Querido amigo:
Una mañana de domingo, dos individuos asaltaron y secuestraron al Padre Pau cuando éste se dirijía a dar misa a su parroquia. Aquella mañana los feligreses extrañaron la ausencia del célebre predicador. Acudían por cientos a su parroquia, sedientos de sus sermones rupturistas, rebosantes de libertad, que le valían las agrias críticas de los sectores más conservadores de la iglesia.
El Padre Pau fue drogado y conducido a un zulo. Sus secuestradores le acompañaban al despertar, con el rostro velado con pañuelos. Casto y Pura militaban en una congregación muy puritana, observadora de una férrea moral y celosa de los valores tradicionales.
Pau pasó 40 días y 40 noches encerrado. Durante aquel cautiverio, su Fe se puso a prueba. Sus captores no ansiaban otro fin que socavar su moral progresista y "transgresora". Casto y Pura consideraban al Padre Pau como un astuto oportunista, cuyas homilías se alejaban de la moral tradicional para atraer a una mayoría de feligreses débiles y carentes de valores. Los devotos secuestradores se escandalizaban de las opiniones que Pau vertía sobre el matrimonio, el sexo y la libertad. En aquel sacerdote se encarnaba el mismísimo Satanás, un enemigo de la sociedad.
A través del respiradero de su zulo, el Padre Pau podía escuchar a Casto y Pura. Él trabajaba en una fábrica, mientras que ella ejercía de ama de casa. Rezaban apenas levantarse, durante las silenciosas colaciones, antes de acostarse. Casto se pasaba el resto del tiempo criticando al mundo que les rodeaba. Pura obedecía sumisa, si bien en ella palpitaba una semilla de oculta disconformidad que le hacía avergonzarse de sí misma.
El Padre Pau escuchaba el televisor al poco de que Casto se despidiera para ir a la fábrica cada mañana. A Pura le deleitaban ciertos programas, no precisamente "puros y castos".
El Padre Pau también oraba. Oraba mucho, porque en su oración sentía su propia libertad, inalienable y sagrada. La privación de espacio a la que le habían condenado no retenía más que su cuerpo, pero su espíritu volaba por místicas verdes praderas, libre de toda atadura. Su Fe le liberaba.
Pura suspiraba ante los seriales de televisión, de amantes incomprendidos y sueños sin cumplir. Luego, como arrepentida de sus pecaminosas debilidades, apagaba el televisor y rezaba hasta que regresaba Casto.
Así pasaron los cuarenta días, sin que los secuestradores apenas intercambiaran palabras con su forzado invitado. Pasado este tiempo, un día sin más, el Padre Pau encontró abierta la puerta de su zulo al despertar. No había ni rastro de sus captores.
El Padre Pau salió a una calle, no lejana de su parroquia. Por alguna razón no denunció a Casto y Pura, en quienes intuía dos almas atormentadas. Regresó a sus quehaceres cotidianos.
No pasó mucho tiempo cuando recibió una voz familiar en su confesionario. Casto nunca supo que el Padre Pau escuchaba sus confesiones. Recibió la absolución por actos que en nada parecían pecados a oídos y juicio del Padre Pau, pero que sin embargo torturaban la conciencia de aquel secuestrador frustrado.
Casto enumeró una larga lista de "faltas". Se arrepentía de ver hermosura en mujeres, de no luchar lo suficiente por la moral y el alma de la sociedad. Aunque Casto no lo mencionó en su confesión, el Padre Pau le absolvió por su desprecio a la libertad que Dios le había concedido, por cuestionar la voluntad del Creador al condenar en sí mismo los instintos de la naturaleza humana con los que había sido bendecido y, sobre todo, por no amar.
Un abrazo
domingo, 19 de febrero de 2012
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