Querido amigo:
Nací en Francia, en el seno de una familia de judíos sefardíes. Mi padre me contaba que nuestros antepasados se habían exiliado de España siglos atrás, porque los Reyes Católicos habían decretado la expulsión de todos los sefardíes, so pena de muerte. Desde entonces, la familia se había instalado en Francia, sin dejar de soñar con el día en que pudiera regresar a Sefarad a recuperar las posesiones allí abandonadas. Por tal motivo, de padres a hijos, nuestra familia conservó el castellano como lengua materna.
Cuando los nazis invadieron Francia, yo debía contar con apenas cinco años. Temeroso de que, tarde o temprano, la familia cayera en manos de los alemanes y nos deportaran a todos a los campos de concentración, mi padre urdió un plan para emigrar a los Estados Unidos.
Sin embargo, los barcos zarpaban desde Lisboa, y para llegar allí había que cruzar España, país aliado de la Alemania nazi. Mi padre, que era hombre de negocios, escribió a su socio español que vivía en Zaragoza, rogándole que mediase por nosotros para obtener visados con los que pudiéramos atravesar los Pirineos y viajar hasta Lisboa. Mi madre recriminaba a mi padre que nos estaba poniendo en peligro a toda la familia, que aquel socio cristiano suyo los denunciaría tan pronto pisaran suelo español y que la policía franquista los arrestaría y los entregaría a los nazis. Pero mi padre confiaba en aquel cristiano, al que nunca había conocido en persona, pero con quien se había cruzado incontables cartas de negocios, y de quien nunca había dejado de recibir un pago o una mercancía.
Gracias al socio español de mi padre, el consulado español de París nos concedió los visados. En seguida nos pusimos en camino. Fue un viaje largo y penoso, durante el cuál siempre pesaba la amenaza de topar con un control de policía donde nos denunciasen por ser judíos.
El 24 de Diciembre y después de tres días de viaje llegamos a Zaragoza, donde el socio de mi padre nos albergó en un piso franco de su propiedad, situado en un céntrico paseo de la ciudad, en el mismo edificio donde él vivía con su familia.
Nevaba fuera y veníamos con mucho hambre y mucho frío. Mi padre y su socio habían convenido en que descansáramos un día entero en Zaragoza para reponer fuerzas antes de reanudar nuestro viaje hacia Portugal. Eso sí, nadie, nadie debía saber que nos ocultábamos ahí. No debíamos hacer ningún ruido que delatara nuestra presencia. Cualquier vecino podría denunciarnos, dando al traste con nuestros planes de huida y comprometiendo a nuestro benefactor español.
Al anochecer de aquel mismo día, Don Pablo, que así se llamaba el socio de mi padre, subió al piso donde nos escondíamos, para invitarnos a bajar a cenar con su familia.
- Pero nosotros somos judíos, Don Pablo... - comenzó a decir mi madre.
- Señora Raquel, esta noche es Nochebuena, y ni a mi familia ni a mi nos incumben sus credos religiosos. Desde hace años su esposo y yo mantenemos relaciones comerciales. Su marido nos envió comida durante los años de la guerra civil, y hasta nos ofreció su casa de París para que nos refugiáramos mientras durara la contienda. Su marido es mi amigo y mi familia sólo desea agradecerles todo lo que han hecho por nosotros.
No podíamos negarnos, así que subimos a celebrar la Navidad de los cristianos.
Todavía me estremezco de emoción al recordar aquellos momentos. La familia de Don Pablo nos aguardaba delante de una suntuosa mesa decorada con flores y velas. En un rincón junto a la chimenea había un hermoso retablo, con preciosas figuras de barro que, según me explicaron, recreaba a la humilde aldea de Belén de Judea, donde en la mayor pobreza había nacido el Mesías de los cristianos, casi dos mil años antes.
Cenamos opíparamente, y luego la familia de Don Pablo cantó villancicos. Mi hermano y yo jugamos con las hijas de Don Pablo, que nos enseñaron las letras de las canciones. También se cantaron y bailaron jotas, una danza tradicional de Aragón. Y nos dieron a probar el turrón y los polvorones y mantecados, así como las almendras garrapiñadas y las frutas de Aragón, y otros dulces navideños españoles.
Ya no temíamos que ningún vecino nos denunciara, pues Don Pablo le había contado a la portera que nosotros éramos unos parientes de Huesca, que habíamos venido a pasar la Navidad en familia.
La celebración se prolongó hasta las dos de la madrugada. Cuando nos despedíamos para retirarnos a dormir, Pilar, la hija pequeña de Don Pablo, me invitó a besar al niño Jesús del Belén, y en aquel instante sentí una dicha tan grande invadiendo mi corazón que supe que llegaríamos sanos y salvos a Lisboa y a los Estados Unidos.
Así sería. Semanas más tarde, a mediados de Febrero, arribamos a Nueva York, donde nos aguardaban unos parientes de mi padre.
Desde entonces mi familia y yo vivimos en América. Asistí a una escuela judía y me crié y eduqué en la Fe de mis mayores, pero doquiera que alguien se pronunciase en contra de los cristianos, en la sinagoga o en la escuela, siempre defendí que mi familia y yo habíamos escapado a la sinrazón nazi gracias al amor incondicional de una familia católica española, que se arriesgó a abrir las puertas de su hogar a unos pobres sefardíes hambrientos y ateridos de frió.
Desde entonces, siempre que celebramos Hanuka, siempre que prendemos las velas en el candelabro, no puedo evitar acordarme de Don Pablo y su familia, y especialmente de Pilar, con quien no he dejado de cartearme desde que aprendí a escribir.
Desde aquella noche, la Navidad de los cristianos me infunde un sentimiento de regocijo y esperanza, la confianza de que no importa cómo se crea y de qué manera, ni las costumbres y tradiciones de unos y otros, pues todos somos hijos del mismo Dios y, por tanto, hermanos.
Feliz Navidad y Feliz 2013
lunes, 31 de diciembre de 2012
domingo, 23 de diciembre de 2012
Anónimo Veneciano
Querido amigo:
Eva guardaba un recuerdo imborrable de su infancia, de cuando debía contar tres o cuatro años. Una tarde su madre la vistió para salir, pero en lugar de ir a jugar al parque como siempre, la llevó al cine. Era la primera vez que pisaba un cine y Eva temblaba de emoción. Sin embargo la película resultó ser para mayores, y Eva se quedó dormida al poco de empezar la sesión. Se despertó con una voz masculina que decía "Anónimo Veneciano, concierto en Do menor...", a la que siguió una escena en la que una orquesta interpretaba una dulcísima melodía.
Entonces irrumpió una mujer en el concierto. Una mujer joven, guapa, con enormes ojos, vestida con un abrigo naranja. Eva pensó que la actriz se parecía muchísimo a su madre, también muy moderna y joven, como una muñeca.
La mujer intercambió unas pocas palabras con uno de los músicos y luego abandonó corriendo el teatro, apenas conteniendo las lágrimas. La orquesta volvió a retomar el ensayo y la dulce melodía acompañó la escena final en que la joven mujer, llorando desesperadamente, exclamaba "!Dios mío, Dios mío!". Eva se volvió hacia su madre para preguntarle por qué lloraba tanto la actriz, pero descubrió que su madre también lloraba, desconsoladamente, por lo que se limitó a abrazarla con todas sus fuerzas.
Más tarde, ya en casa, comprendió por qué había llorado mamá. Papá se había marchado y ya no volvería más.
Pasaron los años, y Eva creció y se convirtió en una mujer muy hermosa, tanto o más que su madre. Alta, de tez morena y profundos ojos oscuros. Muchos hombres se acercaban a ella, pero Eva se burlaba de sus palabras, de sus excusas para intentar entablar una conversación, para invitarla a dar un paseo. Se reía de su puerilidad, de cómo se ponían en ridículo para hacerse notar, para llamarle la atención. No podía negar que algunos de ellos le resultaban muy atractivos, sin embargo los rechazaba también.
No sabría explicarlo, pero cuando alguno de aquellos hombres le gustaba, acto seguido escuchaba en su interior la triste melodía del "Anónimo Veneciano" y surgía en ella el temor de terminar llorando desesperadamente como la actriz de la película, o como su propia madre. Y eso no, Eva se negaba a sufrir por un hombre.
Pero muchos hombres sufrieron por Eva.
A medida que sus amigas se iban casando y tenían hijos, Eva se sentía cada vez más sola. Muchas tardes paseaba sola durante horas por las calles de la ciudad, pues no hallaba ninguna amiga con quien quedar. Además, aunque le doliera confesarlo, sentía debilidad por los maridos de sus amigas, chicos guapos y buenos, que no sólo no hacían sufrir a sus mujeres, sino que las amaban con locura y las llenaban de alegría. Eva se enamoraba de ellos, y se preguntaba por qué no podía ella disfrutar de la suerte de sus amigas, y encontrar a un hombre igual de sensible y bueno.
Los años pasaban y Eva se amargaba cada día más. La soledad la consumía. Había que tener valor y cambiar de actitud. Decidió iniciar su nueva vida con un viaje. Después de mucho pensarlo, comprendió que no había mejor lugar desde donde empezar a superar su trauma que Venecia.
Apenas respiró la humedad de sus calles, de sus canales, Eva sintió que todos los temores la abandonaban. Libre, por fin, para amar y ser amada. Libre por fin, para sufrir y gozar del amor. Libre, libre, libre...
En su primera noche en Venecia fue a cenar a un restaurante de la Plaza de San Marcos. Paladeaba un aperitivo con vino cuando distinguió a un joven solo, en la mesa de al lado. Ya se había enamorado. Casi no podía creerlo. ¡Enamorada de verdad!
Le sirvieron el primer plato, y Eva no podía dejar de fantasear con el apuesto joven. ¿Cómo se llamaría? Marco, Luca, Iván... ¿Héctor? Eso, Héctor le gustaba mucho. ¿Adónde la llevaría después de cenar? Un paseo en góndola, un café en una azotea bohemia... Sí, seguro que escribía poesía, que tenía una voz varonil y cargada de matices... Una conversación elevada, de arte, de pintura, de arquitectura... No estaba mal, Héctor el arquitecto...
El segundo plato no la sacó de su ensimismamiento. ¿Cómo luciría Héctor dentro de unos años? Llegaría a casa con un cuento para ella, la besaría tiernamente,... le saldrían esas canas grises en las patillas que le darían un aire maduro, sereno. Imaginaba cómo se sentiría cuando Héctor la abrazara, su calor, su piel... Y sus hijos... guapos, inteligentes, sensibles como su padre...
Sirvieron helado de postre. Eva esperaba a que Héctor se levantase y le propusiera tomar un café, o dar un paseo. ¿Cómo la abordaría? Nunca había deseado tanto que un hombre la agasajara con la mirada. Siempre se había sentido molesta por ello, pero aquella noche mágica, la primera noche de su libertad, se sentía la mujer más dichosa del orbe. Su alma se abría a toda suerte de sorpresas.
Por fin, Héctor se incorporó. Con paso lento se dirigió a Eva y con candidez le dijo: "Señora, se le ha caído la bufanda al suelo". Luego se acercó al mostrador para abonar su cuenta y abandonó el restaurante.
¿Señora? ¿Qué significaba "señora"? El espejo de enfrente devolvió el rotundo peso de la palabra "señora", la demoledora venganza del tiempo y de la amargura, de las burlas desdeñosas, de la indiferencia acumulada ante el amor. Eva contempló su rostro, como un girasol en invierno.
Eva sufrió como si le hubiesen clavado una daga damasquinada en el alma. Incapaz de pronunciar palabra, dejó un billete en la mesa y corrió a la calle, apenas conteniendo las lágrimas que comenzaban a aflorar en sus oscuros ojos. Amparada en la oscuridad de la noche, lloró desconsoladamente. Y pareció que todas las lágrimas contenidas a lo largo de su vida se desbordaban aquella noche en aquel llanto.
¡Dios mío, Dios mío!
Eva guardaba un recuerdo imborrable de su infancia, de cuando debía contar tres o cuatro años. Una tarde su madre la vistió para salir, pero en lugar de ir a jugar al parque como siempre, la llevó al cine. Era la primera vez que pisaba un cine y Eva temblaba de emoción. Sin embargo la película resultó ser para mayores, y Eva se quedó dormida al poco de empezar la sesión. Se despertó con una voz masculina que decía "Anónimo Veneciano, concierto en Do menor...", a la que siguió una escena en la que una orquesta interpretaba una dulcísima melodía.
Entonces irrumpió una mujer en el concierto. Una mujer joven, guapa, con enormes ojos, vestida con un abrigo naranja. Eva pensó que la actriz se parecía muchísimo a su madre, también muy moderna y joven, como una muñeca.
La mujer intercambió unas pocas palabras con uno de los músicos y luego abandonó corriendo el teatro, apenas conteniendo las lágrimas. La orquesta volvió a retomar el ensayo y la dulce melodía acompañó la escena final en que la joven mujer, llorando desesperadamente, exclamaba "!Dios mío, Dios mío!". Eva se volvió hacia su madre para preguntarle por qué lloraba tanto la actriz, pero descubrió que su madre también lloraba, desconsoladamente, por lo que se limitó a abrazarla con todas sus fuerzas.
Más tarde, ya en casa, comprendió por qué había llorado mamá. Papá se había marchado y ya no volvería más.
Pasaron los años, y Eva creció y se convirtió en una mujer muy hermosa, tanto o más que su madre. Alta, de tez morena y profundos ojos oscuros. Muchos hombres se acercaban a ella, pero Eva se burlaba de sus palabras, de sus excusas para intentar entablar una conversación, para invitarla a dar un paseo. Se reía de su puerilidad, de cómo se ponían en ridículo para hacerse notar, para llamarle la atención. No podía negar que algunos de ellos le resultaban muy atractivos, sin embargo los rechazaba también.
No sabría explicarlo, pero cuando alguno de aquellos hombres le gustaba, acto seguido escuchaba en su interior la triste melodía del "Anónimo Veneciano" y surgía en ella el temor de terminar llorando desesperadamente como la actriz de la película, o como su propia madre. Y eso no, Eva se negaba a sufrir por un hombre.
Pero muchos hombres sufrieron por Eva.
A medida que sus amigas se iban casando y tenían hijos, Eva se sentía cada vez más sola. Muchas tardes paseaba sola durante horas por las calles de la ciudad, pues no hallaba ninguna amiga con quien quedar. Además, aunque le doliera confesarlo, sentía debilidad por los maridos de sus amigas, chicos guapos y buenos, que no sólo no hacían sufrir a sus mujeres, sino que las amaban con locura y las llenaban de alegría. Eva se enamoraba de ellos, y se preguntaba por qué no podía ella disfrutar de la suerte de sus amigas, y encontrar a un hombre igual de sensible y bueno.
Los años pasaban y Eva se amargaba cada día más. La soledad la consumía. Había que tener valor y cambiar de actitud. Decidió iniciar su nueva vida con un viaje. Después de mucho pensarlo, comprendió que no había mejor lugar desde donde empezar a superar su trauma que Venecia.
Apenas respiró la humedad de sus calles, de sus canales, Eva sintió que todos los temores la abandonaban. Libre, por fin, para amar y ser amada. Libre por fin, para sufrir y gozar del amor. Libre, libre, libre...
En su primera noche en Venecia fue a cenar a un restaurante de la Plaza de San Marcos. Paladeaba un aperitivo con vino cuando distinguió a un joven solo, en la mesa de al lado. Ya se había enamorado. Casi no podía creerlo. ¡Enamorada de verdad!
Le sirvieron el primer plato, y Eva no podía dejar de fantasear con el apuesto joven. ¿Cómo se llamaría? Marco, Luca, Iván... ¿Héctor? Eso, Héctor le gustaba mucho. ¿Adónde la llevaría después de cenar? Un paseo en góndola, un café en una azotea bohemia... Sí, seguro que escribía poesía, que tenía una voz varonil y cargada de matices... Una conversación elevada, de arte, de pintura, de arquitectura... No estaba mal, Héctor el arquitecto...
El segundo plato no la sacó de su ensimismamiento. ¿Cómo luciría Héctor dentro de unos años? Llegaría a casa con un cuento para ella, la besaría tiernamente,... le saldrían esas canas grises en las patillas que le darían un aire maduro, sereno. Imaginaba cómo se sentiría cuando Héctor la abrazara, su calor, su piel... Y sus hijos... guapos, inteligentes, sensibles como su padre...
Sirvieron helado de postre. Eva esperaba a que Héctor se levantase y le propusiera tomar un café, o dar un paseo. ¿Cómo la abordaría? Nunca había deseado tanto que un hombre la agasajara con la mirada. Siempre se había sentido molesta por ello, pero aquella noche mágica, la primera noche de su libertad, se sentía la mujer más dichosa del orbe. Su alma se abría a toda suerte de sorpresas.
Por fin, Héctor se incorporó. Con paso lento se dirigió a Eva y con candidez le dijo: "Señora, se le ha caído la bufanda al suelo". Luego se acercó al mostrador para abonar su cuenta y abandonó el restaurante.
¿Señora? ¿Qué significaba "señora"? El espejo de enfrente devolvió el rotundo peso de la palabra "señora", la demoledora venganza del tiempo y de la amargura, de las burlas desdeñosas, de la indiferencia acumulada ante el amor. Eva contempló su rostro, como un girasol en invierno.
Eva sufrió como si le hubiesen clavado una daga damasquinada en el alma. Incapaz de pronunciar palabra, dejó un billete en la mesa y corrió a la calle, apenas conteniendo las lágrimas que comenzaban a aflorar en sus oscuros ojos. Amparada en la oscuridad de la noche, lloró desconsoladamente. Y pareció que todas las lágrimas contenidas a lo largo de su vida se desbordaban aquella noche en aquel llanto.
¡Dios mío, Dios mío!
sábado, 1 de diciembre de 2012
Poesía de la Libertad
Querido amigo:
Soy un poeta sin palabras, que se extravía por vericuetos lingüísticos.
"No encuentro cómo cantar cuanto siento,
y me siento horas y horas
y no imaginas cuánto lo siento,
cantar y contar ahora y ahora
el cuento de cuanto experimento,
mas palabras no hay para
sentar tanto pensamiento."
Amo la libertad, esa libertad digna e inmortal. Soy un lírico, una utopía viva, un alma indomable donde palpitan milenios de sed espiritual.
Quiero vivir la libertad, como amor y coraje.
"Sin valor no hay libertad, y sin libertad no hay amor, luego con temor no hay amor, ni libertad, ni verdad."
No hay otra verdad que el amor, verdaderamente humano, verdaderamente divino. Amo y soy. No amo y me pierdo.
"Amo y soy,
y no soy nada,
ni nadie,
al mismo tiempo.
Amo y estoy,
y no estoy,
en todo y en nada,
siempre ahí."
Un abrazo
Soy un poeta sin palabras, que se extravía por vericuetos lingüísticos.
"No encuentro cómo cantar cuanto siento,
y me siento horas y horas
y no imaginas cuánto lo siento,
cantar y contar ahora y ahora
el cuento de cuanto experimento,
mas palabras no hay para
sentar tanto pensamiento."
Amo la libertad, esa libertad digna e inmortal. Soy un lírico, una utopía viva, un alma indomable donde palpitan milenios de sed espiritual.
Quiero vivir la libertad, como amor y coraje.
"Sin valor no hay libertad, y sin libertad no hay amor, luego con temor no hay amor, ni libertad, ni verdad."
No hay otra verdad que el amor, verdaderamente humano, verdaderamente divino. Amo y soy. No amo y me pierdo.
"Amo y soy,
y no soy nada,
ni nadie,
al mismo tiempo.
Amo y estoy,
y no estoy,
en todo y en nada,
siempre ahí."
Un abrazo
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