Querido amigo:
A los quince años sentí la vocación exploradora. La rutina, lo cotidiano, me hastiaban al extremo y la sed de experiencias me devoraba el espíritu. Un chico de ciudad, cuya vida había pasado del colegio a casa y de casa al colegio... Y en mi interior florecía el instinto del hombre que llegaría a ser, rompiendo la cáscara que protege la pureza de toda niñez.
Por ello, las fiestas del pueblo se convertían en la rampa que me catapultaba al mundo grosero y dionisíaco, transgresor e ilimitado.
Y mi primo mayor y yo salíamos a recorrer las peñas. Yo temblaba de emoción al traspasar los umbrales de la perversión... Siempre con cierto resquemor... ¿y si nos despachaban al vernos tan niños, con esa pelusilla que oscurecía nuestros labios superiores? ¿si me veían con mis gafas de pasta, que me conferían ese aire de ingenuo empollón, recién caído del guindo...? Pero no, el diablo siempre se esmera con los novatos, los agasaja, los ensalza... hasta que le venden su alma...
Una chica de aquella peña nos ofreció asiento en unos sofás desvencijados, y al poco regresó con dos botellines de Ambar, la cerveza cuyo sabor empapó mi paladar de por vida... Aún hoy, cuando recuerdo aquellas escenas, creo saborearla... He probado muchas cervezas en mi vida, cervezas de malta, de trigo, afrutadas, de abadía, etc... pero para mí ya no habrá otro sabor que el de la Ambar con la que vendí mi alma al diablo, el sabor que me rejuvenece cual fuente de la Eternidad, el aroma amargo que despierta mi memoria.
La música heavy de los grupos aragoneses apenas me permitía escuchar los latidos de mi corazón. Todo vibraba, desde nuestro sofá, pasando por el camastro donde una pareja se besaba como si anhelaran fundirse en el crisol de su lujuria, hasta los banderines de España y Aragón que salpicaban el techo de cañizo de aquella peña juvenil improvisada en un corral.
Mi primo se encendió un pitillo, aunque creo que aún no se tragaba el humo. Yo rehusé fumar, nunca me agradó el tabaco.
Al salir de aquella peña, la noche ya había caído sobre el pueblo. El cierzo despertaba en aquella primera semana de Septiembre, y creo haber confundido la realidad, de tan mareado como me había dejado aquella cerveza y el volumen del heavy metal. Aún con todo, a la luz de las farolas, las calles de Belchite se me antojaban distintas, como si la irrealidad se hubiera adueñado del pueblo mientras nos encontrábamos en la peña. Reflejos, la alegre jácara de una charanga lejana (hoy no puedo escuchar una charanga sin que se me humedezcan los ojos de nostalgia), el rumor de las ramas de los árboles mecidas por el viento, el furor de una moto a todo gas, la mezcla de conversaciones de la terraza del café Sevilla... Las miradas de la gente con quienes nos cruzábamos, que parecían escrutarnos, adivinando que volvíamos de las cavernas del pecado.
Y ella... El verano había bronceado su rostro... Yo andaba loco por una de las Reinas de las Fiestas, una morena guapísima en cuya presencia olvidaba las palabras y entraba en una especie de trance que me obnubilaba, que me impedía pronunciar algo inteligente y racional... Claro que ella tenía dieciséis años y yo tan sólo quince... Cuando tienes quince años, una chica de dieciséis te parece toda una mujer hecha y derecha, madura y sensata, mientras que yo me rebajaba unos 80.000 años en la Historia, y me convertía en un estúpido primate, capaz de colgar de un árbol, correr delante de las vaquillas, profiriendo gritos inarticulados, nadando en el océano del sinsentido que separaba al niño del hombre,
Pero el diablo no descansa, y en otra peña me acercaron otra Ambar... y a medida que la apuraba, mi Reina se disipaba y yo me elevaba a los paraísos de Baco; es más, yo me erigía en el mismísimo Baco, dueño y señor de la fiesta...
Así pasamos la noche, de peña en peña, mi primo y yo, mano a mano de botellín en botellín, de canción en canción, recorriendo las asoladas calles del pueblo viejo, tropezando entre los escombros de nuestra infancia olvidada, bajo un firmamento sembrado de estrellas, las mismas que han visto y verán las generaciones pasar...
Y no miento si confieso que en aquellos instantes, rodeados del silencio sepulcral del Belchite bombardeado, cabalgué a lomos del tiempo... Y el pasado y mi presente se confundieron en mi alma etílica, y fui todos y nadie en aquel instante...
De vuelta de aquel misterio, la claridad del alba despuntaba por oriente, y mi primo y yo seguíamos a la charanga, bailando como dos muertos vivientes... Yo no podía beber ni una sola cerveza más... Pero a la Diana Floreada siempre la agasajan con moscatel y magdalenas... Hice honor a la tradición y me bebí el moscatel, intentando tragarme la magdalena, que se aferraba a mi garganta como si fuera de lija.
El calor del sol nos devolvió a la realidad, y ésta pintaba calamitosa. El estómago me hervía y mi cabeza parecía un sonajero... El diablo, entonces, halló la oportunidad que había estado esperando durante toda la noche... Yo no era Baco, ni siquiera su sombra... La carcajada de Satanás me rompía el corazón... ¡bienvenido a la edad adulta! Me senté en el peldaño del portal de la casa de la abuela a ver pasar el mundo a mi alrededor...
Los sones de la charanga se alejaron, llevándose consigo la alegría de mi espíritu, fundiéndose con el gélido cierzo matinal, sones de nostalgia, promesas incumplidas de un avenir incierto...
Un abrazo
domingo, 10 de marzo de 2013
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