domingo, 22 de marzo de 2015

La Corrala

Querido amigo:

Había una vez una comunidad de vecinos, cuyas vidas coincidían en una recoleta corrala. Allí tendían la ropa, lavaban las bicicletas, jugaban con los niños, celebraban las fiestas del barrio o se sentaban a charlar en las cálidas veladas estivales.

La existencia discurría como un río de mansa superficie, cuyo fondo surcaban turbulentas corrientes. De ahí que en la corrala reverberasen los pulsos vitales de sus habitantes. con sus pasiones y bajezas, sin que nada empañara en apariencia la gozosa armonía del día a día.

Cada cual guardaba sus secretos, y la mayoría se jactaba de haber descubierto los secretos ajenos, aunque pocos admitían que sus propios secretos volaban también de boca en boca, como mariposas en un florido prado.

Al cabo de un tiempo en la comunidad, todo recién llegado terminaba por enredarse en la tupida tela de araña que sostenía la convivencia cotidiana. Incluso los espíritus más reacios y reservados; no se diga ya, de los más locuaces. Una vez prisioneros en la red, como incautas moscas, costaba mucho desasirse y alejarse para contemplar la corrala a la juiciosa luz de la perspectiva.

Sólo un observador neutral podía confraternizar en el patio sin caer en la tela. Harto difícil parecía vivir como un funambulista emocional, caminando por la delgada cuerda que separaba la vida íntima de la vecinal. Porque más tarde o más temprano, todos hemos menester de expresar nuestros sentimientos, y dicha flaqueza tan humana bastaba para que la red nos capturara. O bien llegaba un día en que algún vecino revelaba alguna "inocente" observación sobre nosotros, y claro, desmentirla o reconocerla requería, casi siempre en estas ocasiones, enmadejarnos del todo.

Un espectador neutral había de inmiscuirse en todo y pasar inadvertido al mismo tiempo. Debía aprender a domeñar sus impulsos lo bastante como para no delatarse, y a la par, no despertar hacia sí el interés de ninguno de los fisgones que poblaban la corrala. No parecía de este mundo, semejante observador, pero existía, empero.

Apareció una mañana en la corrala, meneando alegremente su rabico. La portera fue a buscar el escobón para echarlo fuera, pero el perrico la conquistó con sólo una mirada; unas pupilas plenas de ternura y cariño que desarmaron toda renuencia en la buena señora. Luego alguien le bajó las sobras del almuerzo en una escudilla, y desde aquel momento la corrala adoptó al vagabundo.

He de confesar que el canino me desconcertó desde el primer instante que nos vimos. Esa agudeza en su mirada, como si entendiera nuestras pláticas vecinales, o la ironía burlesca que traslucía su forma de sacar la lengua. Cuando una vez le sorprendí rascándose detrás de la oreja, comprendí que había captado todas las sandeces que profería mi vecino sobre montar un gimnasio en la corrala. Juré entonces, incluso, que hasta le vi guiñarme un ojo.

Conforme pasaban los días, el nuevo inquilino de la corrala me tomó afecto, y no desaprovechaba oportunidad para colarse en mi cuarto de estar. Desplegaba en sus visitas toda una suerte de dotes teatrales, nunca antes vistas en un perro. Carecía de palabras, pero sus gestos no daban lugar a dudas. Anonadado, yo no le quitaba ojo, mientras que me llovían a la mente los más estrambóticos pensamientos. Como si de una misteriosa telepatía perruna se tratase, reflexionaba, pues, sobre el descompás que había entre los ritmos vitales de algunos vecinos, ritmos que medían la tolerante paciencia, o la paciente tolerancia - como se prefiera-, manantial de calladas discordias. De ahí, el fluido mental saltaba de la metafísica al chismorreo, como que tal se había enamorada de cuál, o que éste no tragaba a aquel.

No compartí con nadie aquellas confidencias con el perro. No se me hubiera creído y, lo que es peor, me hubiera labrado reputación de loco. Reconozco que yo mismo no las tenía todas conmigo. Por consiguiente, acabé por obsesionarme con el animalico, y lo sometía a cerrada vigilancia, en tanto que él me propinaba miradas tranquilizadoras, insinuándome que no había de qué preocuparme.

Dicho esto, se retiraba a llevarle el correo a una anciana que apenas salía de su casa; o mecía con el rabo la cuna de un bebé, que al punto cesaba en su lloriqueo, sumiéndose en profundo sueño; o bajaba la basura de un señor que padecía de gota; o jugaba a la pelota con la chiquillería de la corrala.

Pese a tales gracias, nadie concedía la menor importancia al chucho, como se referían a él con un deje de desdén. ¡Como si todas aquellas virtudes se esperaran de un perro cualquiera! Pero nuestro perro, no era un cualquiera.

Tanto insistió con sus visitas a casa, que terminamos haciéndonos uña y carne. No había anécdota ni reflexión que no compartiera conmigo. Yo tampoco tenía secretos para él, pues confiaba plenamente en su discreción. ¡Ay, y qué buenos ratos pasamos juntos! Todavía lo estoy viendo, parodiando como el fulano le hizo trampa a las cartas al mengano.

Una tarde, al despertarme de la siesta, me lo encontré en la cocina, terminándose los restos de un potaje. Había confianza, como ya he dicho. Tras saciarse, me miró con pena, como nunca antes me había mirado, para luego pronunciar perfectamente: Querido amigo, me marcho. Tengo perra y cachorros que me necesitan y en esta corrala ya he cumplido bastante. Cuídate mucho y hasta siempre. 

Nos dejó, efectivamente. A ningún vecino le extrañó verle salir de la corrala, porque siempre había entrado y salido cuando le placía, pero al anochecer le echaron de menos. Al poco, se habían olvidado de él. No así yo, que me acuerdo de aquel perro todos los días. Claro que, ausente él, yo mismo he ocupado el lugar del observador neutral, pues a nadie he logrado volver a confiar mis sentimientos, ni a nadie le preocupan lo más mínimo; de manero que existo en la tela de araña, más como araña que como mosca, tejiendo pacientemente silenciosos retales que mantengan, como siempre, la armonía de nuestra recoleta corrala.

Un abrazo