Querido amigo:
La conservadora prensa victoriana ensalzó aquel suceso en sus titulares, y durante semanas no hubo mentidero, tertulia ni círculo social en Londres donde se discutiera de otra cosa.
La aristocracia y alta burguesía británicas temían que el populacho se contagiara de los vientos revolucionarios que soplaban desde la Europa continental, por lo que no pasaron de ensalzar los valores patrios cuando un humilde marinero llamado John Harper se había ahogado en el Támesis, dejando viuda y chiquillo, por salvar la vida de un pasajero que había caído por la borda. Ante la degradación moral que como una hidra se extendía por la gran masa que se hacinaba en la miseria, los periódicos contraponían el heroico modelo del desventurado John Harper.
La policía recuperó los restos irreconocibles del pobre marinero, sobre los cuáles había de rendirse un sentido homenaje patriótico. Por fin, el pueblo ya contaba con un héroe, muy distinto de aquellos que hasta entonces acaparaban las portadas de los periódicos por sus hazañas bélicas o por sus grandes gestas científicas en los remotos confines del Imperio.
El inspector Trulock se ocupó de la investigación, pese a que sus superiores le habían instruido para que dejara pasar los detalles. Sin embargo, había desaparecido un hombre al fin y al cabo..., por lo que Trulock se impuso interrogar, al menos, al pasajero rescatado por Harper. Para su sorpresa, éste se había esfumado y, extrañamente, nadie en la tripulación recordaba nada ni supo darle cuenta del mismo.
Al adentrarse en las bodegas del barco, la peste a alcohol le sobrecogió, y sobre unos sacos halló a un marinero que dormía la mona, al que sacudió violentamente hasta que logró que se medio despabilara.
Por él supo que a menudo se organizaban timbas donde se cruzaban fuertes apuestas, y que la noche del accidente un pasajero de gran condición, un caballero, había perdido hasta las cejas jugando a los dados con el pobre John...; y que John... tiró al río... a aquel caballero... porque no le quería pagar -llegado a este punto, el marinero empezó a reír a carcajadas-, ... pero al ver que se ahogaba... con su dinero... trató de salvarlo... Y ya no pudo seguir hablando, pese a las bofetadas que le dió el inspector para que no se durmiera de nuevo.
Al día siguiente se celebraron los funerales por la memoria del héroe popular John Harper, reuniendo tanto a miembros de la Corona, y demás aristócratas, como a un sinnúmero de harapientos de caras sucias, que plañían inconsolablemente.
Al abandonar el cementerio, el inspector Trulock se acercó a la viuda para darle el pésame. No tuvo valor para confesar que su marido había desaparecido después de haber asesinado a un caballero en el Támesis y robarle todo lo que llevaba encima. No tuvo valor para confesarle que acababa de enterrar a un desconocido, víctima de la depravación de su marido. Se despidió de ella, dejándola en la creencia de que era la viuda de un gran héroe.
En cuanto al misterioso pasajero, los superiores ordenaron que se clasificara como secreto, pues no debía de cundir el escándalo de un lord que se mezclaba con las clases bajas. Ya llegaría el día en que le echaran el guante a Harper, y ese día nadie preguntaría por un difunto, un tipo que ya no existía para la ley, un nadie que, con suerte, aún no habría tenido tiempo de gastar toda la fortuna robada.
Un abrazo
domingo, 25 de mayo de 2014
domingo, 11 de mayo de 2014
La soledad del artista
Querido amigo:
Vivía apasionado por su trabajo. Se levantaba y se acostaba imaginando nuevos diseños, nuevos materiales, nuevos colores. Y no le faltaba el trabajo, porque hay seres humanos que llevan la coquetería hasta sus últimas consecuencias. Así pues, le llovían los encargos. Artistas y celebridades se ponían en sus manos. Hombres y mujeres elegidos por el talento, señalados por las musas, bendecidos con la fama... que para él no significaban sino simples mortales que se resistían al olvido eterno, que soñaban con la inmortalidad.
Él dibujaba los bosquejos, inspirándose en la psicología, obras y circunstancias y gustos del cliente. Luego se encerraba en su taller estudio, acariciaba los materiales, mezclaba las pinturas, moldeaba las formas, cosía los remates, lijaba los bordes... y en cada tarea se concentraba en cuerpo y alma, consciente de que su entendimiento, su genio y sus manos ya no le pertenecían, sino que se poseían del halo divino, tornándose en instrumentos del gran Creador.
Al cabo de unas horas de dicha absoluta, salía del taller estudio con la obra concluida. Extenuado, contemplaba como se la llevaban a su cliente, y se despedía de ella para siempre. El último adiós del artista con su obra. Después, la soledad y el silencio le sumían en una taciturnidad insoportable. Al fin y al cabo, la fama y los elogios siempre recaían en sus clientes, mientras que muy pocos reconocían su talento, ni siquiera le consideraban un artista, sino un artesano.
Para huir de aquella tristeza que le embargaba, salía en busca de su media naranja. Un joven atractivo, sobre quien ningunos ojos de mujer pasaban indiferentes. Allá donde entraba, en una galería de arte, en un museo, en un teatro, en un pub, sentía el acoso del deseo, la impaciencia de la lujuria en aquella que le sonreía insinuante desde la butaca de al lado, en la que se le acercaba a comentar una escultura o un cuadro, en la que se le arrimaba provocativamente en la pista de baile... Pero él no buscaba el efímero consuelo de las sábanas, anhelaba un amor sincero y duradero.
A su alrededor se extendía el reino de la vanidad. Un reino de hombres y mujeres que reclamaban su derecho a ser ellos mismos, a distinguirse de los demás. Un mundo donde todos presumían de genio artístico, de suma inteligencia, de talento incomprendido. Vestíanse, comportábanse como tales. Pobres mortales, sedientos de reconocimiento eterno. Pero a nuestro artista, todos esos egos le parecían pasajeros. Su obra se lo repetía todos los días.
Y siempre terminaba entablando conversación con alguna mujer hermosa, aquella de entre las que coqueteaban en torno a él que llamaba la atención de su instinto. Una mirada bastaba para leer la bondad de aquel alma. Y hablaban y hablaban durante horas, conociéndose, enamorándose poco a poco, hasta que... hasta que ella le preguntaba a qué se dedicaba... y él respondía que al arte... ¿Y qué arte? - insistía ella embelesada, ardiente ante el hallazgo definitivo del alma gemela... Y él, modesto y ruborizado, se iba apasionando poco a poco, a medida que describía su obra...
"Soy un artista fúnebre, diseño el último lecho, el "hasta pronto" que nos despide, el último homenaje, el último honor... Y mi obra se personaliza en cada caso... Así, imagino ataúdes de cristal, ataúdes de colores, o estampados con el cielo, con la tierra, con notas musicales, con olas marinas... Ataúdes mullidos y confortables, monumentos funerarios dotados de un hilo musical, de luces, pompas fúnebres alegres, despedidas temporales... Ese adiós que se resiste a ser definitivo... El último abrazo, el gran consuelo, el descanso fraterno... son los poemas, los versos de la muerte. La muerte no sólo se viste de blanco o negro... hay muertes sublimes, hay vida en ellas, y yo la siento, la palpo con mis manos y me dejo llevar por tales ensueños al configurar los prototipos... "
En raras ocasiones duraba su apasionada exposición más allá de un cuarto de hora, pues la que se intuía como su fiel alma gemela le terminaba interrumpiendo, y huía despavorida con cualquier excusa de mala improvisación. Y él se quedaba de nuevo solo, reflexionando sobre la mujer que acababa de partir. un ego más que evitaba la mención del último suspiro, que se aterraba ante la idea de la mortalidad... Pero el tiempo corre inexorable, y los hilos del destino se calculan con precisión infinitesimal, y tal vez en esa infinitésima parte del final radique la comprensión total en el alma gemela que hoy siempre huye, y que hoy no soporta el triste adiós del olvido.
Un abrazo
Vivía apasionado por su trabajo. Se levantaba y se acostaba imaginando nuevos diseños, nuevos materiales, nuevos colores. Y no le faltaba el trabajo, porque hay seres humanos que llevan la coquetería hasta sus últimas consecuencias. Así pues, le llovían los encargos. Artistas y celebridades se ponían en sus manos. Hombres y mujeres elegidos por el talento, señalados por las musas, bendecidos con la fama... que para él no significaban sino simples mortales que se resistían al olvido eterno, que soñaban con la inmortalidad.
Él dibujaba los bosquejos, inspirándose en la psicología, obras y circunstancias y gustos del cliente. Luego se encerraba en su taller estudio, acariciaba los materiales, mezclaba las pinturas, moldeaba las formas, cosía los remates, lijaba los bordes... y en cada tarea se concentraba en cuerpo y alma, consciente de que su entendimiento, su genio y sus manos ya no le pertenecían, sino que se poseían del halo divino, tornándose en instrumentos del gran Creador.
Al cabo de unas horas de dicha absoluta, salía del taller estudio con la obra concluida. Extenuado, contemplaba como se la llevaban a su cliente, y se despedía de ella para siempre. El último adiós del artista con su obra. Después, la soledad y el silencio le sumían en una taciturnidad insoportable. Al fin y al cabo, la fama y los elogios siempre recaían en sus clientes, mientras que muy pocos reconocían su talento, ni siquiera le consideraban un artista, sino un artesano.
Para huir de aquella tristeza que le embargaba, salía en busca de su media naranja. Un joven atractivo, sobre quien ningunos ojos de mujer pasaban indiferentes. Allá donde entraba, en una galería de arte, en un museo, en un teatro, en un pub, sentía el acoso del deseo, la impaciencia de la lujuria en aquella que le sonreía insinuante desde la butaca de al lado, en la que se le acercaba a comentar una escultura o un cuadro, en la que se le arrimaba provocativamente en la pista de baile... Pero él no buscaba el efímero consuelo de las sábanas, anhelaba un amor sincero y duradero.
A su alrededor se extendía el reino de la vanidad. Un reino de hombres y mujeres que reclamaban su derecho a ser ellos mismos, a distinguirse de los demás. Un mundo donde todos presumían de genio artístico, de suma inteligencia, de talento incomprendido. Vestíanse, comportábanse como tales. Pobres mortales, sedientos de reconocimiento eterno. Pero a nuestro artista, todos esos egos le parecían pasajeros. Su obra se lo repetía todos los días.
Y siempre terminaba entablando conversación con alguna mujer hermosa, aquella de entre las que coqueteaban en torno a él que llamaba la atención de su instinto. Una mirada bastaba para leer la bondad de aquel alma. Y hablaban y hablaban durante horas, conociéndose, enamorándose poco a poco, hasta que... hasta que ella le preguntaba a qué se dedicaba... y él respondía que al arte... ¿Y qué arte? - insistía ella embelesada, ardiente ante el hallazgo definitivo del alma gemela... Y él, modesto y ruborizado, se iba apasionando poco a poco, a medida que describía su obra...
"Soy un artista fúnebre, diseño el último lecho, el "hasta pronto" que nos despide, el último homenaje, el último honor... Y mi obra se personaliza en cada caso... Así, imagino ataúdes de cristal, ataúdes de colores, o estampados con el cielo, con la tierra, con notas musicales, con olas marinas... Ataúdes mullidos y confortables, monumentos funerarios dotados de un hilo musical, de luces, pompas fúnebres alegres, despedidas temporales... Ese adiós que se resiste a ser definitivo... El último abrazo, el gran consuelo, el descanso fraterno... son los poemas, los versos de la muerte. La muerte no sólo se viste de blanco o negro... hay muertes sublimes, hay vida en ellas, y yo la siento, la palpo con mis manos y me dejo llevar por tales ensueños al configurar los prototipos... "
En raras ocasiones duraba su apasionada exposición más allá de un cuarto de hora, pues la que se intuía como su fiel alma gemela le terminaba interrumpiendo, y huía despavorida con cualquier excusa de mala improvisación. Y él se quedaba de nuevo solo, reflexionando sobre la mujer que acababa de partir. un ego más que evitaba la mención del último suspiro, que se aterraba ante la idea de la mortalidad... Pero el tiempo corre inexorable, y los hilos del destino se calculan con precisión infinitesimal, y tal vez en esa infinitésima parte del final radique la comprensión total en el alma gemela que hoy siempre huye, y que hoy no soporta el triste adiós del olvido.
Un abrazo
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