sábado, 28 de julio de 2012

Verdad de dos secretos

Querido amigo:

Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos... Don Pascual siempre me decía lo mismo cada vez que me veía. 


Su sotana negra se encuentra entre mis más tempranos recuerdos. Su presencia me ha acompañado toda la vida, hasta que el año pasado, un catarro mal curado se lo llevó por delante. Desde entonces, mi padre y yo nos hemos encontrado muy, muy solos.

Pero comencemos por donde hemos de empezar... por la verdad... No faltemos a la verdad.

Es verdad que mi madre murió durante mi parto, no hay duda de ello. No guardo recuerdo alguno de ella, ni siquiera un retrato. Y si le preguntaba a papá por ella, nunca sabía qué contarme. Así pues, papá fue padre y madre a un mismo tiempo.

Mi padre era el médico de la comarca, una de las más recónditas de un profundo valle, a una jornada de camino de la capital de la provincia. Durante casi 40 años, todos los pacientes de las aldeas vecinas pasaron por sus manos, hasta que el año pasado se jubilara después de enterrar a Don Pascual. Papá fue su mejor amigo, y creo que nunca superó que un simple catarro le arrebatara a aquel santo.

Pero sigamos... Es verdad también que tres personas personas hubo presentes durante mi nacimiento. A parte de mi desventurada madre y de mi padre, que la asistió durante el parto, se hallaba presente Don Pascual, para confesarle y aplicarle los últimos sacramentos.

De ahí en adelante, papá se hizo cargo de mi.

Asimismo, la verdad es que  crecí con dos padres, uno espiritual y otro biológico. Don Pascual se pasaba luengas horas en nuestra casa, y durante largas temporadas yo pasaba más tiempo con él que con mi padre.

Hasta ahí llega cuanto supe sobre mí cuando aquel día se nos marchó Don Pascual por culpa de aquel dichoso catarro.

Durante el sepelio de Don Pascual, advertí que su tumba se abría bajo una humildísima cruz de hierro, cuyo único letrero rezaba... "María". Ahora María y Don Pascual descansarán juntos por toda la eternidad.

Papá se quedó solo y desconsolado.

Desde entonces, creo que se va muriendo de pena. La cabeza empieza a fallarle, mezcla escenas del pasado con las del presente. Me ha llegado a llamar Pascual varias veces...

Y yo voy comprendiendo, poco a poco, mi propia verdad, aunque ya no haya nada que hablar sobre ella. Y así, con los recuerdos que se confunden en la senil memoria de papá, puedo imaginar que...

... que una madrugada de invierno, hace 40 años, el nuevo párroco de la aldea se presentaba en casa del joven médico, recién destinado a la comarca. Que en la casa del cura había una mujer muy joven con muy fuertes dolores de parto. Se trataba de una humilde campesina de una aldea vecina, que cocinaba y limpiaba para el joven sacerdote, a la que apenas conocían los aldeanos porque durante meses no se había dejado ver fuera de casa. María debió ser su nombre. Que el parto se agravó por la falta de experiencia del joven médico y la infeliz murió al amanecer, dejándome en brazos de mi padre. Que aquella misma mañana, mi padre me entregó al joven médico para que me diera un nombre y unos apellidos. Que aquellos dos jóvenes guardarían un secreto hasta sus últimos días... uno callaría su paternidad, otro silenciaría la negligencia con la que inició su carrera.

Así entiendo mi verdad. La verdad cuya luz sólo logró eclipsar una amistad leal y eterna. Pero la vida de los hombres dista mucho de la eternidad, y el tiempo y la muerte vinieron a deslizar aquellos secretos, sin los cuáles yo hoy no sería quien soy. Es verdad que todos en la aldea quieren y respetan al hijo del antiguo médico, y todos en la aldea acudieron a despedir a Don Pascual, su amado e irreprobable pastor. Sin dos secretos por medio, todo hubiera sido muy distinto para el hijo de la pobre María...

Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos... 

Un abrazo

sábado, 21 de julio de 2012

El Peregrino

Querido amigo:

Cuentan que nací con los ojos muy abiertos, y que miraba todo y a todos con tal expresión y tanta curiosidad, que mis miradas suplían la falta de palabras.

Desde que brotó en mí el primer rayo de lucidez, a muy temprana edad, mostré preocupantes señales del mal que marcaría mi vida. Y es que, amigo, desde muy niño ya sentí en mí esa sed insaciable por conocer, por explorar y por descubrir. Una sed semejante a la del paciente aquejado de fiebres, en quien nunca es bastante el agua fresca para calmar su ardor. De igual manera, ardía en mi alma la necesidad de saber, y ningún conocimiento me satisfacía.

Preguntas y más preguntas me desvelaban día y noche: ¿Quién es Dios? ¿Por qué Don Fulano, que tantas fincas posee, no da de comer al Menganín, que anda medio muerto de hambre? ¿Qué hay más allá de las estrellas? ¿Qué tienen que ver los astros con que alguien nazca así o asá? ¿Por qué la Floja se marchó del pueblo? ¿Por qué el maestro no se saluda con el cura? ¿Quiénes son los ángeles? ¿Adónde se fue el abuelo? ¿Por qué el hijo de la Tomasa todavía se lo hace en los pantalones, con lo mayor que es? ¿Y si está loco, por qué le castigan cuando hace locuras, a sabiendas que no es dueño de sí? ¿Cuál es, entonces, su sentido en la vida? ¿Es libre? ¿Somos libres? ¿Por qué es pecado la lujuria? ¿Qué son el bien y el mal? ¿Dónde vivía antes de nacer?

Al principio, a todos sorprendían mis cuestiones mas, luego a luego, se cansaron de los aprietos y callejones sin salida adonde les conducían, y la gracia primera tornó en rechazo. ¿Y qué? ¿A ti qué se te anda con eso? - me respondían airadamente, despachándome a veces con un azote. ¡A callar! ¡Los niños no hablan de cosas de mayores!

Cuando crecí y me hice mayor, tampoco supieron responderme. De ahí, amigo, que la soledad me haya acompañado desde muy tierna infancia. Soledad, mi sabia compañera, la que nunca me miente.

Supongo que, con las pistas que te he dado, a estas alturas ya deducirás en qué he devenido... Efectivamente, nací peregrino y moriré tal. Tan pronto pude valerme por mí mismo, me despedí de mi familia y quité mi tierra natal para emprender un camino que, sinceramente, no sabía a qué parte habría de llevarme.

Los peregrinos perdemos toda nacionalidad, siempre vamos de paso. Poco a poco olvidamos nuestras raíces y hasta nuestro idioma, mientras que aprendemos otras lenguas y adoptamos otras costumbres. Recorremos un camino, ese camino que nos aloja va respondiendo a las preguntas que nadie sabía responder. Respuestas que suscitan nuevas preguntas...

Descubrí caminando que el ¿Por qué? mueve el mundo, mientras que el ¿Y qué? lo detiene. Descubrí que la verdadera sabiduría radica en aquello que aprendemos por nosotros mismos, no en lo que nos cuentan los demás. Descubrí que hay sabios que no saben leer ni escribir. Descubrí que el camino tiene piedras, y que si he tropezado alguna vez con ellas, otras personas también podrán tropezar: la tolerancia. Descubrí la Libertad cuando acepté que tropezar es humano. Descubrí que hay muchos, muchos caminos que llevan al Amor. Descubrí que el Tiempo es consustancial al alma, y que cualquier persona puede concentrarse y transformar el Tiempo a su antojo. Descubrí que no sabía distinguir entre el Bien y el Mal, que no podía juzgar a nada o a nadie, y que si el sentido humano de Justicia es relativo, el Amor, por el contrario, es absoluto.

Descubro muchas cosas cada día, en mi camino, mi hogar. ¿Qué me espera al final del camino? La Libertad, el Amor ¿la Nada, quizás? ¿otra Vida?

Paso a paso, sin curarme de marchar deprisa o lento, de la soledad o el silencio, siempre llevado de la Fe de que encontraré algo o a alguien que me sacará un poco más de mi ignorancia, que calmará mi sed de saber, por un camino repleto de preguntas, hacia un fin sin determinar. Amigo, quien quiera que seas, no creo volver para contarte qué hay al fin del camino, habrás de explorarlo por ti mismo, porque, aunque no emprendas la marcha, a fin de cuentas humano eres y, por tanto, peregrino.

Un abrazo