sábado, 27 de abril de 2013

La mujer ideal

Querido amigo:

En algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba creyó haber despertado. La oscuridad y el silencio le rodeaban y se sintió completamente extraviado, ajeno, alienado.

A tientas se sentó en el lecho. Palpando en la nada, avanzó, buscando una luz en una noche sin luna ni estrellas.

Desesperado por el insomnio, esperaría hasta que amaneciera, hasta que la penumbra violácea de la aurora animara cuanto le rodeaba como prólogo del primer rayo de sol.

Y en aquel silencio, reparó en su respiración, en el tacto de la tela del pijama en su piel, en la frialdad del piso sobre el que reposaban sus pies desnudos. Descubrió el pequeño universo que mora en las madrugadas pues, poco a poco, del silencio emergían crujidos, pasos, latidos, roces y... pensamientos.

Así fue como se apareció el espectro de la fantasía, una mujer especial, ideal... Dormía a su lado. Él no podía verla en la oscuridad, mas recorrió su rostro con los dedos, suavemente, para no despertarla.

Contenía la respiración, concentrándose en ese rostro dormido. Como una larga peregrinación repasó la barbilla, los labios, la nariz, la frente, y luego siguió por un párpado, el pómulo, la mejilla, el hoyuelo de la sonrisa, la comisura de los labios, la otra mejilla, la oreja, el cabello... Perdió la noción del tiempo, extasiado por aquellas curvas, el vello de aquel rostro, los poros de aquella piel de seda.

Al llegar al otro ojo, se detuvo en seco... ¡Estaba abierto! ¡La mujer ideal se había despertado y le observaba en la oscuridad! Entonces, la Belleza, la Inteligencia, la Bondad latentes en aquella mujer ideal se incorporaron e iniciaron una virtuosa danza a su alrededor. Él no veía nada, pero lo sentía TODO.

El ritmo de la danza perfecta iba acelerándose, más y más, hasta desbordarle la fantasía... - ¡Para, detente! - imploró él, mientras la mujer ideal giraba a su alrededor, saltando del pasado al futuro como el fogonazo de una fotografía.

Hubo de hundirse en un desesperado vértigo para comprender que aquella mujer ideal, aquella musa que custodiaba la Belleza, la Inteligencia y la Bondad de su alma, no era sino fruto de su vigorosa fantasía, y que la danza se disiparía tan pronto amaneciera, so pena de que, en caso de no amanecer nunca, él desapareciera para siempre como víctima de su propia imaginación... pues sólo el hombre ideal puede casar con la mujer ideal... y él no era ideal...

Se concentró con todo el corazón en sus propias imperfecciones. Sólo en ellas podría salvarse. Se cubrió la cara con los dedos, y reconoció sus facciones, de relativa belleza; revivió las equivocaciones de su vida, los errores de su inteligencia; sondeó su alma y, más allá de sus deseos, burlas de los sentidos, distinguió nítidamente al Amor... y al Miedo. Ya medida que descubría que era de carne y hueso, que nada había de ideal en él, la danza de la mujer ideal se pausaba, se ahogaba en la oscuridad.

Cuando el alba despuntó con un delicado fulgor entre las persianas, el hombre imperfecto sintió el gozo. Como un peregrino en el desierto, sediento y agotado, él anhelaba la luz, y la luz descubrió el vero rostro de la mujer imperfecta que dormía profundamente a su lado. A ella sí la conocía, porque ella no era fruto de su fantasía. Ella era... nada más y nada menos... que Ella. Y como la conocía, la amaba... Atrás quedaba como un mal sueño, el espectro de la mujer ideal, que se había escapado de su fantasía en algún lugar, en algún momento entre el crepúsculo y el alba, rodeándole de silencio y oscuridad.

Un abrazo

domingo, 21 de abril de 2013

El anticuario

Querido amigo:

Esta es la historia de un anticuario vocacional. Uno de esos románticos cuya fantasía se inflamaba con los objetos del pasado que habían sobrevivido a sus dueños. Un cajón, una maleta de madera, unos anteojos, un reloj de bolsillo, una caja de rapé, una pitillera... Todo el establecimiento se retrotraía a los tiempos de los abuelos y los bisabuelos.

Desde niño había brotado en él tal vocación. Recordaba cómo le latía el corazón con fuerza cuando se acercaba al armario de la alcoba de sus abuelos, cuando abría algún cajón... Y dentro descubría una chistera desgastada, o fotografías familiares, algún bolso de la abuela en cuyo interior podría hallar un pañuelo perfumado, un misal, un rosario,... alguna moneda ya en desuso...

De aquellas largas conversaciones con sus abuelos, en las que les interrogaba sobre su niñez se alimentaba su otra pasión, la literatura. ¿Cómo era la casa donde habían nacido? ¿Cómo era la ciudad de Buenos Aires en aquellos tiempos? ¿Cómo llegaron los bisabuelos a Argentina?

La pequeña tienda del anticuario difería de las demás almonedas de todo Buenos Aires en que nuestro anticuario tenía por costumbre conservar cartas antiguas; cartas que luego regalaba a sus clientes; cartas donde alguien se sinceraba con alguien, donde se declaraban ardientes pasiones, donde se propinaban feroces bofetadas al destino.... Cartas tan vivas como un tango, música del pueblo para el pueblo, sin cuyas desdichadas diatribas no podía levantar el cierre cada mañana.

Así pues, cada vez que un cliente se llevaba algún artículo, el anticuario barajaba el montón de misivas y extraía una al azar. Y lo más sorprendente de todo era que aquella carta escrita por una mano casi cien años atrás, acertaba a llegar al corazón de su destinatario actual.

Una mujer que arrastraba problemas en su matrimonio leyó la carta que un soldado dirigía a su esposa desde el frente, disculpándose por cuanto sufrimiento le hubiera podido causar con sus veleidades y desatinos, en los momentos previos a una batalla de la que con casi toda probabilidad no saldría con vida... Y aquella mujer regresó a su casa con lágrimas en los ojos, y se abrazó a su marido y se lo comió a besos. Y en algún lugar del cielo, seguramente, aquel arrepentido soldado sonrió al verse completado el destino de aquellas palabras sinceras que le dictó el corazón con caligrafía temblorosa.

Los problemas de las personas apenas habían evolucionado. Nuestro anticuario lo sabía, y siempre que alguien le acusaba de vivir anclado en el pasado, el hundía la mano en el saco de las cartas y leía en voz alta... leía... leía... lo de siempre... El gallego que prometía a su novia que regresaría algún día, pronto... El hijo que pedía dinero a sus padres... La mujer que enviaba a la guerra la foto del hijo recién nacido de algún soldado... La novia cuyas lágrimas habían borrado la tinta de su añoranza... El hombre casado que rompía con su amante... El muchacho que enviaba su sueldo a casa... Los hermanos que discutían por una herencia... El mozo que se declaraba a la hija del médico.... y tantos dramas y alegrías que habían ido dejando sus huellas por los rincones de aquella gran ciudad.

En sus paseos por la misma, el anticuario buscaba dónde Don Mario fue detenido por la policía, dónde una tal Mariano perdió la documentación... En qué café se encontraron por primera vez Doña Visita y Don Virginio...

Y así, carta a carta, cliente a cliente, el anticuario iba desvelando las polvorientas capas que se amontonan en los cientos de años de la gran ciudad; donde cada esquina cuenta su propia historia, y décadas más tarde, esa historia sigue viviendo en algún alma descarriada de hoy en día. La gran ciudad, donde los novios se hacen fotos... se escriben e-mails.... Fotos y e-mails que, algún día andando el tiempo, consolarán a  los tataranietos en la vieja almoneda de algún anticuario vocacional, amante del aguardiente, de los buenos tangos y de la literatura.

Un abrazo