sábado, 21 de junio de 2014

El inquisidor

Querido amigo:

El ministro del Santo Oficio se retiró a descansar a su celda, tras una extenuante jornada de interrogatorios. El silencio reinaba en el convento, mas el fraile no logró conciliar el sueño, pues le atormentaban todavía los rostros de los presuntos herejes, el espanto de sus ojos, el temblor de sus voces, el pánico que les doblaba las piernas. Y su voz atronando en la sala, inquiriendo la verdad que ocultaban aquellos infelices corazones, acorralando al maligno que amenazaba la espiritualidad de toda la ciudad.

El fraile se mantenía firme delante de los ruegos y lágrimas de los acusados, ardides de Satanás para ablandar su fe e inducirle al pecado ¡a la herejía! Nadie burlaba al Santo Oficio, tarde o temprano los herejes se derrumbaban ante la visión del verdugo, y declaraban todas sus inicuas obras.

Al cabo de unas horas en duermevela, el fraile se incorporó de la tabla que hacía de cama, y encendió una vela. El resplandor proyectó su sombra por la pequeña celda, hasta iluminar el crucifijo que pendía del frío muro de piedra. Ante el mismo se arrodilló el insobornable fraile, encadenando un padrenuestro con otro. Aunque no rezaba con el corazón, pues sus labios recitaban la oración, pero su mente divagaba libre como un ave del campo.

Entonces, la imagen del Cristo se oscureció, deteniendo la inútil oración. La llama no se había apagado, pero su luz no alcanzaba al crucifijo. Extrañado, giró en torno a sí, y descubrió con horror que su sombra se había incorporado, se dirigía a la puerta de la celda y desaparecía por ella. Enfervorecido, corrió detrás de su sombra. Al abrir la puerta de la celda, ésta ya se deslizaba por el claustro, y salía a las oscuras calles de la ciudad.

Apretó el paso, tratando de no despertar a todo el convento, pues hubiera resultado difícil justificar su salida a aquellas horas de la madrugada. No faltarían quienes sugirieran que se había rendido al diabólico influjo de sus reos, y que participaba con ellos en terribles aquelarres a la clara luz de la luna. Y el simple recuerdo de las llamas de la hoguera devorando al hereje, el pensamiento de los alaridos que otras veces ni siquiera le habían inmutado, cobraban ahora una dimensión espantosa.

Se encontraba justo en el umbral de la puerta del convento, cuando tropezó de bruces contra una imagen de Cristo, que le miraba con gravedad... El inquisidor cayó al empedrado, el corazón parecía que se le iba a escapar del pecho. ¿Quién habría situado allí aquella imagen? Y le invadió la vergüenza, una  vergüenza tan profunda como si se hallara desnudo.

Preso del pánico saltó a las calles de la ciudad, al tiempo para divisar a su sombra desaparecer por el callejón que conducía a la antigua judería. La siguió sin alcanzarla hasta una casa, cuyas puertas se encontraban abiertas. Adentró no halló una misa negra, ni la profanación del pan y del vino, ni sacrificios de niños, ni conjuras al demonio, ni fornicaciones, ni los evangelios ardiendo en la chimenea... Sólo a una familia que lloraba porque él, el inquisidor, había ordenado el arresto del padre, acusándole de herejía.

Pero su sombra todavía no había concluido el Juicio. Aquella noche, la perseguiría de casa en casa, desde ricos palacios a míseros cobertizos, no había rincón en toda la ciudad donde no se lamentara el santo celo del Santo Oficio en su cruzada contra el mal. Ni ricos ni pobres, todos vivían amedrentados por la Inquisición y sus Autos de Fe. No había ni una sola familia en toda la ciudad que no tuviera a algún pariente en las cárceles del convento.

La sombra regresó a la celda, y el fraile tras ella. Ya no se encontraba la imagen de Cristo en la entrada. Reinaba el silencio. Amanecía.

El fraile creyó perder la cordura, tan fuertemente aprisionaba la vergüenza su corazón. Con ambas manos, aferró con fuerza el cordón de sus hábitos y se lo enrolló al cuello. Como dotadas de vida propia, sus manos tensaron el cordón con virulencia, y a medida que el oxígeno no acertaba a filtrarse por su garganta, sentía el alivio en su alma.

Morado como un manto de Semana Santa, en el último hilo de vida, el inquisidor reconoció el crucifijo de su celda, adonde había retornado la claridad de la vela, y sus manos cesaron de estrangularle. De rodillas, recobró el resuello, y levantando la mirada al Cristo, oró con todo su espíritu.

Unas horas más tarde, antes de que se reanudaran los juicios, descendió a las mazmorras y ordenó abrir los grilletes y liberar a todos los reos. Tanto le temían los carceleros que obedecieron sus extraños mandatos sin rechistar. Los torturados apenas si podían sostenerse unos a otros, y abrazados salieron a la claridad y frescura de la mañana. Volvieron a sus casas, y reemprendieron sus vidas.

En cuanto al fraile inquisidor, prendió fuego a todos los pliegos del archivo, donde se registraban las declaraciones extraídas con hierro y sangre. En pocos minutos, el convento entero ardía como una tea, y con él todos los inquisidores.

Se cuenta que algún viajero reconoció al fraile tiempo después, mendigando en medio de un bosque, vestido de harapos, lleno su cuerpo de yagas. Sin embargo, de primeras no le reconocieron, pues aquel mendigo mostraba un rostro beatífico, como un ángel, muy distinto de aquella mirada terrible que antaño condenaba sin piedad a todo sospechoso de vivir la vida a su manera.

Un abrazo

domingo, 8 de junio de 2014

Edificio en ruinas

Querido amigo:

Hay en el centro de la ciudad un viejo edificio que amenaza ruina desde hace muchos años. Se construyó hace ya más de un siglo, pero la ciudad evoluciona con los tiempos, y por ello el consistorio ha desestimado su restauración y ha ordenado su derribo. Los últimos habitantes -ya muy longevos- abandonaron el inmueble cabizbajos y llorosos, pues alguno de ellos había nacido entre sus paredes.

Tan pronto conocí la noticia, me preparé para una nueva exploración, antes de que la piqueta se lo llevara todo por delante. Aquella misma madrugada, me dejé caer por el barrio y aprovechando un momento en que nadie pasaba, forcé la puerta principal y me adentré en la oscuridad...

Soy un cazador de sentimientos, por si no os habéis dado cuenta. Pocos lo saben, pocos pueden sentirlo, pero doquiera una persona haya experimentado un sentimiento puro, prístino, intenso y casi ajeno a toda consciencia, queda una huella eterna. Así pues, las calles, las casas, las plazas y los lugares históricos de toda ciudad revelan un sinnúmero de sentimientos. Por ello, recorriendo la ciudad me asaltan estremecimientos repentinos allí donde haya surgido lo que yo denomino como "un ángel".

Por breves instantes, revivo aquello que sintió alguien en algún momento... Si bien me resulta imposible averiguar a quien pertenecieron los sentimientos. Sentimientos de amor profundo, de terror, de pena... salpican casi cada rincón de la ciudad. Sentimientos de odio, de muerte... en una ciudad golpeada varias veces por el espectro de la guerra. Sin embargo, los edificios antiguos concentran años y años de sentimientos desbordados.

Al adentrarme pude escuchar el llanto, el primer llanto de un recién nacido... Subí enseguida al segundo piso, y en el dormitorio principal las paredes aún rezumaban el sudor y los gritos contenidos de la parturienta. En las paredes ahora desnudas se destaca el claro donde en tiempos colgó un crucifijo. Y he escuchado la pasión de un pianista interpretando a Chopin, y en la escalera el primer beso de dos jóvenes... Y en casi todas las plantas del edificio se lloraron a los difuntos, y hasta me invadió el pánico cuando escuché un gran estruendo, como el de la bomba que cayó en el solar de atrás, y los gritos y los llantos que la siguieron...

Y qué decir de las paredes, donde se acumulan una sobre otra todas las capas de pintura de los distintos inquilinos, con sus secretos...

Todo esto desaparecerá con la piqueta, pero hay algo que no nos abandonará jamás, algo que los inquilinos del nuevo edificio que se levante en este solar ignoran... la vida y muerte de aquellos que les antecedieron en este lugar...

Un abrazo