lunes, 31 de diciembre de 2012

La Navidad Sefardí

Querido amigo:

Nací en Francia, en el seno de una familia de judíos sefardíes. Mi padre me contaba que nuestros antepasados se habían exiliado de España siglos atrás, porque los Reyes Católicos habían decretado la expulsión de todos los sefardíes, so pena de muerte. Desde entonces, la familia se había instalado en Francia, sin dejar de soñar con el día en que pudiera regresar a Sefarad a recuperar las posesiones allí abandonadas. Por tal motivo, de padres a hijos, nuestra familia conservó el castellano como lengua materna.

Cuando los nazis invadieron Francia, yo debía contar con apenas cinco años. Temeroso de que, tarde o temprano, la familia cayera en manos de los alemanes y nos deportaran a todos a los campos de concentración, mi padre urdió un plan para emigrar a los Estados Unidos.

Sin embargo, los barcos zarpaban desde Lisboa, y para llegar allí había que cruzar España, país aliado de la Alemania nazi. Mi padre, que era hombre de negocios, escribió a su socio español que vivía en Zaragoza, rogándole que mediase por nosotros para obtener visados con los que pudiéramos atravesar los Pirineos y viajar hasta Lisboa. Mi madre recriminaba a mi padre que nos estaba poniendo en peligro a toda la familia, que aquel socio cristiano suyo los denunciaría tan pronto pisaran suelo español y que la policía franquista los arrestaría y los entregaría a los nazis. Pero mi padre confiaba en aquel cristiano, al que nunca había conocido en persona, pero con quien se había cruzado incontables cartas de negocios, y de quien nunca había dejado de recibir un pago o una mercancía.

Gracias al socio español de mi padre, el consulado español de París nos concedió los visados. En seguida nos pusimos en camino. Fue un viaje largo y penoso, durante el cuál siempre pesaba la amenaza de topar con un control de policía donde nos denunciasen por ser judíos.

El 24 de Diciembre y después de tres días de viaje llegamos a Zaragoza, donde el socio de mi padre nos albergó en un piso franco de su propiedad, situado en un céntrico paseo de la ciudad, en el mismo edificio donde él vivía con su familia.

Nevaba fuera y veníamos con mucho hambre y mucho frío. Mi padre y su socio habían convenido en que descansáramos un día entero en Zaragoza para reponer fuerzas antes de reanudar nuestro viaje hacia Portugal. Eso sí, nadie, nadie debía saber que nos ocultábamos ahí. No debíamos hacer ningún ruido que delatara nuestra presencia. Cualquier vecino podría denunciarnos, dando al traste con nuestros planes de huida y comprometiendo a nuestro benefactor español.

Al anochecer de aquel mismo día, Don Pablo, que así se llamaba el socio de mi padre, subió al piso donde nos escondíamos, para invitarnos a bajar a cenar con su familia.

- Pero nosotros somos judíos, Don Pablo... - comenzó a decir mi madre.

- Señora Raquel, esta noche es Nochebuena, y ni a mi familia ni a mi nos incumben sus credos religiosos. Desde hace años su esposo y yo mantenemos relaciones comerciales. Su marido nos envió comida durante los años de la guerra civil, y hasta nos ofreció su casa de París para que nos refugiáramos mientras durara la contienda. Su marido es mi amigo y mi familia sólo desea agradecerles todo lo que han hecho por nosotros.

No podíamos negarnos, así que subimos a celebrar la Navidad de los cristianos.

Todavía me estremezco de emoción al recordar aquellos momentos. La familia de Don Pablo nos aguardaba delante de una suntuosa mesa decorada con flores y velas. En un rincón junto a la chimenea había un hermoso retablo, con preciosas figuras de barro que, según me explicaron, recreaba a la humilde aldea de Belén de Judea, donde en la mayor pobreza había nacido el Mesías de los cristianos, casi dos mil años antes.

Cenamos opíparamente, y luego la familia de Don Pablo cantó villancicos. Mi hermano y yo jugamos con las hijas de Don Pablo, que nos enseñaron las letras de las canciones. También se cantaron y bailaron jotas, una danza tradicional de Aragón. Y nos dieron a probar el turrón y los polvorones y mantecados, así como las almendras garrapiñadas y las frutas de Aragón, y otros dulces navideños españoles.

Ya no temíamos que ningún vecino nos denunciara, pues Don Pablo le había contado a la portera que nosotros éramos unos parientes de Huesca, que habíamos venido a pasar la Navidad en familia.

La celebración se prolongó hasta las dos de la madrugada. Cuando nos despedíamos para retirarnos a dormir, Pilar, la hija pequeña de Don Pablo, me invitó a besar al niño Jesús del Belén, y en aquel instante sentí una dicha tan grande invadiendo mi corazón que supe que llegaríamos sanos y salvos a Lisboa y a los Estados Unidos.

Así sería. Semanas más tarde, a mediados de Febrero, arribamos a Nueva York, donde nos aguardaban unos parientes de mi padre.

Desde entonces mi familia y yo vivimos en América. Asistí a una escuela judía y me crié y eduqué en la Fe de mis mayores, pero doquiera que alguien se pronunciase en contra de los cristianos, en la sinagoga o en la escuela, siempre defendí que mi familia y yo habíamos escapado a la sinrazón nazi gracias al amor incondicional de una familia católica española, que se arriesgó a abrir las puertas de su hogar a unos pobres sefardíes hambrientos y ateridos de frió.

Desde entonces, siempre que celebramos Hanuka, siempre que prendemos las velas en el candelabro, no puedo evitar acordarme de Don Pablo y su familia, y especialmente de Pilar, con quien no he dejado de cartearme desde que aprendí a escribir.

Desde aquella noche, la Navidad de los cristianos me infunde un sentimiento de regocijo y esperanza, la confianza de que no importa cómo se crea y de qué manera, ni las costumbres y tradiciones de unos y otros, pues todos somos hijos del mismo Dios y, por tanto, hermanos.

Feliz Navidad y Feliz 2013

0 comentarios:

Publicar un comentario