Querido amigo:
Acabo de llegar a casa después de haber pasado fuera buena parte del día. Hace unos pocos minutos, algo extraordinario me ha sucedido en el metro. Nada tiene de extraño que un músico irrumpa en un vagón con su acordeón o su guitarra ¿verdad? Sin embargo, sólo yo he reconocido el extraño instrumento que tocaba aquel músico, cuyos acordes han resucitado recientes acontecimientos, estremeciéndome de pies a cabeza.
Se me termina el tiempo, debo apresurarme a narrar cuanto creo poder recordar del viaje del que acabo de regresar. Tal vez, estas desesperadas confesiones puedan despertarme de este mal sueño en el que me hallo.
Como todos saben trabajo como físico en un laboratorio universitario, consagrado a la investigación de la fusión atómica. No puedo entretenerme en referir cómo hace unos meses concluí laboriosos cálculos según los cuáles, en resumen, hay un lugar en el planeta donde convergen el espacio y el tiempo.
Mis trabajos descansan en lugar seguro, ya que tuve la precaución de entregárselos a un colega, quien a su vez habrá iniciado una cadena de entregas de manera que, si algo llegara a sucederme, más de una veintena de científicos de todo el mundo podrían reconstruir juntos el fruto de varios años de esfuerzo.
Nada más determinar sobre el globo el lugar exacto donde confluyen espacio y tiempo, me tomé una semana para preparar el viaje y otra semana para llegar hasta allí. ¿Que adónde peregriné? La curiosidad, amigo mío, puede perjudicarte en extremo ¡no aciertas a imaginar de qué manera!
Digamos que me encontraba en medio de una estepa helada, con el corazón trepidante de emoción al vislumbrar a pocos kilómetros las cumbres donde me aguardaban maravillosas experiencias. Creía yo que allá donde el espacio y el tiempo se unen habrían de conjugarse el pasado, presente y futuro. Al fin y al cabo, nadie había publicado nada al respecto. Si alguien hubiera llegado hasta este remoto lugar, poblado por nativos nómadas de escasa formación científica, no constaba en los anales de la física.
Me encontraba, entonces, a punto de verificar el que podría convertirse en uno de los grandes descubrimientos de la humanidad. A lo lejos, divisé una caravana de nativos que se dirigía hacia los montes, y opté por alcanzarlos para interrogarles sobre las rutas más rápidas para alcanzar las cúspides.
En la ciudad más cercana, situada a casi 1.000 km de este lugar, había alquilado un todoterreno y me aprovisionado de combustible para acometer un trayecto cuatro veces mayor al que requería.
Aceleré y pronto llegué hasta los nativos, que al distinguir mi coche entre la nieve, detuvieron su marcha. Lejos de admitirme en la caravana, me imprecaron en su idioma. Ignorando qué confusión podría haber tenido lugar, hube de retornar a toda prisa al vehículo, pues los nativos habían comenzado a gritar y gesticular hasta un punto que temí ser agredido.
Huí hacia los montes, pensando que mi presencia podía haber sido interpretada como una amenaza entre aquellos pueblos trashumantes poco habituados a tratar con gentes de otras razas y civilizaciones. Aunque también podría ocurrir que, fuera lo que fuera se escondiera en lo alto de aquellos escarpados montes, tuviera un carácter sagrado para estas gentes, lo que explicaría su reacción ante mi, si llegaron a creer que me disponía a profanar el santo lugar.
Habría de manejarme con cuidado a partir de entonces, cuidándome de ocultar el coche y de borrar mis huellas. Aficionado al montañismo, he escalado por lugares mucho más peligrosos que estos montes. En realidad, conduje hasta cierta altura, quedándome un paseo de una hora o dos por entre enormes roquedales.
A la mañana siguiente, amaneció un día despejado. Me sentía en plenitud de fuerzas para emprender la aventura. A medida que me acercaba hacia mi objetivo, observé y anoté síntomas que anticipaban que aquel era el lugar, sin duda alguna, que señalaban mis cálculos. La brújula parecía haberse vuelto loca, las rocas autóctonas, el silencio y la ausencia de viento... Pero lo que me hizo comprender que había llegado al lugar fue ... ¡una llamada al celular!
Temblando de emoción, ignorando que ninguna operadora pudiera cubrir aquella ignota región, contesté. Voces de ayer se entremezclaron con voces que me reclamaban desde el mañana. Entonces escuché por primera vez los acordes del instrumento que acabo de reconocer en el metro hace tan sólo unos minutos.
Arrobado por la belleza de la melodía me aproximé confiado hacia la cumbre del monte, buscando por doquier un signo definitivo que pudiera acreditar en el próximo congreso mundial de Física, para demostrar al mundo la existencia de este especial paraje.
Ante mi desfilaron seres que ya sólo viven en mis sentimientos, pues ya han fallecido hace tiempo. Otros seres, desconocidos para mi, también se presentaron ante mi. ¿Del futuro? No pude averigüarlo, enseguida comprendí que aquel lugar estaba absorbiéndome la razón, y que, de permanecer más allí, jamás podría regresar.
Emprendía el camino de vuelta, aturdido por lo que ocurría a mi alrededor, cuando un pequeño se acercó a mi y me dijo algo que ha cambiado mi vida, tan grande, claro y evidente que parece increíble que la humanidad no haya caído antes en ello. Una revelación de una verdad cristalina y pura, tan humana y lógica que su uso me dota de un gran poder. Dudo que haya nadie tan sabio como yo en el mundo. Algún día, todos los seres humanos podrán beneficiarse de este secreto, pero yo debo callar y no alterar el curso de la Historia.
Ignoro qué consecuencias podría tener una revelación así en nuestros convulsos días. Las palabras de aquel niño me abrieron la mente y comprendí inmediatamente la razón por la que los nómadas se enfurecieron contra mí, intentando persuadirme de abortar mi exploración.
Corría un grave peligro, el tiempo se me agotaba y debía abandonar aquel lugar cuanto antes si no quería perecer, bien ante la locura o bien ante las tribus indígenas.
Tras muchas vicisitudes volví a pisar mi casa hace una semana. No ha pasado ni un sólo momento sin que no haya sentido la presencia de alguien. Sabría explicar lo que siento, pero no puedo. Ya no me queda tiempo, me han encontrado y de huir.
Sólo quiero que, quienquiera lea este testimonio, se abstenga de viajar al lugar de donde vengo. Correría un peligro innecesario del que no deseo responsabilizarme. Seas quien seas, olvida mis cálculos y olvídame. ¡No vayas! Recuerda ¡No vayas!
Ahora me despido, sin saber si volveré a veros. Eso sí, puedo demostrar físicamente que siempre estaré con vosotros. Algún día..., entonces, nos volveremos a encontrar...
Un abrazo
sábado, 16 de abril de 2011
domingo, 10 de abril de 2011
El ingenuo
Querido amigo:
Esta historia comenzó una madrugada de la primavera de uno de los años de hambre que sucedieron al término de la guerra civil.
Aquella noche, por las oscuras callejuelas de Carabanchel Alto deambulaba una pobre alma, desfallecida por no haber probado bocado desde hacía dos días.
En la cima de su desesperación, caliente el coraje por un par de chatos de mal vino, reunió la moral para derribar de una patada la puerta de la iglesia y allanar el suelo sagrado para desvalijar cinco pesetas del cepillo.
La mañana le sorprendió dormido al pie de una morera, con un fuerte dolor de cabeza y un vacío absimal en el estómago. Un mozo rayano en los veinte, desaliñado, analfabeto y hambriento, con cinco pesetas en el bolsillo.
Enseguida le invadió el tormento de la culpa. Robar era pecado. Robar a Dios, el peor de los pecados capitales. Condenado al infierno con tan sólo veinte abriles...
Más aún, más implacable que la justicia divina, pensó, caería sobre su persona la justicia de los hombres... Una pareja de la Benemérita apareció por una esquina... ¡Sintió tal pánico! ¡Seguro que le iban buscando!
A esas horas ya habrían descubierto el hurto. Alguien le habría denunciado... No tenía otra alternativa que huir, huir tan deprisa como le llevaran sun flacas piernas... ¿Pero adónde? La sierra. Allí se perdería de la sociedad, moraría oculto entre la espesura, libre aunque culpable.
Durante años sobrevivió como pudo, torturado por terribles jaquecas, el castigo que había de padecer por su pecado.
Recuerdan los más ancianos del barrio, que hasta 1948 Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo formaban sendos municipios independientes de la vecina Madrid. En dicho año, Madrid fue extendiéndose hasta devorar a Carabanchel, que pasaría a integrarse como un barrio más de la gran urbe.
Los años pasaron, el mozo envejeció sin poder desprenderse de la culpa que cargara desde que desvalijara el cepillo de aquella iglesia. Inmerso en las entrañas de Guadarrama, no había vuelto a tener contacto con la civilización, de la que se escondía para evitar la tortura, el juez y la cárcel. Sin embargo, tantos años de soledad habían obrado milagros. La convivencia íntima con la naturaleza serrana fortaleció su espíritu. Después de tantos inviernos al borde de la muerte, a qué podía temer nuestro aguerrido ladronzuelo.
A mediados de los años ochenta, decidió que había llegado el momento de expiar su culpa ante Dios y ante los hombres. Un día de invierno, regresó a Madrid. Se puede imaginar la impresión que le causaron los extraordinarios cambios experimentados por la capital. Tanto tráfico, tanta gente, tanto ruido, tanta confusión...
Al caer la tarde ya andaba por las calles de Carabanchel, sin reconocer apenas el lugar de donde huyera hacía casi cuarenta años. Buscaba la iglesia donde había cometido el robo para confesar su delito antes de entregarse a la justicia. Aunque fuera lo último que hiciera, devolvería con creces las cinco pesetas con las que había cargado durante tantos años.
Buscó sin saber por dónde empezar. Preguntó por la iglesia, pero los transeúntes rehuían detenerse a responder a un vagabundo, tal lamentable aspecto mostraba.
Al final, topó con una iglesia, cuya arquitectura no se parecía ni de lejos a la que él recordara en sus remordimientos. Desesperado, accedió a ella y preguntó por el cura. El cura se presentó ante el vagabundo vestido sin sotana ¡no podía ser el cura! Pues sí, por increíble que pareciera, aquel joven de larga melena era el párroco de aquella iglesia.
Arrodillándose ante el perplejo sacerdote obrero, el hombre de la sierra refirió su hurto y tendió un puñado de monedas oxidadas. El cura observó la antigüedad de las monedas, y creyó en cuanto le confesaba aquel pobre diablo. T
us pecados están perdonados, ve en paz. El ignorante salió aliviado de la extraña iglesia, dudando aún si aquel que decía ser el párroco, sin sotana, era en realidad un sacerdote.
En cualquier caso, se plantó ante el primer guardia que encontró y le rogó lo detuviese por haber cometido un grave robo. Sorprendido, el guardia lo introdujo en el coche patrulla y lo condujo a un ambulatorio para que recibiera tratamiento médico.
Durante dos días permaneció internado, sometido a continuas pruebas médicas. Su relato le granjeó el cariño de los médicos y enfermeros, que no daban crédito ante la ingenuidad del "abominable" hombre de la Sierra.
Los periódicos acudieron al ambulatorio para entrevistarle. Su historia fue revelada a todo el país por Informe Semanal. Nuestro pobre viejo vino a saber que su delito había expirado y que, si Dios le había perdonado, podía estar tranquilo de que los jueces no le condenarían. Al salir del ambulatorio, aseado y con ropa limpia, no supo adónde ir.
Desapareció como tantos otros. Unos dicen que lo vieron mendigar por las calles del barrio, otros aseguran haberlo visto errar por las cumbres de la Sierra. Sólo él sabe que nunca más volvió a padecer jaquecas.
Un abrazo
Esta historia comenzó una madrugada de la primavera de uno de los años de hambre que sucedieron al término de la guerra civil.
Aquella noche, por las oscuras callejuelas de Carabanchel Alto deambulaba una pobre alma, desfallecida por no haber probado bocado desde hacía dos días.
En la cima de su desesperación, caliente el coraje por un par de chatos de mal vino, reunió la moral para derribar de una patada la puerta de la iglesia y allanar el suelo sagrado para desvalijar cinco pesetas del cepillo.
La mañana le sorprendió dormido al pie de una morera, con un fuerte dolor de cabeza y un vacío absimal en el estómago. Un mozo rayano en los veinte, desaliñado, analfabeto y hambriento, con cinco pesetas en el bolsillo.
Enseguida le invadió el tormento de la culpa. Robar era pecado. Robar a Dios, el peor de los pecados capitales. Condenado al infierno con tan sólo veinte abriles...
Más aún, más implacable que la justicia divina, pensó, caería sobre su persona la justicia de los hombres... Una pareja de la Benemérita apareció por una esquina... ¡Sintió tal pánico! ¡Seguro que le iban buscando!
A esas horas ya habrían descubierto el hurto. Alguien le habría denunciado... No tenía otra alternativa que huir, huir tan deprisa como le llevaran sun flacas piernas... ¿Pero adónde? La sierra. Allí se perdería de la sociedad, moraría oculto entre la espesura, libre aunque culpable.
Durante años sobrevivió como pudo, torturado por terribles jaquecas, el castigo que había de padecer por su pecado.
Recuerdan los más ancianos del barrio, que hasta 1948 Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo formaban sendos municipios independientes de la vecina Madrid. En dicho año, Madrid fue extendiéndose hasta devorar a Carabanchel, que pasaría a integrarse como un barrio más de la gran urbe.
Los años pasaron, el mozo envejeció sin poder desprenderse de la culpa que cargara desde que desvalijara el cepillo de aquella iglesia. Inmerso en las entrañas de Guadarrama, no había vuelto a tener contacto con la civilización, de la que se escondía para evitar la tortura, el juez y la cárcel. Sin embargo, tantos años de soledad habían obrado milagros. La convivencia íntima con la naturaleza serrana fortaleció su espíritu. Después de tantos inviernos al borde de la muerte, a qué podía temer nuestro aguerrido ladronzuelo.
A mediados de los años ochenta, decidió que había llegado el momento de expiar su culpa ante Dios y ante los hombres. Un día de invierno, regresó a Madrid. Se puede imaginar la impresión que le causaron los extraordinarios cambios experimentados por la capital. Tanto tráfico, tanta gente, tanto ruido, tanta confusión...
Al caer la tarde ya andaba por las calles de Carabanchel, sin reconocer apenas el lugar de donde huyera hacía casi cuarenta años. Buscaba la iglesia donde había cometido el robo para confesar su delito antes de entregarse a la justicia. Aunque fuera lo último que hiciera, devolvería con creces las cinco pesetas con las que había cargado durante tantos años.
Buscó sin saber por dónde empezar. Preguntó por la iglesia, pero los transeúntes rehuían detenerse a responder a un vagabundo, tal lamentable aspecto mostraba.
Al final, topó con una iglesia, cuya arquitectura no se parecía ni de lejos a la que él recordara en sus remordimientos. Desesperado, accedió a ella y preguntó por el cura. El cura se presentó ante el vagabundo vestido sin sotana ¡no podía ser el cura! Pues sí, por increíble que pareciera, aquel joven de larga melena era el párroco de aquella iglesia.
Arrodillándose ante el perplejo sacerdote obrero, el hombre de la sierra refirió su hurto y tendió un puñado de monedas oxidadas. El cura observó la antigüedad de las monedas, y creyó en cuanto le confesaba aquel pobre diablo. T
us pecados están perdonados, ve en paz. El ignorante salió aliviado de la extraña iglesia, dudando aún si aquel que decía ser el párroco, sin sotana, era en realidad un sacerdote.
En cualquier caso, se plantó ante el primer guardia que encontró y le rogó lo detuviese por haber cometido un grave robo. Sorprendido, el guardia lo introdujo en el coche patrulla y lo condujo a un ambulatorio para que recibiera tratamiento médico.
Durante dos días permaneció internado, sometido a continuas pruebas médicas. Su relato le granjeó el cariño de los médicos y enfermeros, que no daban crédito ante la ingenuidad del "abominable" hombre de la Sierra.
Los periódicos acudieron al ambulatorio para entrevistarle. Su historia fue revelada a todo el país por Informe Semanal. Nuestro pobre viejo vino a saber que su delito había expirado y que, si Dios le había perdonado, podía estar tranquilo de que los jueces no le condenarían. Al salir del ambulatorio, aseado y con ropa limpia, no supo adónde ir.
Desapareció como tantos otros. Unos dicen que lo vieron mendigar por las calles del barrio, otros aseguran haberlo visto errar por las cumbres de la Sierra. Sólo él sabe que nunca más volvió a padecer jaquecas.
Un abrazo
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