domingo, 27 de abril de 2014

Instinto

Querido amigo: 

Ha años que aguardo. No arrojo la esperanza al fango de la indolencia. Mi confesionario lleva años sin cerrar sus puertas, ni de noche ni de día, desde que bendije al último hombre que salió de la iglesia a hombros, acompañado del luctuoso tañido de las campanas. 

Desde entonces, muchos se mudaron para nunca volver, y las calles de este pueblo se tiñeron de silencio. 

Otrora, el día que casé a Diosdado con Angustias, la hija del hacendado Cosme, todos celebramos el triunfo del amor. Cómo si no se habría fijado aquella flor de muchacha en aquel pobre labrador, que apenas sabía hablar. Y él, cómo la quería. La felicidad se desbordaba en su sonrisa, cuando desde el predio me veía y se incorporaba para saludarme de lejos con la azada. 

En cuanto a la Angustias, mudaba de talante como las estaciones. Se casó primaveral, su amor luego se agostó con tanta pasión, y ya en el otoño sin fruto, sin hijos, se hundió en el invierno. Muchacha bien, regalada y antojadiza, pronto se sació su libido, pronto comenzó a apretarle la alianza en el dedo, pronto busco nuevos aires para ventilar la alcoba nupcial. 

Una mañana, Diosdado no se irguió para saludarme. Ariñonado sobre el surco, hendía con violencia el azadón. Desde entonces, no se dejó asomar si quiera por la iglesia, sino por las tabernas, donde el vino se tornó en un traicionero confidente. Aquel día, conocimos que la Angustias esperaba ya de tres meses. 

Ni al bautizo de la criatura acudió el labrador, que aquel día se emborrachó hasta perder el sentido. Sincero y brutal como la gente que labra estas tierras casi estériles, Diosdado no fingió, no guardó las apariencias ante el pecado de su esposa. Guardó silenció, selló el corazón al perdón y se entregó a avivar la sed de la venganza. 

Mientras tanto, el bastardo crecía sano y fuerte, bajo la protección del hacendado Cosme, que temiendo el momento en que estallara la ira contenida de su yerno, se volcó en su nieto. 

Siete años había cumplido el niño, el día que amaneció el pintor con una puñalada en el pecho. Para entonces, las desavenencias entre Diosdado y Angustias se habían olvidado, y los vecinos terminaron por convencerse de que había un homicida maníaco entre ellos. El miedo se apoderó del espíritu popular, y ya nadie se confiaba en nadie. 

Cuando el féretro del infortunado pintor cruzó los umbrales del portón de la iglesia, acompañado del luctuoso tañido de las campanas, me alumbró una visión. Tras los cristales de la puerta de la taberna que se encuentra en la plaza, el sombrío rostro de Diosdado contemplaba con una sonrisa el cortejo fúnebre. Nunca antes había yo reparado en aquella taberna, pero en aquel momento, sumergido en el silencio quebrado por las campanas, sentí una premonición, y mi mirada se clavó en la del labrador. Desde entonces supe inefablemente que mi confesionario habría de esperar día y noche a aquel alma atormentada. 

Me devané los sesos tratando de comprender por qué Diosdado había cometido aquel crimen contra un hombre que se pasaba la vida con sus lienzos y pinceles. Un hombre que a nadie molestaba, de quien nadie podía hablar nada malo. 

Una tarde, al pasar junto a la escuela, vi al nieto de Cosme dibujando de rodillas en el patio con tizas de colores, con tanto primor, con tanta dulzura, que no más parecía que sus manos tenían vida propia. 

Ya todo me quedaba claro, todo salvo cuánto tiempo habría de seguir esperando en mi confesionario, donde ya apenas quedan feligreses, porque el miedo se los ha ido llevando. 

Un abrazo

sábado, 5 de abril de 2014

Bajo la lluvia

Querido amigo:

Crecimos juntos, frente a frente, cada uno en una acera de la misma calle. Una estrecha calle de pueblo. Tan estrecha que a penas llegábamos a rozarnos las puntas de los dedos cuando nos asomábamos a los balcones. 

Juntos compartimos pupitre, juntos los juegos, juntos todo el día, juntos para toda la vida... hasta que su padre la envió interna a un colegio de la capital de la provincia, porque a don tal no le agradaba que su querida niña se mezclase con la "gente baja". Al principio no entendí nada, yo entonces ya contaba con doce años y casi rebasaba en altura a su padre ¿a qué se refería con eso de la "gente baja"? 

Sin comprender nada del amor, sólo sentía que me habían arrancado a "mi mejor amiga, a mi única... , a mi querida..., a mi... ¿cómo decirlo?"; y el dolor por su ausencia me trababa la lengua , pues tanto significaba ella para mí que, a mi corta edad y con mi inocencia, no hallaba palabras en el diccionario para describir la magnitud de mis sentimientos. Aquel internado de la capital se había llevado parte de mi vida... 

Con ella lejos, no me quedó otra que llenar el hueco como fuera. Me apliqué a estudiar, tratando de liberar mi mente de su recuerdo. Mas el corazón no olvida fácilmente. Al corazón no se le engaña así como así. 

Me llamaron a filas, un buen día. Uno no se da cuenta cómo, pero una mañana me miré al espejo y descubrí no sólo que me había hecho hombre, sino que mis manos debían sostener a partir de entonces a la familia. Por ello, al licenciarme me instalé en la capital, poco mayor que el pueblo, pero con más oportunidades para hacer carrera. Allí me empleó la caja de ahorros, como conserje de una sucursal en el Barrio Alto, situado a las afueras.

El destino dictó que volviéramos a encontrarnos, una tarde bajo la lluvia. Ella iba del brazo de su padre, que me escrutó con el ceño fruncido, de arriba a abajo. Vivían en el centro, como yo, pero su familia moraba en un elegante edificio modernista, mientras que la mía en una casa vieja y sin restaurar situada justo enfrente. 

Volvimos a encontrarnos, pero mi mente ya no reconoció en ella a la compañera y amiga de la niñez, pues ahora caminaba por la vida rodeada de aires aristocráticos, presumiendo junto a las buenas familias de la capital, mientras que yo, al fin y al cabo, me dedicaba a abrir la puerta a los clientes de la caja, y a barrer el portal. Sin embargo, el corazón... Al corazón no le engañaban todas esas distancias. 

Con el tiempo prosperé en mi trabajo. Me examiné y me ascendieron a contable, y me trasladaron a una sucursal del Barrio Bajo, al otro cabo de la ciudad. Detrás de una ventanilla, recibía a los vecinos y les ponía en orden sus cartillas de ahorro. 

Una mañana muy temprano, casi no había despuntado el alba, me topé con su padre rebuscando en una papelera. Temeroso de que pudiera verme, me oculté en la penumbra de un portal, y desde ahí le seguí con la mirada en su periplo por todas las papeleras de la calle. Al llegar a la oficina, busqué los datos de su padre, y a través de un compañero, vine a conocer que la familia rayaba la ruina, porque don tal (que me da tanta rabia, que me niego a nombrarle) había dilapidado toda su herencia viviendo por encima de sus posibilidades, y ahora ya sólo les quedaban las apariencias. Y aún más, poco a poco me fui enterando de que ya nadie les fiaba, y de que hasta había alguna modista y alguna peluquería que les cerraba la puerta.

Pese a todo, cuando me cruzaba con ella por el barrio, me seguía admirando ese porte suyo tan señorial, con sus zapatos de tacón, sus medias de licra, su abrigo de buena y cálida piel, su pelo a la última..., que diríase una marquesa. Su trabajo le costaba a la pobre, que se pasaba horas y horas en la máquina de coser, arreglando y desarreglando las viejas prendas para adaptarlas a la moda, y aun cosiendo por encargo para ganarse discretamente unas pesetas con que pagarse el café con leche y el suizo con el que pasaba toda la tarde en alguna de las buenas cafeterías del centro. 

Una tarde de lluvia, la vi tan desmejorada, que comprendí no había probado bocado en todo el día. ¿Tan mal le iba a la familia? La quise invitar a tomar un café, pero ella rehusó muy cortésmente, en el fondo inquieta por la posibilidad de que alguna de sus amigas o su padre la vieran conmigo en una cafetería. Me partía el alma verla pasar necesidad... 

Entonces, mi corazón resolvió ayudarla desde la sombra, sin avergonzarla. Tal vez la amaba más de lo que yo si quiera me atreviera a confesarme a mi mismo. Por amor renuncié a parte de mi exiguo jornal, y cada lunes le remitía una carta con 500 pesetas, firmada por una tal Fulanita de Cuál, amiga íntima del internado, que se había casado con un arquitecto y que se pasaba la vida viajando y enviando postales a sus amigas. No creo que ella nunca se creyera la coartada de la Fulanita, pero junto a aquellas cartas llenas de aventuras y paisajes variopintos, siempre había 500 pesetas contantes y sonantes, en viadas por algún ángel de la guarda benefactor. Sin embargo, el matasellos no mentía, todas las cartas se habían enviado en algún buzón de la ciudad. 

Pasaron varios meses, y yo no fallé a mi cita puntual de los lunes. Me encontré con ella muchas veces, con gran regocijo por mi parte, pues nunca más volví a verla con aquella expresión famélica que me había removido el alma un tiempo atrás. Nunca me habló del dinero anónimo que recibía, no yo pensé que ella sospechara de mi. Hasta que una noche, bajo la lluvia, al volver del trabajo me la encontré esperándome en el portal de mi casa, y aquella noche me permitió acompañarla a una cafetería, y hasta me presentó a alguna amiga que nos topamos. 

Mi corazón estaba en lo cierto, mi mente se engañaba. Mi vieja amiga de la infancia había regresado. Aquella noche la volví a tomar de la mano, con lo que un gesto así significa en una capital de provincias pequeña, de rancias costumbres; y al amparo de un paraguas nuestros labios apenas se rozaron antes de prometernos que nos encontraríamos al día siguiente para pasear por el parque, tal vez bajo la lluvia, y al día siguiente también, y al siguiente, y así, así... toda la vida, como no podía ser de otra forma. 

Un abrazo