Querido amigo:
Se encontraban sentados en un velador de una apacible cafetería.
Ella desangraba su alma herida, pero él se distraía con cuanto les rodeaba... y sin saberlo, hendía cada vez más en ella el puñal de la rutina.
Una camarera de bailarinas caderas, una gota de café que resbalaba por el borde de la taza, las vetas del mármol del velador, el tic-tac del reloj... y una lágrima rodando por la mejilla derecha de su esposa. Sólo entonces reaccionó él, y se apresuró a sacar el pañuelo para secársela... Pero se detuvo a medias, aquejado de un repentino mareo que le nubló la vista.
Apenas tuvo él tiempo de reponerse, ella ya se había levantado y abandonado el café, dejando un portazo tras de sí. Él se incorporó para seguirla, mas todo a su alrededor se oscureció.
- ¡No veo! ¡No puedo ver! -balbució.
Ciego le condujeron a un hospital, donde le inspeccionó un oftalmólogo. A su juicio no había lesión alguna... ¿está usted seguro de no ver nada?
Nada, como una noche profunda, como las entrañas del mundo... como su propio corazón. ¡Nada! Todo había desaparecido, se sentía el último hombre del planeta.
- Por favor, se lo ruego, no deje de hablar... - imploró él - Doctor, si usted calla me ahogaré en el silencio... !y creo enloquecer!
Tan pronto la avisaron del súbito mal que había cegado a su marido, ella corrió al hospital. Allí lo halló, lo habían sentado en una solitaria sala de espera, a media luz, envuelto en un silencio sepulcral. Él sintió el aroma de ella, pero no las lágrimas que enturbiaban sus hermosos ojos.
- Por favor, háblame, no dejes de hablarme... te lo ruego.
Y ella quiso obedecerle, pero no supo qué decir. Le tomó de la mano y, en silencio, volvieron a casa. Aquel día ella no pronunció palabra. Ni aquel día, ni los que siguieron. Había perdido la voz, la lengua se le había paralizado, los reproches con los que hubiera querido castigar a su esposo se acumulaban en su laringe, cual fétido tapón de cañería.
Al borde de la desesperación, él se asió a la palabra.
- ¿Me oyes, al menos?
Cuando todo había desaparecido, intuía con más intensidad que nunca que ella, y sólo ella, y nadie más en el mundo, prestaba atención a sus palabras; y que esa intuición le sostenía a la vida con un hilo de seda.
- Las palabras... Esperamos tanto de ellas, que casi siempre decepcionan. Pero ahora, sólo las palabras me acercan a ti.
A tientas, encontró las manos de su esposa, y permanecieron allí juntos, redescubriendo la textura de sus pieles, empapándose con el olor corporal de cada uno, escuchando sus respiraciones, los látidos del corazón, los rumores del espíritu... hasta que la madrugada se adormeció y despertó otro día.
- Quisiera saber expresarte lo que las palabras jamás podrán confesarte... Las palabras siempre cubren la pureza del alma con un velo; a veces, un velo alegre, otras pesimista. El cerebro obra como un trillo con los sentimientos, y las palabras trilladas nunca saben igual que un beso, una caricia, un suspiro.
Él habló y habló como nunca antes había hablado. Ella callaba, como nunca antes había callado. Él ciego, ella muda. Tan sólo se tenían el uno al otro.
Y pasaron largas horas en silencio, y otras tantas escuchándose, y algunas más en las que él se internaba en el fango de un pantano, hundiéndose palabra a palabra, hasta el cuello. Tantas horas compartieron, que el calor de los abrazos, el alivio de los besos... terminó por disolver los reproches que bloqueaban la garganta de ella.
- Creo... - acertó a pronunciar, no sin esfuerzo.
Y entonces él sintió un destello, un relámpago que por unos brevísimos instantes, iluminó la estancia.
Ella comprendió que se le desagarrotaba la lengua, pero ya no deseaba hablar, sino cantar... Y cantó, sin palabras, cantó y cantó una melodía que surgía del jardín de su espíritu, donde florecían tantas tesituras como sentimientos.
No hicieron falta las palabras, pero ella supo de corazón que él por fin había recobrado la luz.
Un abrazo
domingo, 24 de marzo de 2013
domingo, 10 de marzo de 2013
Las fiestas de Belchite
Querido amigo:
A los quince años sentí la vocación exploradora. La rutina, lo cotidiano, me hastiaban al extremo y la sed de experiencias me devoraba el espíritu. Un chico de ciudad, cuya vida había pasado del colegio a casa y de casa al colegio... Y en mi interior florecía el instinto del hombre que llegaría a ser, rompiendo la cáscara que protege la pureza de toda niñez.
Por ello, las fiestas del pueblo se convertían en la rampa que me catapultaba al mundo grosero y dionisíaco, transgresor e ilimitado.
Y mi primo mayor y yo salíamos a recorrer las peñas. Yo temblaba de emoción al traspasar los umbrales de la perversión... Siempre con cierto resquemor... ¿y si nos despachaban al vernos tan niños, con esa pelusilla que oscurecía nuestros labios superiores? ¿si me veían con mis gafas de pasta, que me conferían ese aire de ingenuo empollón, recién caído del guindo...? Pero no, el diablo siempre se esmera con los novatos, los agasaja, los ensalza... hasta que le venden su alma...
Una chica de aquella peña nos ofreció asiento en unos sofás desvencijados, y al poco regresó con dos botellines de Ambar, la cerveza cuyo sabor empapó mi paladar de por vida... Aún hoy, cuando recuerdo aquellas escenas, creo saborearla... He probado muchas cervezas en mi vida, cervezas de malta, de trigo, afrutadas, de abadía, etc... pero para mí ya no habrá otro sabor que el de la Ambar con la que vendí mi alma al diablo, el sabor que me rejuvenece cual fuente de la Eternidad, el aroma amargo que despierta mi memoria.
La música heavy de los grupos aragoneses apenas me permitía escuchar los latidos de mi corazón. Todo vibraba, desde nuestro sofá, pasando por el camastro donde una pareja se besaba como si anhelaran fundirse en el crisol de su lujuria, hasta los banderines de España y Aragón que salpicaban el techo de cañizo de aquella peña juvenil improvisada en un corral.
Mi primo se encendió un pitillo, aunque creo que aún no se tragaba el humo. Yo rehusé fumar, nunca me agradó el tabaco.
Al salir de aquella peña, la noche ya había caído sobre el pueblo. El cierzo despertaba en aquella primera semana de Septiembre, y creo haber confundido la realidad, de tan mareado como me había dejado aquella cerveza y el volumen del heavy metal. Aún con todo, a la luz de las farolas, las calles de Belchite se me antojaban distintas, como si la irrealidad se hubiera adueñado del pueblo mientras nos encontrábamos en la peña. Reflejos, la alegre jácara de una charanga lejana (hoy no puedo escuchar una charanga sin que se me humedezcan los ojos de nostalgia), el rumor de las ramas de los árboles mecidas por el viento, el furor de una moto a todo gas, la mezcla de conversaciones de la terraza del café Sevilla... Las miradas de la gente con quienes nos cruzábamos, que parecían escrutarnos, adivinando que volvíamos de las cavernas del pecado.
Y ella... El verano había bronceado su rostro... Yo andaba loco por una de las Reinas de las Fiestas, una morena guapísima en cuya presencia olvidaba las palabras y entraba en una especie de trance que me obnubilaba, que me impedía pronunciar algo inteligente y racional... Claro que ella tenía dieciséis años y yo tan sólo quince... Cuando tienes quince años, una chica de dieciséis te parece toda una mujer hecha y derecha, madura y sensata, mientras que yo me rebajaba unos 80.000 años en la Historia, y me convertía en un estúpido primate, capaz de colgar de un árbol, correr delante de las vaquillas, profiriendo gritos inarticulados, nadando en el océano del sinsentido que separaba al niño del hombre,
Pero el diablo no descansa, y en otra peña me acercaron otra Ambar... y a medida que la apuraba, mi Reina se disipaba y yo me elevaba a los paraísos de Baco; es más, yo me erigía en el mismísimo Baco, dueño y señor de la fiesta...
Así pasamos la noche, de peña en peña, mi primo y yo, mano a mano de botellín en botellín, de canción en canción, recorriendo las asoladas calles del pueblo viejo, tropezando entre los escombros de nuestra infancia olvidada, bajo un firmamento sembrado de estrellas, las mismas que han visto y verán las generaciones pasar...
Y no miento si confieso que en aquellos instantes, rodeados del silencio sepulcral del Belchite bombardeado, cabalgué a lomos del tiempo... Y el pasado y mi presente se confundieron en mi alma etílica, y fui todos y nadie en aquel instante...
De vuelta de aquel misterio, la claridad del alba despuntaba por oriente, y mi primo y yo seguíamos a la charanga, bailando como dos muertos vivientes... Yo no podía beber ni una sola cerveza más... Pero a la Diana Floreada siempre la agasajan con moscatel y magdalenas... Hice honor a la tradición y me bebí el moscatel, intentando tragarme la magdalena, que se aferraba a mi garganta como si fuera de lija.
El calor del sol nos devolvió a la realidad, y ésta pintaba calamitosa. El estómago me hervía y mi cabeza parecía un sonajero... El diablo, entonces, halló la oportunidad que había estado esperando durante toda la noche... Yo no era Baco, ni siquiera su sombra... La carcajada de Satanás me rompía el corazón... ¡bienvenido a la edad adulta! Me senté en el peldaño del portal de la casa de la abuela a ver pasar el mundo a mi alrededor...
Los sones de la charanga se alejaron, llevándose consigo la alegría de mi espíritu, fundiéndose con el gélido cierzo matinal, sones de nostalgia, promesas incumplidas de un avenir incierto...
Un abrazo
A los quince años sentí la vocación exploradora. La rutina, lo cotidiano, me hastiaban al extremo y la sed de experiencias me devoraba el espíritu. Un chico de ciudad, cuya vida había pasado del colegio a casa y de casa al colegio... Y en mi interior florecía el instinto del hombre que llegaría a ser, rompiendo la cáscara que protege la pureza de toda niñez.
Por ello, las fiestas del pueblo se convertían en la rampa que me catapultaba al mundo grosero y dionisíaco, transgresor e ilimitado.
Y mi primo mayor y yo salíamos a recorrer las peñas. Yo temblaba de emoción al traspasar los umbrales de la perversión... Siempre con cierto resquemor... ¿y si nos despachaban al vernos tan niños, con esa pelusilla que oscurecía nuestros labios superiores? ¿si me veían con mis gafas de pasta, que me conferían ese aire de ingenuo empollón, recién caído del guindo...? Pero no, el diablo siempre se esmera con los novatos, los agasaja, los ensalza... hasta que le venden su alma...
Una chica de aquella peña nos ofreció asiento en unos sofás desvencijados, y al poco regresó con dos botellines de Ambar, la cerveza cuyo sabor empapó mi paladar de por vida... Aún hoy, cuando recuerdo aquellas escenas, creo saborearla... He probado muchas cervezas en mi vida, cervezas de malta, de trigo, afrutadas, de abadía, etc... pero para mí ya no habrá otro sabor que el de la Ambar con la que vendí mi alma al diablo, el sabor que me rejuvenece cual fuente de la Eternidad, el aroma amargo que despierta mi memoria.
La música heavy de los grupos aragoneses apenas me permitía escuchar los latidos de mi corazón. Todo vibraba, desde nuestro sofá, pasando por el camastro donde una pareja se besaba como si anhelaran fundirse en el crisol de su lujuria, hasta los banderines de España y Aragón que salpicaban el techo de cañizo de aquella peña juvenil improvisada en un corral.
Mi primo se encendió un pitillo, aunque creo que aún no se tragaba el humo. Yo rehusé fumar, nunca me agradó el tabaco.
Al salir de aquella peña, la noche ya había caído sobre el pueblo. El cierzo despertaba en aquella primera semana de Septiembre, y creo haber confundido la realidad, de tan mareado como me había dejado aquella cerveza y el volumen del heavy metal. Aún con todo, a la luz de las farolas, las calles de Belchite se me antojaban distintas, como si la irrealidad se hubiera adueñado del pueblo mientras nos encontrábamos en la peña. Reflejos, la alegre jácara de una charanga lejana (hoy no puedo escuchar una charanga sin que se me humedezcan los ojos de nostalgia), el rumor de las ramas de los árboles mecidas por el viento, el furor de una moto a todo gas, la mezcla de conversaciones de la terraza del café Sevilla... Las miradas de la gente con quienes nos cruzábamos, que parecían escrutarnos, adivinando que volvíamos de las cavernas del pecado.
Y ella... El verano había bronceado su rostro... Yo andaba loco por una de las Reinas de las Fiestas, una morena guapísima en cuya presencia olvidaba las palabras y entraba en una especie de trance que me obnubilaba, que me impedía pronunciar algo inteligente y racional... Claro que ella tenía dieciséis años y yo tan sólo quince... Cuando tienes quince años, una chica de dieciséis te parece toda una mujer hecha y derecha, madura y sensata, mientras que yo me rebajaba unos 80.000 años en la Historia, y me convertía en un estúpido primate, capaz de colgar de un árbol, correr delante de las vaquillas, profiriendo gritos inarticulados, nadando en el océano del sinsentido que separaba al niño del hombre,
Pero el diablo no descansa, y en otra peña me acercaron otra Ambar... y a medida que la apuraba, mi Reina se disipaba y yo me elevaba a los paraísos de Baco; es más, yo me erigía en el mismísimo Baco, dueño y señor de la fiesta...
Así pasamos la noche, de peña en peña, mi primo y yo, mano a mano de botellín en botellín, de canción en canción, recorriendo las asoladas calles del pueblo viejo, tropezando entre los escombros de nuestra infancia olvidada, bajo un firmamento sembrado de estrellas, las mismas que han visto y verán las generaciones pasar...
Y no miento si confieso que en aquellos instantes, rodeados del silencio sepulcral del Belchite bombardeado, cabalgué a lomos del tiempo... Y el pasado y mi presente se confundieron en mi alma etílica, y fui todos y nadie en aquel instante...
De vuelta de aquel misterio, la claridad del alba despuntaba por oriente, y mi primo y yo seguíamos a la charanga, bailando como dos muertos vivientes... Yo no podía beber ni una sola cerveza más... Pero a la Diana Floreada siempre la agasajan con moscatel y magdalenas... Hice honor a la tradición y me bebí el moscatel, intentando tragarme la magdalena, que se aferraba a mi garganta como si fuera de lija.
El calor del sol nos devolvió a la realidad, y ésta pintaba calamitosa. El estómago me hervía y mi cabeza parecía un sonajero... El diablo, entonces, halló la oportunidad que había estado esperando durante toda la noche... Yo no era Baco, ni siquiera su sombra... La carcajada de Satanás me rompía el corazón... ¡bienvenido a la edad adulta! Me senté en el peldaño del portal de la casa de la abuela a ver pasar el mundo a mi alrededor...
Los sones de la charanga se alejaron, llevándose consigo la alegría de mi espíritu, fundiéndose con el gélido cierzo matinal, sones de nostalgia, promesas incumplidas de un avenir incierto...
Un abrazo
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