En un futuro no muy lejano, habría un país poblado de gente muy variopinta. Había unos pocos que se aprovechaban de la buena fe de la mayoría. Esos pocos, muy pocos en realidad, se habían hecho dueños de casi todo el país; vivían a lo grande y no pensaban más que en sí mismos.
Mientras tanto, el resto del país trabajaba para ellos; soñando siempre que con sumo esfuerzo y voluntad, los asuntos del país mejorarían. Pero sólo mejoraban unos pocos, los de siempre, y los que trabajaban sentían ir cada día a peor.
Cierto día, los pobres convocaron una huelga muy especial: se abstendrían de consumir más allá de lo necesario para sobrevivir. Nada de caprichos durante la huelga, huelga de lujos. Como los pobres eran mayoría en el país, no tardaron en sentirse las consecuencias.
Las tiendas de moda abrían sus puertas, pero nadie entraba en ellas aparte de los dependientes. Con los bares, las pastelerías, las librerías, los concesionarios de coches, las mueblerías, etc... ocurrió otro tanto. Los centros comerciales se vaciaron por completo. No se encendían televisores ni radios.
La gente acudía a los trabajos, pero fuera de ellos se cuidaba de comprar nada que no fuera absolutamente necesario. Así, de vez en cuando se dejaba ver alguien por la panadería, o por el mercado, o por la farmacia, o por la gasolinera...
Nadie se manifestaba ni armaba alboroto alguno. Todo lo contrario, reinaba una calma celestial.
Muchos negocios optaron por cerrar mientras durara la huelga de consumo. Sólo permanecían abiertos los comercios estrictamente necesarios, sólo funcionaban los servicios estrictamente necesarios. Nadie se quejaba.
Los pobres resistían la huelga con dignidad, pese a que no les resultaba nada fácil renunciar a ciertos caprichillos. Sin embargo, unos pocos en ese país lamentaban cuanto ocurría, ya que les apetecía seguir dándose la gran vida y no había dónde encontrar algún lujillo, por nimio que fuese. Y no sólo eso, lo peor era que la casi total ausencia de consumo iba mermando sus nutridos bolsillos, porque esos pocos poseían la mayor parte de los negocios del país.
La huelga tuvo efectos muy positivos. Como casi no había trabajo que hacer, los trabajadores salían a su hora, y disponían de mucho tiempo libre que disfrutar con sus seres queridos. Las calles aparecían más limpias de lo normal, porque ya nadie fumaba ni tenía papeles que arrojar a ellas. También el medio ambiente agradeció la huelga, porque apenas había tráfico. Las avenidas que otrora siempre se congestionaban, apenas veían pasar un puñado de coches al día. Por una vez se pudo disfrutar del placer de ir en bicicleta a cualquier parte, sin correr el riesgo de verse arrollado por un vehículo. La tranquilidad y la dieta frugal también mejoraron la salud y los nervios de los ciudadanos, que dejaron de tener prisa para hacer sus cosas. Además, todos vivían con tanta sencillez que hasta los mendigos se sintieron integrados, unos más de la sociedad. Nadie se iba de vacaciones a la playa, porque en la ciudad ahora se vivía tan bien, que era como estar en el campo ¡qué necesidad había de irse a descansar a otro lugar! Reinaba la armonía, la fraternidad. Se sonreía por las calles, se silbaba en cada esquina.
La huelga de consumo tuvo tanto éxito, que los pobres decidieron que vivirían así permanentemente.
¡Ni hablar! se indignaron los gobernantes del país, a la sazón los más acaudalados. Dictaron leyes que prohibían secundar la huelga, pero no se les ocurrió pensar quién las iba a imponer. En efecto, la policía o el ejército carecían de sentido, pues nunca aquel país había gozado de tanta paz. Ningún guardia iba a forzar a nadie a comprarse ropa, pasteles o a beberse un refresco.
Los gobernantes comprendieron entonces que la anarquía se había instaurado en la nación, que el poder que pudieran haber albergado antaño, ese poder del que habían abusado tantas veces en su propio egoísmo y egocentrismo, ya no existía. El pueblo sabía lo que tenía que hacer, no necesitaba a nadie que gobernara, sabía organizarse a sí mismo.
Pasarían los años y todo habría cambiado por completo. La vegetación más frondosa y hermosa crecía por calles y avenidas donde antaño circulaban coches. Nadie sabía quién mandaba en aquel país, si es que alguien mandaba. La gente disfrutaba del tiempo, dejaba rienda suelta a su inspiración artística y se reunían para conversar muy a menudo, para contarse cuentos, para cantar o hacer deporte.
Todo esto ocurrirá, amigo mío, en un futuro no muy lejano. Tal vez antes de lo que crees, tal vez cuando nos despertemos ...
Un abrazo