Ha años que aguardo. No arrojo la esperanza al fango de la indolencia. Mi confesionario lleva años sin cerrar sus puertas, ni de noche ni de día, desde que bendije al último hombre que salió de la iglesia a hombros, acompañado del luctuoso tañido de las campanas.
Desde entonces, muchos se mudaron para nunca volver, y las calles de este pueblo se tiñeron de silencio.
Otrora, el día que casé a Diosdado con Angustias, la hija del hacendado Cosme, todos celebramos el triunfo del amor. Cómo si no se habría fijado aquella flor de muchacha en aquel pobre labrador, que apenas sabía hablar. Y él, cómo la quería. La felicidad se desbordaba en su sonrisa, cuando desde el predio me veía y se incorporaba para saludarme de lejos con la azada.
En cuanto a la Angustias, mudaba de talante como las estaciones. Se casó primaveral, su amor luego se agostó con tanta pasión, y ya en el otoño sin fruto, sin hijos, se hundió en el invierno. Muchacha bien, regalada y antojadiza, pronto se sació su libido, pronto comenzó a apretarle la alianza en el dedo, pronto busco nuevos aires para ventilar la alcoba nupcial.
Una mañana, Diosdado no se irguió para saludarme. Ariñonado sobre el surco, hendía con violencia el azadón. Desde entonces, no se dejó asomar si quiera por la iglesia, sino por las tabernas, donde el vino se tornó en un traicionero confidente. Aquel día, conocimos que la Angustias esperaba ya de tres meses.
Ni al bautizo de la criatura acudió el labrador, que aquel día se emborrachó hasta perder el sentido. Sincero y brutal como la gente que labra estas tierras casi estériles, Diosdado no fingió, no guardó las apariencias ante el pecado de su esposa. Guardó silenció, selló el corazón al perdón y se entregó a avivar la sed de la venganza.
Mientras tanto, el bastardo crecía sano y fuerte, bajo la protección del hacendado Cosme, que temiendo el momento en que estallara la ira contenida de su yerno, se volcó en su nieto.
Siete años había cumplido el niño, el día que amaneció el pintor con una puñalada en el pecho. Para entonces, las desavenencias entre Diosdado y Angustias se habían olvidado, y los vecinos terminaron por convencerse de que había un homicida maníaco entre ellos. El miedo se apoderó del espíritu popular, y ya nadie se confiaba en nadie.
Cuando el féretro del infortunado pintor cruzó los umbrales del portón de la iglesia, acompañado del luctuoso tañido de las campanas, me alumbró una visión. Tras los cristales de la puerta de la taberna que se encuentra en la plaza, el sombrío rostro de Diosdado contemplaba con una sonrisa el cortejo fúnebre. Nunca antes había yo reparado en aquella taberna, pero en aquel momento, sumergido en el silencio quebrado por las campanas, sentí una premonición, y mi mirada se clavó en la del labrador. Desde entonces supe inefablemente que mi confesionario habría de esperar día y noche a aquel alma atormentada.
Me devané los sesos tratando de comprender por qué Diosdado había cometido aquel crimen contra un hombre que se pasaba la vida con sus lienzos y pinceles. Un hombre que a nadie molestaba, de quien nadie podía hablar nada malo.
Una tarde, al pasar junto a la escuela, vi al nieto de Cosme dibujando de rodillas en el patio con tizas de colores, con tanto primor, con tanta dulzura, que no más parecía que sus manos tenían vida propia.
Ya todo me quedaba claro, todo salvo cuánto tiempo habría de seguir esperando en mi confesionario, donde ya apenas quedan feligreses, porque el miedo se los ha ido llevando.
Un abrazo