Querido amigo:
Nunca supo bien cómo se convirtió en explorador. Tal vez siempre lo fue, desde la cuna. Si a las pruebas se remitía, aquel bebé que gateaba husmeando por todos los rincones de la casa; aquel alumno que preguntaba cuando los demás callaban; aquel niño que se apartaba de los senderos durante las largas caminatas por la montaña; aquel joven que leía días y noches enteros encerrado en la biblioteca;... no podía llegar a ser en la vida sino un explorador.
Su alma inquieta sentía tanta curiosidad por todo que faltaban horas suficientes en el día para abarcar tantas respuestas, para tanto estudio. Llegó a creer que sabía tanto que la conversación le aburría, pues en raras ocasiones hallaba a un interlocutor tan sabio como para despejarle nuevas áreas del saber.
Tal arrogancia intelectual le había marginado de la sociedad. La sociedad que le rodeaba, formada por la familia, los amigos, los compañeros de estudios, los profesores, los vecinos,... la sociedad no toleraba, no perdonaba a quienes se escapaban de la "media". Al joven explorador no le interesaba la moda, el fútbol, los coches y las motos, o la programación televisiva... Tan pronto le abordaban con tales temas, u otros similares, bostezaba y perdía la concentración, desesperando al "mortal medio y vulgar" que pretendía despertar su curiosidad por alguna serie mediocre, o por algún famosete de baja estofa. En casi todas las reuniones familiares, acababa por no prestar atención al "cotorreo" de los adultos y se dedicaba a jugar con sus primos pequeños, pues los bebés, al contrario que los mayores, todavía le sorprendían y divertían.
No, la sociedad carecía de piedad con quien osase a admitir en público que memorizaba en el alma los poemas de García Lorca, que había comenzado a aprender latín, que anhelaba conocer Jerusalén, que se reía a carcajadas con el Quijote, que veía documentales sobre culturas desaparecidas, que asistía a misa los domingos, que gustaba del cine en blanco y negro, que no le gustaban los regalos navideños, ...
Así que el explorador se sentía muy solo. Cuando no tenía dinero para emprender alguno de sus largos viajes, se perdía por la montaña, buscando en el silencio de la naturaleza la paz que calmase la frustración que devoraba su espíritu.
Y llegó el día de emprender el gran viaje de su vida. Pretendía dar la vuelta al mundo como un vagabundo, sin casi dinero en el bolsillo, dispuesto a aprender idiomas, a escribir sobre cuanto descubriera, a explorar el alma humana que tanto le apasionaba.
Viajó en medios de transporte atestados, por desfiladeros muy profundos. Vagó por desiertos, navegó por ríos caudalosos. Comió insectos y plantas de las que nunca se había oído hablar antes en su país. Padeció fiebres y delirios.
El "mortal medio y vulgar" no habría sentido envidia alguna por las experiencias que el explorador acumulaba en su desgastada mochila. La sociedad no sentía atracción alguna en dormir en chozas de adobe, en probar el amargo fruto del árbol de la sabiduría, en caminar empapado de nieve por una estepa a 30 grados bajo cero.
Sin embargo, para nuestro explorador, la libertad no tenía otro precio. Un precio muy alto, a juzgar por cómo su cuerpo se consumía al ir pagándolo, pero una libertad que nada ni nadie podía ofrecerle en una biblioteca o en las sabias aulas de la universidad.
Al viajar en un tren por la jungla se preguntaba cuántos de aquellos pasajeros tendrían manchadas las manos de sangre; cuántos de entre ellos no habrían conocido a sus verdaderos padres; o si alguno de ellos era médium. Y tales preguntas, en medio de aquella espesa muralla vegetal, celosa guardiana de inmensos secretos, entre el zumbido de los mosquitos, con la frente hirviendo por la fiebre, se erigían en la más pura manifestación del conocimiento.
De aquella fiebre sólo recordaba el despertar. Abrió los ojos en una noche sin estrellas, rodeado de una oscuridad completa, de una negrura densa y vacua, en medio de un silencio desconcertante. Ni siquiera oía su propia respiración. Todo a su alrededor parecía haberse disuelto en la noche, y la noche le había engullido a él también, como una inmensa anaconda. Palpaba el vacío sin hallar nada, vacilando a cada paso, ciego y sordo... Hasta que la aurora comenzó a encender el horizonte, y aquellos primeros albores le devolvieron al mundo, con los cantos de las aves, el murmullo del tupido ramaje verde.
Ahora ya sabía el significado del valor... Aceptar su debilidad en medio del universo. Y por unos instantes sintió el aliento del Creador, devolviéndole la vida por las venas, por los ventrículos del alma.
¿Había llegado al final del viaje? El explorador echaba de menos a los suyos... ¿Y quiénes eran los suyos? ¿Sus padres y hermanos o aquel beduíno que le dió de beber agua cenagosa de su cantimplora después de 50 millas bajo el ardiente sol del desierto? ¿O la anciana que expiró en sus manos pensando que se entregaba al espíritu de la eterna fortuna? ¿O los pequeños pastores de la Alta Mongolia, que erraban de aldea en aldea enseñando al pueblo la humanidad de sus largas vidas en la solitaria estepa?
No, el explorador regresaría a su país, a su casa con su familia, con sus tradiciones, con su religión y con sus "cotorreos". El mundo le había enseñado sus entrañas, y sólo el Creador le había revelado que nada había bueno ni malo, sino corazones llenos o vacíos de amor. Si la fragilidad de la existencia se explicaba en términos de optimismo, la humanidad se aceleraba contra un muro. Si no se entendía que la vida es un milagro al margen de la tristeza y de la alegría, del optimismo comercial y del pesimismo fatalista de los "incomprendidos intelectuales", de la salud y la enfermedad, lo mejor que se podía hacer era echarse al camino del mundo con eximio equipaje, y todo el amor que quedara en el alma.
Un abrazo
domingo, 7 de julio de 2013
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