminable ovación. A su paso, los aplausos se extendieron por las calles de la ciudad.
El barrendero sintió pánico y echó a correr. Por doquier topaba con desconocidos que se deshacían en sonrisas hacia él ¡y hasta le arrojaban flores y guirnaldas desde los balcones y las ventanas! Le acercaban niños para que los acariciase...
Corrió y corrió hasta salir de la ciudad, huyendo de aquel delirio que le apabullaba. Por fin recaló en un campo, desierto, al abrigo de toda mirada, un verdadero refugio de calma y silencio. Y respiró hondo, muy hondo.
Absorto como andaba después de cuanto acababa de vivir, tropezó y cayó a tierra. Había hallado unos rieles de ferrocarril, allí abandonados en medio del campo.
Recordó que hace muchos años, de muy niño, sus padres le llevaron entren al pueblo. Años más tarde, se clausuró aquella línea ferroviaria, y ya nunca había vuelto al pueblo de sus ancestros. Aquellos recuerdos le sumergieron en la nostalgia... Sus padres, sus hermanos, el pueblo, los abuelos, la infancia, la dorada infancia...
Un silbido de locomotora le extrajo de la ensoñación. A lo lejos columbró un penacho de humo. Los rieles comenzaron a vibrar. Un tren se acercaba ¿cómo era posible?
El tren se detuvo, y el barrendero sintió un irremediable deseo de subir. Una vez dentro del tren, éste reemprendió la marcha, alejándose lentamente, devolviendo al campo su silencio y tranquilidad.
La ciudad entera lamentó la desaparición del idolatrado barrendero. Las calles ya no lucían tan limpias como cuando él aún estaba con ellos. Su casa museo se convirtió en un templo de peregrinación, donde muchos reconocieron como suyos algunos de los restos que el barrendero había ido guardando durante toda su carrera.
Y así es como aquel nombre anónimo, aquel engranaje imperceptible de la sociedad, aquella sombra invisible, recibió el homenaje de unos vecinos y conciudadanos orgullosos de haberle conocido, de haber compartido y disfrutado con él la vida.
Un abrazo
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