Querido amigo:
Dicen que los primeras vivencias de la infancia perduran durante toda la vida. Aquel "papá y mamá" que empapan nuestro cerebro prístino e inmaculado, viven eternamente en nuestra mente infantil aún sin contaminar por los avatares de la conciencia, aún abierta a la libre fantasía del ser.
Tal vez por ello, cuando se envejece y los recuerdos superficiales se gastan, recobramos nuestra dulce infancia y descubrimos con asombro que nunca hemos cambiado, que el niño que un día fuimos siempre ha morado en nuestro ser más íntimo, fiel a las primeras vivencias que vieron nuestros ojos, que escucharon nuestros oídos, olieron nuestras narices, saborearon nuestros labios o palparon nuestras manos.
A ti siempre te gustó correr... Esta mañana volviste a salir corriendo del geriátrico. Seguro que habías regresado a la niñez, y que al asomarte a la ventana y verme llegar saludándote, creíste que volvías a tener siete años, y te lanzaste corriendo hacia el portal para darme un gran abrazo... Pero no, la verdad es que acabas de cumplir noventa años, y gracias a las enfermeras no te rompiste la crisma por las escaleras. Pero a mi me hizo mucha ilusión volver a encontrarme con mi niña.
Ya más tranquilos en tu alcoba, te volví a leer un cuento. A mi siempre me apasionaron los cuentos, porque la sabiduría que los inspira brilla como una lámpara que orienta al espíritu durante las horas oscuras. Yo también viví mis horas oscuras ¿qué te crees?
Crecemos y nos hacemos fuertes, y el mundo nos muestra todas sus puertas... ¡Ay! Entonces... nos sentimos capaces de todo... Estudiar, escribir, bailar, leer, pintar, rodar películas, correr, volar, viajar, aprender de esto y de aquello, procrear... Pero no, nuestro tiempo en la vida no da más de sí, no podemos satisfacerlo todo, porque nuestros deseos, nuestra fantasía corre más rápido que el tiempo, más allá de nuestra corta existencia... Nos hallamos en una prisión, atrapados entre el tiempo y el espacio. Es entonces cuando más precisamos de la sabiduría de los cuentos.
Y cuando te conté un cuento por primera vez y contemplaba las reacciones de tu rostro, comprendí que había tomado la decisión adecuada. Desde entonces nunca me he arrepentido de no viajar, sólo por quedarme a tu lado, de escribir para ti, de bailar contigo, de pintarte sólo a ti, de aprender sólo contigo. No he rodado películas, pero te he contado muchas historias con muñecos de trapo. No he visto París, pero he conocido la felicidad.
Te he acompañado desde que naciste. Y te acompaño ahora también, como siempre. Claro que, ahora que vives en la residencia, te echo mucho de menos en casa. Allí, parece mentira, tu cuarto sigue igual que como cuando eras niña. Allí están tus muñecas, tus fotografías, tus juguetes... Con los que creciste, con los que crecieron tus hijos... Menos mal que les tengo a ellos, sino me sentiría muy solo. No les guardes rencor, si te llevaron a la residencia, no fue para desembarazarte de ti, sino para que vivieras mejor atendida.
En cuanto a mi, no sé cómo, pero me valgo por mi mismo. Y cuando ellos parten a trabajar, cuido de tus nietos. Por cierto, la pequeña ha salido clavada a ti.
¡Ah, se me olvidaba! Esta mañana me ocurrió una anécdota en la residencia. Resulta que hay una enfermera nueva que al despedirme me preguntó que si se encontraba bien mi esposa... Señorita - le respondí - mi esposa falleció hace muchos años ya... ¡Se referirá usted a mi hija! La pobre enfermera me miró como si yo estuviera desvariando... Señorita, porque tengo ciento diez años y una hija que cuidar, de lo contrario la invitaría a usted a tomar una copa en mi casa...
Un abrazo
domingo, 4 de agosto de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)