Querido amigo:
El 18 de Julio de 1936, el señorito Eusebio hubo de refugiarse en un sótano porque las cosas tornaban muy feas para los señoritos. ¡Justo el día que pensaba dejar Madrid para veranear con los papás en San Sebastián! Sin embargo, el señorito Eusebio cambió de planes después de ver desfilar a las izquierdas por la Gran Vía desde uno de los balcones de la casa familiar.
Temeroso de que alguien le denunciara a los tribunales populares por monárquico, católico y..., también hay que confesarlo, por haberse aprovechado de más de una desgraciada de los barrios pobres; el señorito Eusebio huyó de su casa vestido con los trajes de Palomo, el conductor del coche de su papá.
Entre tanta agitación, nadie reparó en aquel joven que marchaba junto a la multitud enfervorecida, coreando los himnos anarquistas. Nadie reparó en aquel joven, ahora convertido en el camarada Pablo, a quien parecía que habían vestido sus enemigos, tan mal le quedaba el traje de Palomo. Se le había ocurrido rebautizarse como Pablo sobre la marcha, por aquello de la conversión de Saulo en San Pablo; y para disimular se había enrolado en las milicias de la CNT-FAI, pensando en fugarse y cambiarse de bando a la mínima oportunidad que acaeciese.
Aquella noche, el camarada Pedro la pasó en un sótano de la Cava Baja, donde los milicianos se emborrachaban para dar coraje a los que al día siguiente tenían que ir al frente de la Ciudad Universitaria. Allí conoció a la Flor de Azahar, una miliciana de la que se prendió perdidamente.
No había comenzado aún el mes de Agosto del mismo año, y los camaradas Pablo y Flor de Azahar ya se habían casado por un juez revolucionario. El señorito Eusebio... ¡perdón! ... el camarada Pablo era un moscardón capaz de todo por degustar el néctar de las flores...
Resultó que la camarada Flor de Azahar se había criado en la miseria, fregando escaleras desde que tenía uso de razón, sin otro sueño en su humilde vida que cambiar el mundo, nada más y nada menos, para convertirlo en un lugar justo y armonioso. La revolución prometía ese mundo feliz que tanto había anhelado, por lo que la camarada Flor de Azahar había comenzado por cambiarse el nombre (porque Fulgencia nunca le había gustado), alistarse a la CNT-FAI y casarse con el primer miliciano que le tiró los tejos en una noche de borrachera. Por una vez en sus 17 años se sentía feliz, enamorada y sonriente.
Todo el mundo conoce lo que vino después. Madrid y los madrileños fueron asediados, bombardeados, masacrados y llevados al borde de la extenuación. Durante aquellos tres largos años, al camarada Pablo no le sobraron ocasiones para desertar y cruzar las líneas para viajar a Francia con los papás, pero tal era el amor que sentía el Capullo (como le llamaban los demás milicianos, algo celosos) por Flor de Azahar, que no concebía separarse de ella por nada en el mundo.
El camarada Pablo había olvidado al señorito Eusebio de otrora, y llegó a soñar junto a su esposa que un mundo de anarquía era posible. Se había convertido en un verdadero miliciano cuando el sueño se acabó y, dada por perdida la contienda, se despidió a Flor de Azahar al pie del camión que se la llevaría a Alicante, preñada de ocho meses.
Sus planes se truncaron una vez más, ironías del destino ¡justo el día que pensaba dejar Madrid para embarcarse con ella hacia Orán! Aquel mismo día regresó a la casa de la Gran Vía, convertido de nuevo en el señorito Eusebio, después de rasurarse la poblada barba que le había ocultado las facciones durante los años de guerra. Asomado al balcón, contempló las banderas rojas y gualdas desfilar al son del Cara el Sol.
Unos días más tarde regresaron los papás de Francia, escandalizados por el estado ruinoso en el que había quedado España durante sus tres años de ausencia. Padres e hijo se fundieron en un fuerte y sentido abrazo. La vida volvía a su cauce para el señorito Eusebio, nadie sabía qué habría sido de los camaradas Capullo y Flor de Azahar. El primer domingo que volvió a pisar una iglesia, casi se desmayó al comulgar.
Durante años se preguntó qué habría sido de Flor de Azahar. Si habría llegado a Alicante, si se embarcaría hacia Argelia, qué habría sido del bebé que esperaba,... Emprendió discretas gestiones para lozalizar su paradero y, si bien su matrimonio había sido ilegalizado, al menos ayudarla económicamente.
Durante años se dejó llevar como un alma sin vida, mutilada... El orden y el decoro reinaban de nuevo en las calles, pero no en su corazón. La mamá del señorito Eusebio se preocupó mucho por la depresión en que la guerra había sumido a su hijo ¡pobrecito, cuánto habría sufrido! ... y le buscó una chica de buena familia, la señorita Aurorita, para que se casara y recobrase la ilusión.
Y cierto día de Julio que los señores don Eusebio y doña Aurora bajaban a dar un paseo con el carrito del señorito Pablito, su primogénito de un añito, tropezaron con la señora que fregaba la escalera..., junto a su hija de diez años.
Doña Aurora sintió que la mano de su esposo se enfriaba, helada. Unos instantes antes le había visto reír por última vez en su vida, con una gracia del señorito Pablito. Muchas veces vio a don Eusebio sonreír, pero jamás volvió a verle reír; ni sus manos volvieron a calentarse, ni siquiera en verano, ni al calor de la chimenea,... Don Eusebio no perdió aquel día su Fe, porque aquel día de Julio en el portal de su lujosa casa supo que existía un Dios de Amor, un Dios de Justicia que le había condenado de por vida por tantos pecados como había cometido antes de la guerra, y aún durante la misma. Condenado por un amor inmortal, justo, casi utópico... a un sueño sin despertar...
Un abrazo
lunes, 16 de enero de 2012
miércoles, 11 de enero de 2012
Un payaso
Querido amigo:
¿Te acuerdas de aquel payaso con quien tanto te reíste?
Como nos ocurre a casi todos, fue el último en darse cuenta de quien era y cuál era su vocación.
Ya desde niño se pintaba solo para desgañitar de risa a los vecinos del pueblecico donde nació. No importaba el lugar ni el momento, siempre terminaba por atraer la atención de todos. Nació con ese don, hacer reír a los demás. En la carnecería, en la panadería, en los plenos del ayuntamiento y hasta en los velatorios... ¿Y en el colegio?
El maestro le reñía por distraer a la clase, y en casa le regañaban porque no sacaba muy buenas notas. El pobre se pasaba las tardes delante de los libros para intentar aprenderse de memoria aquello que ni le interesaba ni comprendía.
Pasaron amargos años de estudio, y estudio y estudio... Un buen día salió de la Facultad de Matemáticas con un título en la mano, y una mueca cansada en el rostro. De aquella época no se acordaba mucho de todo lo que había aprendido estudiando, si no más bien de los buenos momentos vividos con los compañeros. ¡Cuántas anécdotas! ¡Cuántas ocurrencias! ¡Cuántas risas!
¿Y entonces qué? Tocaba trabajar.
Le escogieron para ejercer de cajero en un banco. Como no se le daban muy bien los números, tenía que hacer las cuentas muy despacio para no confundirse. Su jefe reparó pronto en su torpeza, pero también como les hacía reír a todos le había tomado un gran cariño. Además, la sucursal iba ganando muchos clientes, atraídos por ese cajero tan divertido...
También topaba de vez en cuando con gente muy seria que detestaba su buen humor. En realidad, esa gente sufría de otros problemas y por eso no tenían ganas de reírse; sólo de trabajar, trabajar y trabajar... Esas personas que nunca reían siempre aprovechaban cualquier oportunidad para ridiculizarle y hacerle ver lo mal cajero que era. - ¡Payaso! - le llamaban con desdén. Entonces se sentía muy triste, frustrado.
- ¡Payaso! ¡Payaso! ¡Payaso! -resonaba en su alma...
Una de esas personas tan serias trabajaba a su lado. ¡Qué facilidad de cálculo mental! Un verdadero genio de los números, capaz de terminar en una hora y sin calculadora todo el balance de la jornada, mientras que nuestro querido cajero se tenía que quedar el último hasta muy tarde para completar el suyo. Tan bueno era con los números esa persona tan seria, que no tardó en ser ascendido, y regañaba todos los días a nuestro cajero. Las jornadas laborales se convirtieron en un tormento.
Un día de esos en los que le habían echado una buena bronca, trabajaba en silencio sin atreverse a levantar la cabeza del papel. Una clienta le sacó de su ensimismamiento.
- ¡A ver si estamos atentos! - le gritó el jefe desde su despacho.
La clienta le presentó su cartilla, que apenas contaba con fondos para llegar a final de mes. El pobre cajero se compadeció tanto al ver el lamentable estado de la cuenta corriente de aquella clienta, que sacó fuerzas del corazón para hacerla marcharse con una sonrisa. Aquella clienta volvía cada semana y siempre se iba riendo, aunque su situación económica fuera de mal en peor.
Una tarde, al salir del banco, la clienta le esperaba en la puerta para invitarle a tomar algo, pues había conseguido un empleo y tenía que celebrarlo con alguien. ¡Con quién mejor que con el cajero que siempre le había hecho reír, haciéndola olvidar sus penurias!
No pasó mucho tiempo para que ambas almas solitarias se enamoraran y se hicieran novios. Ella trabajaba en un hospital infantil, y él acudía todas las tardes a esperarla a la salida de su turno. Allí apostado en la puerta del hospital se cruzaba con muchos niños que entraban con cara muy tristona, y a todos les hacía reír....
Fue entonces cuando comprendió por qué se sentía tan bien. El amor de su novia, y la plenitud que experimentaba cuando veía reír a aquellos niños. Ningunas matemáticas valían para despertar el buen humor en los espíritus sufrientes. Él había nacido con el don de divertir a los demás y no había porque avergonzarse de ello. El único motivo de vergüenza residía en el hecho de no haberse dado cuenta antes de dicho don.
Y por primera vez en su vida se sintió digno de ser un payaso.
Un abrazo
¿Te acuerdas de aquel payaso con quien tanto te reíste?
Como nos ocurre a casi todos, fue el último en darse cuenta de quien era y cuál era su vocación.
Ya desde niño se pintaba solo para desgañitar de risa a los vecinos del pueblecico donde nació. No importaba el lugar ni el momento, siempre terminaba por atraer la atención de todos. Nació con ese don, hacer reír a los demás. En la carnecería, en la panadería, en los plenos del ayuntamiento y hasta en los velatorios... ¿Y en el colegio?
El maestro le reñía por distraer a la clase, y en casa le regañaban porque no sacaba muy buenas notas. El pobre se pasaba las tardes delante de los libros para intentar aprenderse de memoria aquello que ni le interesaba ni comprendía.
Pasaron amargos años de estudio, y estudio y estudio... Un buen día salió de la Facultad de Matemáticas con un título en la mano, y una mueca cansada en el rostro. De aquella época no se acordaba mucho de todo lo que había aprendido estudiando, si no más bien de los buenos momentos vividos con los compañeros. ¡Cuántas anécdotas! ¡Cuántas ocurrencias! ¡Cuántas risas!
¿Y entonces qué? Tocaba trabajar.
Le escogieron para ejercer de cajero en un banco. Como no se le daban muy bien los números, tenía que hacer las cuentas muy despacio para no confundirse. Su jefe reparó pronto en su torpeza, pero también como les hacía reír a todos le había tomado un gran cariño. Además, la sucursal iba ganando muchos clientes, atraídos por ese cajero tan divertido...
También topaba de vez en cuando con gente muy seria que detestaba su buen humor. En realidad, esa gente sufría de otros problemas y por eso no tenían ganas de reírse; sólo de trabajar, trabajar y trabajar... Esas personas que nunca reían siempre aprovechaban cualquier oportunidad para ridiculizarle y hacerle ver lo mal cajero que era. - ¡Payaso! - le llamaban con desdén. Entonces se sentía muy triste, frustrado.
- ¡Payaso! ¡Payaso! ¡Payaso! -resonaba en su alma...
Una de esas personas tan serias trabajaba a su lado. ¡Qué facilidad de cálculo mental! Un verdadero genio de los números, capaz de terminar en una hora y sin calculadora todo el balance de la jornada, mientras que nuestro querido cajero se tenía que quedar el último hasta muy tarde para completar el suyo. Tan bueno era con los números esa persona tan seria, que no tardó en ser ascendido, y regañaba todos los días a nuestro cajero. Las jornadas laborales se convirtieron en un tormento.
Un día de esos en los que le habían echado una buena bronca, trabajaba en silencio sin atreverse a levantar la cabeza del papel. Una clienta le sacó de su ensimismamiento.
- ¡A ver si estamos atentos! - le gritó el jefe desde su despacho.
La clienta le presentó su cartilla, que apenas contaba con fondos para llegar a final de mes. El pobre cajero se compadeció tanto al ver el lamentable estado de la cuenta corriente de aquella clienta, que sacó fuerzas del corazón para hacerla marcharse con una sonrisa. Aquella clienta volvía cada semana y siempre se iba riendo, aunque su situación económica fuera de mal en peor.
Una tarde, al salir del banco, la clienta le esperaba en la puerta para invitarle a tomar algo, pues había conseguido un empleo y tenía que celebrarlo con alguien. ¡Con quién mejor que con el cajero que siempre le había hecho reír, haciéndola olvidar sus penurias!
No pasó mucho tiempo para que ambas almas solitarias se enamoraran y se hicieran novios. Ella trabajaba en un hospital infantil, y él acudía todas las tardes a esperarla a la salida de su turno. Allí apostado en la puerta del hospital se cruzaba con muchos niños que entraban con cara muy tristona, y a todos les hacía reír....
Fue entonces cuando comprendió por qué se sentía tan bien. El amor de su novia, y la plenitud que experimentaba cuando veía reír a aquellos niños. Ningunas matemáticas valían para despertar el buen humor en los espíritus sufrientes. Él había nacido con el don de divertir a los demás y no había porque avergonzarse de ello. El único motivo de vergüenza residía en el hecho de no haberse dado cuenta antes de dicho don.
Y por primera vez en su vida se sintió digno de ser un payaso.
Un abrazo
lunes, 2 de enero de 2012
La Vuelta al Mundo
Querido amigo:
Un estudiante de Estocolmo se aplicó a estudiar español, pues anhelaba disfrutar del privilegio de leer el Quijote tal y como surgió de la fantasía de Cervantes. Nuestro estudiante amaba hasta tal punto la literatura que comparaba la lectura de una traducción sueca del Quijote -por sobresaliente que fuera- con hacer el amor con preservativo.
Con los continuos viajes a España, el joven Friede se licenció en español y culminó su sueño literario, jurando después amor eterno a España y a la literatura de aventuras.
Pasaron los años y Friede Magnusen ingresó en el Comité Nobel, convirtiéndose en un referente de la literatura hispánica. Leía cuanta novedad se publicaba en España y en América Latina, sin menospreciar a ningún autor. Leía hasta las bitácoras que se publicaban en Internet, siguiendo incluso la pista de escritores a quienes los editores rechazaban la obra por carecer de proyección comercial. Estos últimos le interesaban aún más, pues en ellos latía el corazón indomable de la literatura.
En una ocasión descubrió una de estas bitácoras que iba narrando la vuelta al mundo. El autor anónimo había partido desde un pequeño pueblo aragonés, y se había propuesto recorrer el mundo a lo largo de un año entero. Desde la primera jornada del diario, en la que el autor ultimaba los preparativos en su casa de Belchite, Friede Magnusen se sintió atrapado por aquel estilo lleno de fuerza y pasión, cautivador tanto por la belleza y riqueza del idioma como por las aventuras que magistralmente describía.
Friede Magnusen siguió las tribulaciones del autor belchitano por África, Asia, Suramérica... Las noches bajo las estrellas en algún lugar del Atlas, el bullicio de Delhi, el viento de Doha, las cumbias de Bogotá, el amanecer en Vladivostok, el crepúsculo en Machu Pichu, el silencio de la isla de Pascua, la tensión del valle del Rif, el mar de Goa, la canoa del río Congo, los tigres de Bengala, el plato de hormigas de Addis Abeba, el salón de tango de Mendoza, el ron de la Manigua, el burdel de Cabinda, los aromas de Manaos, las profundas simas de Chengdu, el zoco de Erevan, la boda de San Francisco, el concierto de Isfahan,...
Cierto día de invierno, el autor belchitano escribía desde Estocolmo, y Friede Magnusen le escribió un comentario, invitándole a cenar en su casa, pues ardía en deseos de conocer personalmente a aquel literato viajero que tan buenos ratos de lectura le prodigaba. Señor de Belchite -le escribió- le sigo desde el primer día de su aventura, y debo confesarle que la lectura de su diario me revoluciona el espíritu, renaciendo en mi la esperanza en la Humanidad, el Arte y la Literatura, la cuál creí agotada antes de leerle a usted. Me honraría usted profundamente si aceptara mi humilde invitación a cenar, aprovechando su escala en mi ciudad de Estocolmo. Por favor, escríbame a fmagnusen@....
Pese a tal candidez en sus palabras, Friede Magnusen no obtuvo respuesta del viajero belchitano. No obstante, las publicaciones se sucedieron en la bitácora electrónica hasta que el escritor regresó a Belchite, desapareciendo sin dar más señales de vida. A Friede Magnusen le corroía la posibilidad de que un escritor de semejante talento cayera en el olvido, así que viajó a Belchite con el propósito de conocer al viajero y convencerle de que la calidad de su obra pertenecía al patrimonio de la Humanidad, por lo que debía publicarla.
Friede Magnusen llegó a Belchite en un coche de alquiler, tras un largo viaje desde Estocolmo. Su corazón palpitaba de emoción al descubrir las antiguas ruinas del pueblo viejo en medio de una extensa llanura. Recordó las descripciones que leyera en la bitácora del viajero, y sintió como si ya hubiera parado por allí antes; como si aquel remoto pueblo español le perteneciera desde la infancia.
Preguntó en un bar por el vecino que había dado la vuelta al mundo, pero nadie supo darle reseña alguna. Preguntó si vivía algún escritor en Belchite, pero nadie tenía constancia de que ningún belchitano fuera escritor. Friede Magnusen empezaba a perder la esperanza de encontrar a su viajero en Belchite. Paladeando un tinto de la tierra, pensaba que cabía la posibilidad de que el viajero escribiera desde algún otro lugar de España, que no residiera en Belchite.
Cuando iba a pagar el vino se le acercó un señor, que se presentó como el médico del pueblo. Había salido un momento de su consulta porque había oído en la sala de espera que sus pacientes comentaban que había llegado un forastero al pueblo, preguntando por un escritor que había dado la vuelta al mundo. Creo saber a quien busca usted. Si tiene la bondad de seguirme -indicó el doctor, que condujo a Friede Magnnusen hasta una casa situada en las inmediaciones del bar. El doctor llamó a la puerta. Una señora abrió y les invitó a pasar. Subieron las escaleras y en el piso de arriba, en una alcoba, Friede Magnusen descubrió a un hombre sentado en una silla de ruedas, escribiendo una página en una bitácora de Internet.
Friede Magnusen regresó a Estocolmo sin haber persuadido al escritor belchitano de que publicara sus cuentos. Desde aquel primer viaje a Belchite, Friede Magnusen volvió todos los años, consciente de que vivía un sueño en vida al conocer a aquel talendo extraordinario de la Literatura. Friede Magnusen y el escritor belchitano trabaron una gran amistad que duró muchísimos años, incluso más allá de cuando Friede Magnusen no pudo volver a Belchite por encontrarse ya muy mayor y sin fuerzas.
Y cuentan que cuando los compañeros académicos de Friede Magnusen fueron a su despacho a recoger sus efectos personales para entregárselos a su viuda, descubrieron los escritos impresos de todas las bitácoras que había publicado el belchitano, emocionándose ante la lectura de Literatura en estado puro. Y cuentan también que en una reunión secreta, por unanimidad votaron que el premio Nobel de Literatura de aquel año se destinaría al autor anónimo, ése que nunca recibirá las alabanzas ni el reconocimiento de su época, que desde la sombra fantasea y contagia sus emociones a sus pocos lectores; ése autor anónimo que, sin saberla tal vez, contribuye con su granito de Literatura a que la Humanidad se acerque cada día más a la utopía.
Un abrazo
Un estudiante de Estocolmo se aplicó a estudiar español, pues anhelaba disfrutar del privilegio de leer el Quijote tal y como surgió de la fantasía de Cervantes. Nuestro estudiante amaba hasta tal punto la literatura que comparaba la lectura de una traducción sueca del Quijote -por sobresaliente que fuera- con hacer el amor con preservativo.
Con los continuos viajes a España, el joven Friede se licenció en español y culminó su sueño literario, jurando después amor eterno a España y a la literatura de aventuras.
Pasaron los años y Friede Magnusen ingresó en el Comité Nobel, convirtiéndose en un referente de la literatura hispánica. Leía cuanta novedad se publicaba en España y en América Latina, sin menospreciar a ningún autor. Leía hasta las bitácoras que se publicaban en Internet, siguiendo incluso la pista de escritores a quienes los editores rechazaban la obra por carecer de proyección comercial. Estos últimos le interesaban aún más, pues en ellos latía el corazón indomable de la literatura.
En una ocasión descubrió una de estas bitácoras que iba narrando la vuelta al mundo. El autor anónimo había partido desde un pequeño pueblo aragonés, y se había propuesto recorrer el mundo a lo largo de un año entero. Desde la primera jornada del diario, en la que el autor ultimaba los preparativos en su casa de Belchite, Friede Magnusen se sintió atrapado por aquel estilo lleno de fuerza y pasión, cautivador tanto por la belleza y riqueza del idioma como por las aventuras que magistralmente describía.
Friede Magnusen siguió las tribulaciones del autor belchitano por África, Asia, Suramérica... Las noches bajo las estrellas en algún lugar del Atlas, el bullicio de Delhi, el viento de Doha, las cumbias de Bogotá, el amanecer en Vladivostok, el crepúsculo en Machu Pichu, el silencio de la isla de Pascua, la tensión del valle del Rif, el mar de Goa, la canoa del río Congo, los tigres de Bengala, el plato de hormigas de Addis Abeba, el salón de tango de Mendoza, el ron de la Manigua, el burdel de Cabinda, los aromas de Manaos, las profundas simas de Chengdu, el zoco de Erevan, la boda de San Francisco, el concierto de Isfahan,...
Cierto día de invierno, el autor belchitano escribía desde Estocolmo, y Friede Magnusen le escribió un comentario, invitándole a cenar en su casa, pues ardía en deseos de conocer personalmente a aquel literato viajero que tan buenos ratos de lectura le prodigaba. Señor de Belchite -le escribió- le sigo desde el primer día de su aventura, y debo confesarle que la lectura de su diario me revoluciona el espíritu, renaciendo en mi la esperanza en la Humanidad, el Arte y la Literatura, la cuál creí agotada antes de leerle a usted. Me honraría usted profundamente si aceptara mi humilde invitación a cenar, aprovechando su escala en mi ciudad de Estocolmo. Por favor, escríbame a fmagnusen@....
Pese a tal candidez en sus palabras, Friede Magnusen no obtuvo respuesta del viajero belchitano. No obstante, las publicaciones se sucedieron en la bitácora electrónica hasta que el escritor regresó a Belchite, desapareciendo sin dar más señales de vida. A Friede Magnusen le corroía la posibilidad de que un escritor de semejante talento cayera en el olvido, así que viajó a Belchite con el propósito de conocer al viajero y convencerle de que la calidad de su obra pertenecía al patrimonio de la Humanidad, por lo que debía publicarla.
Friede Magnusen llegó a Belchite en un coche de alquiler, tras un largo viaje desde Estocolmo. Su corazón palpitaba de emoción al descubrir las antiguas ruinas del pueblo viejo en medio de una extensa llanura. Recordó las descripciones que leyera en la bitácora del viajero, y sintió como si ya hubiera parado por allí antes; como si aquel remoto pueblo español le perteneciera desde la infancia.
Preguntó en un bar por el vecino que había dado la vuelta al mundo, pero nadie supo darle reseña alguna. Preguntó si vivía algún escritor en Belchite, pero nadie tenía constancia de que ningún belchitano fuera escritor. Friede Magnusen empezaba a perder la esperanza de encontrar a su viajero en Belchite. Paladeando un tinto de la tierra, pensaba que cabía la posibilidad de que el viajero escribiera desde algún otro lugar de España, que no residiera en Belchite.
Cuando iba a pagar el vino se le acercó un señor, que se presentó como el médico del pueblo. Había salido un momento de su consulta porque había oído en la sala de espera que sus pacientes comentaban que había llegado un forastero al pueblo, preguntando por un escritor que había dado la vuelta al mundo. Creo saber a quien busca usted. Si tiene la bondad de seguirme -indicó el doctor, que condujo a Friede Magnnusen hasta una casa situada en las inmediaciones del bar. El doctor llamó a la puerta. Una señora abrió y les invitó a pasar. Subieron las escaleras y en el piso de arriba, en una alcoba, Friede Magnusen descubrió a un hombre sentado en una silla de ruedas, escribiendo una página en una bitácora de Internet.
Friede Magnusen regresó a Estocolmo sin haber persuadido al escritor belchitano de que publicara sus cuentos. Desde aquel primer viaje a Belchite, Friede Magnusen volvió todos los años, consciente de que vivía un sueño en vida al conocer a aquel talendo extraordinario de la Literatura. Friede Magnusen y el escritor belchitano trabaron una gran amistad que duró muchísimos años, incluso más allá de cuando Friede Magnusen no pudo volver a Belchite por encontrarse ya muy mayor y sin fuerzas.
Y cuentan que cuando los compañeros académicos de Friede Magnusen fueron a su despacho a recoger sus efectos personales para entregárselos a su viuda, descubrieron los escritos impresos de todas las bitácoras que había publicado el belchitano, emocionándose ante la lectura de Literatura en estado puro. Y cuentan también que en una reunión secreta, por unanimidad votaron que el premio Nobel de Literatura de aquel año se destinaría al autor anónimo, ése que nunca recibirá las alabanzas ni el reconocimiento de su época, que desde la sombra fantasea y contagia sus emociones a sus pocos lectores; ése autor anónimo que, sin saberla tal vez, contribuye con su granito de Literatura a que la Humanidad se acerque cada día más a la utopía.
Un abrazo
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