Querido amigo
La claridad del alba disipó las últimas penumbras de la noche y, a través de los tupidos estratos de bruma matutina, todo hasta donde se perdía la vista desde el ventanal de su alcoba amanecía sepultado bajo un denso y gélido manto de nieve, sobre el que apenas aún se apreciaba la carretera. Aquella tempestad que barría el país de norte a sur despertó en su psique un temporal de muy diferente sesgo.
Por primera vez desde que se instalara en aquella apartada casa de campo, sintió rejuvenecerse la ansiedad que otrora la consumiera. En vano buscar una gota de vodka con que aplacar el furor de su espíritu, en vano sofocarse con una calada a un cigarrillo.
Cierto día no muy lejano, había huido de las interminables jornadas de especulación e índices financieros, y de las temerarias transacciones en las que, por un decimal que bailara, se cosechaba una fortuna o se arriesgaba el cuello,..; y también había dejado atrás el primer trago de vodka con el que confundía la vacua euforia laboral cuando cada noche, reinando ya la madrugada, se derrumbaba en el bar más próximo a la oficina y, por unos instantes, calmaba el alarido de libertad que la oprimía, dando pie a veladas desaforadas donde no se miraba el dinero, y que culminaban, no pocas veces, esperando del glacial abrazo de algún extraño lo que los somníferos le negaban.
Pero todo lo abandonó sin despedirse una mañana de atasco. Sin saber cómo ni cuándo, se alejó de la ciudad por el primer desvío que se le presentó. No hubo premeditación, no reparó hacia dónde se descarriaba, pero con idéntica naturalidad con la que cotidianamente se encaminaba al trabajo, aquella mañana desertó de la ciudad, de su esclavitud, de su libertinaje,.. como si alguien la aguardase al final de aquel viaje hacia algún recóndito paraje, yermo y sumergido en las mansas entrañas del olvido.
A mediodía se detuvo en una gasolinera y, mientras le llenaban el depósito, vació en un contenedor los rescoldos de la vida a la que renunciaba: un cartón de tabaco, una petaca de vodka, varias cajas empezadas de ansiolíticos y -lo que mayor placer le causó- el portafolios repleto de documentos confidenciales. Cuando reanudó el viaje, sintió que volvía a respirar de nuevo, que se había quitado un peso de encima, y los ojos se le arrasaron de lágrimas.
Al anochecer cesó el llanto, y segura de haber alcanzado su destino, se detuvo en una cuneta, rodeada de tinieblas. Apenas podía aguantar el peso de sus párpados. El cansancio de varias horas al volante y la calma de espíritu que se amalgamaba con la dulzura del paisaje circundante, la arrojaron a un sereno sueño reparador -allí mismo, en el coche-, que por primera vez en mucho tiempo, no precisó de pastillas para inducirse. Al rayar el día, el alegre trino de los pájaros la despertó junto a una solitaria casa de campo. Unas horas después, firmó un cheque y, así de fácil, adquirió la hacienda, donde se instaló y dio por inaugurada una nueva etapa de su vida.
Al principio, se recogió en sí misma, extraviándose en largos y solitarios paseos por el monte, en los cuales anhelaba encontrase de nuevo; absorbiéndose durante horas en la contemplación de un nido, de un castaño, o de las nubes del cielo. Aventuras todas ellas, que no experimentara desde la primera infancia.
Buscó aislarse de todo estímulo perturbador que pudiera arrancarla de la ansiada paz con la que la naturaleza y el aire puro comenzaban a sanar su espíritu. La soledad y el silencio no tardaron en dar sus frutos, y a los pocos meses de retiro, recobró la sonrisa y el amor por la vida. Esta era su historia.
Sin embargo, aquella mañana, la angustia regresó de otro tiempo lejano y se apoderó de su ánimo. Aquel confinamiento distaba mucho de su encierro espiritual voluntario. Amaba ahora más que nunca su libertad, y se desesperaba ante el leve pensamiento de perderla, aunque se tratara de un hurto temporal por parte de la naturaleza. Pero por encima de todo temor, toda aquella albura que rodeaba la casa evocó en ella un porvenir llano y exento de emociones. Y, mientras, continuaba nevando. En una hora la carretera desaparecería junto al campo, todo sepultado bajo el gélido aliento del invierno, cerrando así la única vía de escape y abandonándola allí, prisionera en su propio hogar, en medio de un universo níveo.
Presa de pavor, montó en su coche y tomó rumbo hacia el pueblo vecino. Las ruedas patinaban en el asfalto helado. Conducía en vilo, concentrada en no quebrar el fino equilibrio entre el acelerador y el freno, ya que uno y otro recobraban entonces, como nunca, la eterna lid entre fuerzas antagónicas, entre la acción y la reacción que, cual amor y odio, se medían entre sí con riesgo de desatar el caos. Y el caos aguardaba en una curva cerrada, un giro del destino que trastornó sus planes y arrojó el automóvil al ribazo de la carretera. En balde intentó devolverlo a la calzada, cuanto más aceleraba, más ahondaban los neumáticos en la nieve terrosa.
Entonces, como un ser prehistórico, surgió una figura de la ventisca. Una sonrisa que se iba perfilando en la espesa bruma que envolvía la escena. Un aparecido de la nada que, como ángel custodio, bajaba del cielo para sacarla del atolladero. ¡Y qué sonrisa! Ni el frío ni la nieve que le cubría de la cabeza a los pies podían someterla.
- ¿Puedo ayudarte? - la interrogó, inclinándose hacia la ventanilla.
- No puedo salir de aquí. - respondió ella, sin soltar el volante.
Los ojos de aquel hombre brillaban como las cumbres de las montañas en una mañana despejada. No se hizo de rogar. Ante la estupefacción de ella, abrió el maletero del vehículo y buscó con que ayudarse para despejar la nieve que envolvía las ruedas. Al cabo de unos minutos, se le oyó gritar:
- ¡Acelere!
Ella pisó el pedal y el auto amagó con liberarse de la trampa.
- ¡Acelere un poco más! ¡Un poco más! ... ¡Vamos, maldita sea! ¡Acelere! - bramó, como un animal herido.
Tres o cuatro empellones de acelerador más y el coche regresó a la carretera. Delante de sí enfilaba una larga recta hasta el pueblo, sin más curvas donde volver a entramparse.
- Muchas gracias, no sé cómo pagarle su ayuda...
- Ahora ya es usted libre de nuevo. - replicó él, clavando su mirada y sonrisa en ella.
- ¿Quiere que le acerque al pueblo?
- Gracias, pero no siempre se gana a la ruleta de la Fortuna...
- No me importa correr el riesgo.
. No desearía que ganara la banca
- ¿Por qué?
- Porque - y se acercó al cristal de la ventanilla, tanto que ella creyó que se iba a meter en el coche por ella - lo perdería usted todo, señora... - y, sin esperar a que ella pronunciara otra palabra más, volvió a difuminarse en la bruma, igual que había venido.
Al llegar al pueblo, se detuvo ante un control de la guardia rural. Por las calles del pueblo también se cruzó con varias patrullas. Sin duda, la guarnición se había movilizado ante las inclemencias de la nevada.
Condujo hasta el hostal, donde se alojó en una cálida habitación con vistas a la plaza mayor. Allí se hospedaría mientras durara la nevada, hasta que la nieve se fundiese y reapareciera la carretera. Necesitaba el calor de la civilización, por otra parte. Hacía tiempo que no conversaba con nadie, tan inmersa en su mundo había vivido desde que estrenara su nueva vida.
Con un vaso de vodka devolviéndole la sensibilidad de las manos, sintió ganas de sincerarse con la dueña del hostal, una mujer ya madura en años, que le inspiraba confianza. Muy lejos quedaban los advenedizos encuentros que abandonara en la ciudad, con quienes las palabras carecían de significado, impermeables a los sentimientos. Con aquella mujer se sintió segura, libre de todo examen y juicio. La nieve, la vida en el pueblo, el color de los campos, el manantial de la montaña, la rueda de molino,.. todo cobraba un valor especial, todo emergía como ambrosía que sólo unos privilegiados arribaban a saborear con los cinco sentidos. Charlaron hasta muy tarde y, cuando se despidieron para retirarse a dormir, le extrañó la agitación con la que aquella mujer cerraba la puerta, los postigos de las ventanas, clausurando la casa con meticulosidad.
- No vaya a ser que se nos meta en casa el demente ése que anda buscando la guardia - se explicó, ante la mirada interrogante de su huésped.
- ¿Un demente?
- Sí hija, sí, un loco muy peligroso que se ha fugado esta mañana del sanatorio. Pero no temas, que si se atreve a asomarse, no le lucirá bien el pelo - concluyó la casera, esgrimiendo un gran cuchillo de cocina.
Aquella noche, apenas pudo conciliar el sueño. Los efluvios del vodka, el fortuito encuentro en medio de la nieve, la ruleta de la Fortuna, aquella enigmática mirada, la noticia de la evasión del psicópata..., formaron un combinado demasiado fuerte para el sosegado espíritu que había ido cultivando en los últimos meses.
Durante los tres días que duró el temporal, en el pueblo no se hablaba sino de la fuga del manicomio. En un lugar donde nunca acaece nada de importancia, la población se olvidaba por unos días de las comidillas de vecinos que adornaban sus vidas cotidianas para departir de un asunto de verdad, de los que terminan por atraer a la prensa.
Ella, sin embargo, ocultó el extraño encuentro que había tenido en la nieve. Sentía un fuerte presagio. Tan poderoso, que sentía que todo le daba vueltas alrededor doquiera que recordase aquella mirada, aquellas coléricas voces que se ahogaban en la compacta quietud circundante.
De vuelta a su casa, el corazón le latía cada vez más fuerte cuanto más se aproximaba. A lo lejos distinguió el penacho de humo que vomitaba la chimenea. Sus sentidos se erizaron. Detuvo el coche en la puerta principal. Unos ojos brillantes como los rayos del sol que atraviesan un lago, y una sonrisa imborrable se asomaban a través de una ventana.
Comprendió entonces que le faltaba algo en la nueva vida que había adoptado. No podía cortar abruptamente con su pasado, porque extrañaba el apego al riesgo, el jugarse el cuello en todo momento. Y había que estar muy loca para enfrentarse, día a día, con la incertidumbre de la vida, que gira y da premios, o se lo lleva todo de golpe, como en una ruleta de la Fortuna.
Un abrazo
domingo, 24 de abril de 2016
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