Querido amigo:
A todos los borrachos les asaltan de vez en cuando nítidos momentos de lucidez. Situaciones en las que la conciencia se impone por unos instantes, con su aplastante dosis de realidad. A él le ocurrió delante del espejo del mugriento aseo de un bar. Se quedó petrificado al levantar la mirada y verse reflejado... Hasta dudó de si su rostro se velaba tras una siniestra máscara, pues no se reconocía.
Muchos años antes, de niño, una escena de Candilejas se le grabó en el alma para el resto de sus días. El payaso al que interpretaba Chaplin se desmaquillaba en su camerino después de un estrepitoso fracaso. Al levantar la mirada y contemplarse en el espejo, también se quedó petrificado, como si hubiese tocado fondo en la vida.
Con el recuerdo viviente de aquella escena, abandonó el bar y se zambulló en la noche. Un viaje al fondo de sí mismo. Total, un whisky más, un whisky menos,... Las conversaciones con el alcohol siempre terminaban donde empezaban: en la más completa nebulosa, de la que se busca desesperadamente la salida, adonde no se sabe nunca cómo se llegó.
Su nebulosa la construían las preocupaciones diarias. Muchas veces se había devanado los sesos intentando descubrir el momento a partir del cuál se comenzó a distanciar de sus sueños. ¿Un examen para el que no estudió lo suficiente? ¿Aceptar aquel consejo desafortunado? ¿Precipitarse en pedirle matrimonio? ¿Haber rechazado aquella amistad?
Recordaba su vida como una línea quebrada por las continuas decisiones; elecciones y errores que le habían abocado al fondo de una botella, y a estrellarse contra su reflejo bajo la macilenta luz del aseo de un bar.
Sus pasos se encaminaron por entre callejuelas y avenidas, hasta detenerse ante el edificio donde vivió su infancia. Uno podía imaginarse un viejo edificio en ruinas, mas la ruina le acechaba a él, mientras que la ventana del que un día fue su cuarto se recortaba la silueta de un estudiante inclinado sobre la mesa. Si hubiera bebido una copa más, habría creído regresar al pasado y encontrarse delante de sí mismo, con doce o trece años.
Unas manzanas más abajo se hallaba su antiguo instituto, en cuyas tapias buscó en vano su primera declaración de amor, sepultada bajo sucesivas capas de pintura. ¿Cómo se llamaba ella? ¡Ah, ya! ¿Y qué habrá hecho en la vida?
Las calles de su antiguo barrio lucían tal y como las recordaba. El tiempo había respetado cada bar, cada comercio, cada portal. Los recuerdos seguían morando por aquellas esquinas, liberando sus voces, sus risas, sus llantos. La vida de toda persona se edifica sobre recuerdos, y éstos no huyen con facilidad, sino que retornan siempre al rescate, doquiera que haya que devolver las aguas del espíritu a su cauce.
La inocencia de la niñez confiere la fuerza necesaria para hallar la felicidad hasta en las más calamitosas situaciones. Pocas personas no recuerdan haber disfrutado la felicidad durante su infancia, y si las hay en este mundo extraño y sorprendente, habría que perseguir a quienes truncaron aquella inocencia pueril, pues no hay delito mayor y más vil que el de destruir el frágil nido de un alma que aún no ha emprendido el vuelo.
El amanecer le sorprendió todavía paseando, con la cabeza fría por primera vez desde hacía mucho tiempo. La vida del barrio se iba despertando y las caras de antaño reaparecían, envejecidas, por aquellas amadas calles del recuerdo. El borracho se había quitado la máscara y la sonrisa resucitaba en su rostro. Tal vez había logrado encontrar la salida, más allá de una apestosa botella de whisky, más allá de las malas decisiones y de los bares mugrientos, de las preocupaciones y de los imbricados vericuetos de su destino, más allá de la nebulosa.
Un abrazo
domingo, 10 de noviembre de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)