Querido amigo:
Un buen día, o una buena noche, la realidad irrumpe de pleno en tu corazón, como si se tratara de una redada de la policía, y te descubres tal y como eres, sin subterfugios ni maquillajes; te sorprendes a ti mismo como un ser esperpéntico y ridículo; un alma en pena que se ha pasado la vida entera en el purgatorio.
Hace años salí con una chica que veraneaba en Verín, y cuando me colgó por otro, Verín aparecía por doquier en mi vida. De repente, Verín se había convertido en el centro del universo, como un berbiquí muy fino que taladrara mi pena, como una galaxia en expansión sobre mi humillada alma. "Verín" resultó llamarse la cafetería que quedaba más a mano de mi nuevo trabajo. En el balneario de "Verín" había pasado el fin de semana mi jefe con su familia. De "Verín" procedía la familia del conserje de mi casa. El dentista que me recomendaron despachaba en su consulta de la calle Verín. Cuando aquellas vacaciones de Semana Santa viajé a Galicia con amigos, no importaba lo lejos que nos encontráramos de Verín, pero todo letrero de carretera señalizaba irremediablemente hacia "Verín". Y a nuestra vuelta a Madrid, para colmo, el agua mineral que servían las máquinas de la oficina se embotellaba en... ¡Verín!
No sabría explicar cómo, pero tanto más "Verín" asfixiaba mi existencia, tanto más me acercaba a cien por hora contra el muro de la realidad. Y esa realidad, aunque yo ni siquiera lo intuyera por aquel entonces, inflamaba mi orgullo y me catapultaba a vertiginosas veladas por los bares nocturnos, en busca de un lugar, en busca de unos besos, de nuevos cuerpos, de nuevos recuerdos que cicatrizarán la herida que por Verín parecía no acabar nunca de sangrar.
La sangre y el vampiro... Ese vampiro en el que creí haberme convertido, tan vacío de amor como de vida, volando sin rumbo en la más oscura de las noches. Un vampiro que vestía trajes de marca al volante de un biplaza rojo, como la sangre.
Un biblaza que necesitaba cada vez más gasolina, un combustible que no dejaba de encarecerse. El vampiro necesitaba dinero para volar, y la jubilación de un compañero dejaría vacante un puesto de ejecutivo al que el vampiro no podía renunciar. Inicióse, entonces, la más desenfrenada carrera de méritos que trabajador alguno pueda librar por unos euros más en la nómina. Interminables jornadas laborales, frenéticos plazos de entrega, noches sin dormir, días sin almorzar, días sin sol, bajo la luz sepulcral del despacho, el despacho del vampiro de los afilados colmillos.
Y entonces, la realidad siguió su curso con la precisión del reloj del destino, y el biplaza me dejó tirado a las tres de la madrugada, cuando me dirigía a la oficina para concluir unas presentaciones. Media hora a pie bajo un aguacero colosal, que arruinó mi traje. Al llegar al edificio, las verjas cerradas y ni rastro del guardia de seguridad. Tanto me apremiaban el trabajo y la lluvia, que me encaramé a la valla, con tan mala fortuna que se me desgarró la pernera del pantalón, como la taleguilla de un torero que hubiera sufrido un percance.
Ya en el despacho, recordé que había olvidado los papeles en el maletero del coche... El silencio se desplomó sobre mí, la realidad me abofeteaba por primera vez en mi vida. Abri la ventana y comprobé que la lluvia había amainado... , seguramente cesó de llover tan pronto como me puse a resguardo... Casualidades premonitorias, un nubarrón que parece esperar a que se me pare el coche para vaciarse sobre el desgraciado oficinista, cuya ambición sin escrúpulo estaba llegando a su fin.
El reflejo del cristal de la ventana me alarmó. Empapado de arriba a abajo, y con medio muslo asomándose por un pantalón de seda de cashmir... El vampiro había descubierto que tenía sombra, y la sangre regresaba a sus venas.
A la mañana siguiente, mi jefe no encontró la presentación en el despacho de su escritorio, sino mi carta de renuncia. Para entonces, el primer tren que partió de Chamartín aquella madrugada llevaba al vampiro hacia un destino incierto, hacia un amor perdido, hacia una esperanza con aromas de lluvia. Un tren que recorría las horas de la aurora, acortando la distancia que separaba mi corazón de Verín.
Un abrazo
domingo, 26 de mayo de 2013
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