lunes, 27 de febrero de 2012

En un futuro no muy lejano

Querido amigo:

En un futuro no muy lejano, habría un país poblado de gente muy variopinta. Había unos pocos que se aprovechaban de la buena fe de la mayoría. Esos pocos, muy pocos en realidad, se habían hecho dueños de casi todo el país; vivían a lo grande y no pensaban más que en sí mismos.

Mientras tanto, el resto del país trabajaba para ellos; soñando siempre que con sumo esfuerzo y voluntad, los asuntos del país mejorarían. Pero sólo mejoraban unos pocos, los de siempre, y los que trabajaban sentían ir cada día a peor.

Cierto día, los pobres convocaron una huelga muy especial: se abstendrían de consumir más allá de lo necesario para sobrevivir. Nada de caprichos durante la huelga, huelga de lujos. Como los pobres eran mayoría en el país, no tardaron en sentirse las consecuencias.

Las tiendas de moda abrían sus puertas, pero nadie entraba en ellas aparte de los dependientes. Con los bares, las pastelerías, las librerías, los concesionarios de coches, las mueblerías, etc... ocurrió otro tanto. Los centros comerciales se vaciaron por completo. No se encendían televisores ni radios.

La gente acudía a los trabajos, pero fuera de ellos se cuidaba de comprar nada que no fuera absolutamente necesario. Así, de vez en cuando se dejaba ver alguien por la panadería, o por el mercado, o por la farmacia, o por la gasolinera...

Nadie se manifestaba ni armaba alboroto alguno. Todo lo contrario, reinaba una calma celestial.

Muchos negocios optaron por cerrar mientras durara la huelga de consumo. Sólo permanecían abiertos los comercios estrictamente necesarios, sólo funcionaban los servicios estrictamente necesarios. Nadie se quejaba.

Los pobres resistían la huelga con dignidad, pese a que no les resultaba nada fácil renunciar a ciertos caprichillos. Sin embargo, unos pocos en ese país lamentaban cuanto ocurría, ya que les apetecía seguir dándose la gran vida y no había dónde encontrar algún lujillo, por nimio que fuese. Y no sólo eso, lo peor era que la casi total ausencia de consumo iba mermando sus nutridos bolsillos, porque esos pocos poseían la mayor parte de los negocios del país.

La huelga tuvo efectos muy positivos. Como casi no había trabajo que hacer, los trabajadores salían a su hora, y disponían de mucho tiempo libre que disfrutar con sus seres queridos. Las calles aparecían más limpias de lo normal, porque ya nadie fumaba ni tenía papeles que arrojar a ellas. También el medio ambiente agradeció la huelga, porque apenas había tráfico. Las avenidas que otrora siempre se congestionaban, apenas veían pasar un puñado de coches al día. Por una vez se pudo disfrutar del placer de ir en bicicleta a cualquier parte, sin correr el riesgo de verse arrollado por un vehículo. La tranquilidad y la dieta frugal también mejoraron la salud y los nervios de los ciudadanos, que dejaron de tener prisa para hacer sus cosas. Además, todos vivían con tanta sencillez que hasta los mendigos se sintieron integrados, unos más de la sociedad. Nadie se iba de vacaciones a la playa, porque en la ciudad ahora se vivía tan bien, que era como estar en el campo ¡qué necesidad había de irse a descansar a otro lugar! Reinaba la armonía, la fraternidad. Se sonreía por las calles, se silbaba en cada esquina.

La huelga de consumo tuvo tanto éxito, que los pobres decidieron que vivirían así permanentemente.

¡Ni hablar! se indignaron los gobernantes del país, a la sazón los más acaudalados. Dictaron leyes que prohibían secundar la huelga, pero no se les ocurrió pensar quién las iba a imponer. En efecto, la policía o el ejército carecían de sentido, pues nunca aquel país había gozado de tanta paz. Ningún guardia iba a forzar a nadie a comprarse ropa, pasteles o a beberse un refresco.

Los gobernantes comprendieron entonces que la anarquía se había instaurado en la nación, que el poder que pudieran haber albergado antaño, ese poder del que habían abusado tantas veces en su propio egoísmo y egocentrismo, ya no existía. El pueblo sabía lo que tenía que hacer, no necesitaba a nadie que gobernara, sabía organizarse a sí mismo.

Pasarían los años y todo habría cambiado por completo. La vegetación más frondosa y hermosa crecía por calles y avenidas donde antaño circulaban coches. Nadie sabía quién mandaba en aquel país, si es que alguien mandaba. La gente disfrutaba del tiempo, dejaba rienda suelta a su inspiración artística y se reunían para conversar muy a menudo, para contarse cuentos, para cantar o hacer deporte.

Todo esto ocurrirá, amigo mío, en un futuro no muy lejano. Tal vez antes de lo que crees, tal vez cuando nos despertemos ...

Un abrazo

domingo, 19 de febrero de 2012

Sobre la Libertad

Querido amigo:

Una mañana de domingo, dos individuos asaltaron y secuestraron al Padre Pau cuando éste se dirijía a dar misa a su parroquia. Aquella mañana los feligreses extrañaron la ausencia del célebre predicador. Acudían por cientos a su parroquia, sedientos de sus sermones rupturistas, rebosantes de libertad, que le valían las agrias críticas de los sectores más conservadores de la iglesia.

El Padre Pau fue drogado y conducido a un zulo. Sus secuestradores le acompañaban al despertar, con el rostro velado con pañuelos. Casto y Pura militaban en una congregación muy puritana, observadora de una férrea moral y celosa de los valores tradicionales.

Pau pasó 40 días y 40 noches encerrado. Durante aquel cautiverio, su Fe se puso a prueba. Sus captores no ansiaban otro fin que socavar su moral progresista y "transgresora". Casto y Pura consideraban al Padre Pau como un astuto oportunista, cuyas homilías se alejaban de la moral tradicional para atraer a una mayoría de feligreses débiles y carentes de valores. Los devotos secuestradores se escandalizaban de las opiniones que Pau vertía sobre el matrimonio, el sexo y la libertad. En aquel sacerdote se encarnaba el mismísimo Satanás, un enemigo de la sociedad.

A través del respiradero de su zulo, el Padre Pau podía escuchar a Casto y Pura. Él trabajaba en una fábrica, mientras que ella ejercía de ama de casa. Rezaban apenas levantarse, durante las silenciosas colaciones, antes de acostarse. Casto se pasaba el resto del tiempo criticando al mundo que les rodeaba. Pura obedecía sumisa, si bien en ella palpitaba una semilla de oculta disconformidad que le hacía avergonzarse de sí misma.

El Padre Pau escuchaba el televisor al poco de que Casto se despidiera para ir a la fábrica cada mañana. A Pura le deleitaban ciertos programas, no precisamente "puros y castos".

El Padre Pau también oraba. Oraba mucho, porque en su oración sentía su propia libertad, inalienable y sagrada. La privación de espacio a la que le habían condenado no retenía más que su cuerpo, pero su espíritu volaba por místicas verdes praderas, libre de toda atadura. Su Fe le liberaba.

Pura suspiraba ante los seriales de televisión, de amantes incomprendidos y sueños sin cumplir. Luego, como arrepentida de sus pecaminosas debilidades, apagaba el televisor y rezaba hasta que regresaba Casto.

Así pasaron los cuarenta días, sin que los secuestradores apenas intercambiaran palabras con su forzado invitado. Pasado este tiempo, un día sin más, el Padre Pau encontró abierta la puerta de su zulo al despertar. No había ni rastro de sus captores.

El Padre Pau salió a una calle, no lejana de su parroquia. Por alguna razón no denunció a Casto y Pura, en quienes intuía dos almas atormentadas. Regresó a sus quehaceres cotidianos.

No pasó mucho tiempo cuando recibió una voz familiar en su confesionario. Casto nunca supo que el Padre Pau escuchaba sus confesiones. Recibió la absolución por actos que en nada parecían pecados a oídos y juicio del Padre Pau, pero que sin embargo torturaban la conciencia de aquel secuestrador frustrado.

Casto enumeró una larga lista de "faltas". Se arrepentía de ver hermosura en mujeres, de no luchar lo suficiente por la moral y el alma de la sociedad. Aunque Casto no lo mencionó en su confesión, el Padre Pau le absolvió por su desprecio a la libertad que Dios le había concedido, por cuestionar la voluntad del Creador al condenar en sí mismo los instintos de la naturaleza humana con los que había sido bendecido y, sobre todo, por no amar.

Un abrazo

domingo, 5 de febrero de 2012

Soledad

Querido amigo:

¿Quién soy?

Soy el marino que contempla las estrellas en medio de un océano de soledad y misterio.

Soy el piloto de un avión que surca los aires a miles de pies sobre la Tierra, aislado de las decenas de pasajeros.

Soy el juez que retira a meditar la sentencia, mientras la expectación del público aguarda en la sala.

Soy el general acorralado que maneja los destinos sobre un mapa, en vísperas de la batalla.

Soy el solitario proyectista que se pregunta por la vida, en tanto que el público disfruta de la película.

Soy el vigilante del museo, que recorre los pasillos a oscuras, rodeado de arte y sueños.

Un abrazo