Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos... Don Pascual siempre me decía lo mismo cada vez que me veía.
Su sotana negra se encuentra entre mis más tempranos recuerdos. Su presencia me ha acompañado toda la vida, hasta que el año pasado, un catarro mal curado se lo llevó por delante. Desde entonces, mi padre y yo nos hemos encontrado muy, muy solos.
Pero comencemos por donde hemos de empezar... por la verdad... No faltemos a la verdad.
Es verdad que mi madre murió durante mi parto, no hay duda de ello. No guardo recuerdo alguno de ella, ni siquiera un retrato. Y si le preguntaba a papá por ella, nunca sabía qué contarme. Así pues, papá fue padre y madre a un mismo tiempo.
Mi padre era el médico de la comarca, una de las más recónditas de un profundo valle, a una jornada de camino de la capital de la provincia. Durante casi 40 años, todos los pacientes de las aldeas vecinas pasaron por sus manos, hasta que el año pasado se jubilara después de enterrar a Don Pascual. Papá fue su mejor amigo, y creo que nunca superó que un simple catarro le arrebatara a aquel santo.
Pero sigamos... Es verdad también que tres personas personas hubo presentes durante mi nacimiento. A parte de mi desventurada madre y de mi padre, que la asistió durante el parto, se hallaba presente Don Pascual, para confesarle y aplicarle los últimos sacramentos.
De ahí en adelante, papá se hizo cargo de mi.
Asimismo, la verdad es que crecí con dos padres, uno espiritual y otro biológico. Don Pascual se pasaba luengas horas en nuestra casa, y durante largas temporadas yo pasaba más tiempo con él que con mi padre.
Hasta ahí llega cuanto supe sobre mí cuando aquel día se nos marchó Don Pascual por culpa de aquel dichoso catarro.
Durante el sepelio de Don Pascual, advertí que su tumba se abría bajo una humildísima cruz de hierro, cuyo único letrero rezaba... "María". Ahora María y Don Pascual descansarán juntos por toda la eternidad.
Papá se quedó solo y desconsolado.
Desde entonces, creo que se va muriendo de pena. La cabeza empieza a fallarle, mezcla escenas del pasado con las del presente. Me ha llegado a llamar Pascual varias veces...
Y yo voy comprendiendo, poco a poco, mi propia verdad, aunque ya no haya nada que hablar sobre ella. Y así, con los recuerdos que se confunden en la senil memoria de papá, puedo imaginar que...
... que una madrugada de invierno, hace 40 años, el nuevo párroco de la aldea se presentaba en casa del joven médico, recién destinado a la comarca. Que en la casa del cura había una mujer muy joven con muy fuertes dolores de parto. Se trataba de una humilde campesina de una aldea vecina, que cocinaba y limpiaba para el joven sacerdote, a la que apenas conocían los aldeanos porque durante meses no se había dejado ver fuera de casa. María debió ser su nombre. Que el parto se agravó por la falta de experiencia del joven médico y la infeliz murió al amanecer, dejándome en brazos de mi padre. Que aquella misma mañana, mi padre me entregó al joven médico para que me diera un nombre y unos apellidos. Que aquellos dos jóvenes guardarían un secreto hasta sus últimos días... uno callaría su paternidad, otro silenciaría la negligencia con la que inició su carrera.
Así entiendo mi verdad. La verdad cuya luz sólo logró eclipsar una amistad leal y eterna. Pero la vida de los hombres dista mucho de la eternidad, y el tiempo y la muerte vinieron a deslizar aquellos secretos, sin los cuáles yo hoy no sería quien soy. Es verdad que todos en la aldea quieren y respetan al hijo del antiguo médico, y todos en la aldea acudieron a despedir a Don Pascual, su amado e irreprobable pastor. Sin dos secretos por medio, todo hubiera sido muy distinto para el hijo de la pobre María...
Que Dios nos perdone, hijo mío. Reza por mí, hijo mío. Reza por tu padre, que te quiere mucho. Reza por todos, hijo, reza por todos...
Un abrazo