Querido amigo:
Eva guardaba un recuerdo imborrable de su infancia, de cuando debía contar tres o cuatro años. Una tarde su madre la vistió para salir, pero en lugar de ir a jugar al parque como siempre, la llevó al cine. Era la primera vez que pisaba un cine y Eva temblaba de emoción. Sin embargo la película resultó ser para mayores, y Eva se quedó dormida al poco de empezar la sesión. Se despertó con una voz masculina que decía "Anónimo Veneciano, concierto en Do menor...", a la que siguió una escena en la que una orquesta interpretaba una dulcísima melodía.
Entonces irrumpió una mujer en el concierto. Una mujer joven, guapa, con enormes ojos, vestida con un abrigo naranja. Eva pensó que la actriz se parecía muchísimo a su madre, también muy moderna y joven, como una muñeca.
La mujer intercambió unas pocas palabras con uno de los músicos y luego abandonó corriendo el teatro, apenas conteniendo las lágrimas. La orquesta volvió a retomar el ensayo y la dulce melodía acompañó la escena final en que la joven mujer, llorando desesperadamente, exclamaba "!Dios mío, Dios mío!". Eva se volvió hacia su madre para preguntarle por qué lloraba tanto la actriz, pero descubrió que su madre también lloraba, desconsoladamente, por lo que se limitó a abrazarla con todas sus fuerzas.
Más tarde, ya en casa, comprendió por qué había llorado mamá. Papá se había marchado y ya no volvería más.
Pasaron los años, y Eva creció y se convirtió en una mujer muy hermosa, tanto o más que su madre. Alta, de tez morena y profundos ojos oscuros. Muchos hombres se acercaban a ella, pero Eva se burlaba de sus palabras, de sus excusas para intentar entablar una conversación, para invitarla a dar un paseo. Se reía de su puerilidad, de cómo se ponían en ridículo para hacerse notar, para llamarle la atención. No podía negar que algunos de ellos le resultaban muy atractivos, sin embargo los rechazaba también.
No sabría explicarlo, pero cuando alguno de aquellos hombres le gustaba, acto seguido escuchaba en su interior la triste melodía del "Anónimo Veneciano" y surgía en ella el temor de terminar llorando desesperadamente como la actriz de la película, o como su propia madre. Y eso no, Eva se negaba a sufrir por un hombre.
Pero muchos hombres sufrieron por Eva.
A medida que sus amigas se iban casando y tenían hijos, Eva se sentía cada vez más sola. Muchas tardes paseaba sola durante horas por las calles de la ciudad, pues no hallaba ninguna amiga con quien quedar. Además, aunque le doliera confesarlo, sentía debilidad por los maridos de sus amigas, chicos guapos y buenos, que no sólo no hacían sufrir a sus mujeres, sino que las amaban con locura y las llenaban de alegría. Eva se enamoraba de ellos, y se preguntaba por qué no podía ella disfrutar de la suerte de sus amigas, y encontrar a un hombre igual de sensible y bueno.
Los años pasaban y Eva se amargaba cada día más. La soledad la consumía. Había que tener valor y cambiar de actitud. Decidió iniciar su nueva vida con un viaje. Después de mucho pensarlo, comprendió que no había mejor lugar desde donde empezar a superar su trauma que Venecia.
Apenas respiró la humedad de sus calles, de sus canales, Eva sintió que todos los temores la abandonaban. Libre, por fin, para amar y ser amada. Libre por fin, para sufrir y gozar del amor. Libre, libre, libre...
En su primera noche en Venecia fue a cenar a un restaurante de la Plaza de San Marcos. Paladeaba un aperitivo con vino cuando distinguió a un joven solo, en la mesa de al lado. Ya se había enamorado. Casi no podía creerlo. ¡Enamorada de verdad!
Le sirvieron el primer plato, y Eva no podía dejar de fantasear con el apuesto joven. ¿Cómo se llamaría? Marco, Luca, Iván... ¿Héctor? Eso, Héctor le gustaba mucho. ¿Adónde la llevaría después de cenar? Un paseo en góndola, un café en una azotea bohemia... Sí, seguro que escribía poesía, que tenía una voz varonil y cargada de matices... Una conversación elevada, de arte, de pintura, de arquitectura... No estaba mal, Héctor el arquitecto...
El segundo plato no la sacó de su ensimismamiento. ¿Cómo luciría Héctor dentro de unos años? Llegaría a casa con un cuento para ella, la besaría tiernamente,... le saldrían esas canas grises en las patillas que le darían un aire maduro, sereno. Imaginaba cómo se sentiría cuando Héctor la abrazara, su calor, su piel... Y sus hijos... guapos, inteligentes, sensibles como su padre...
Sirvieron helado de postre. Eva esperaba a que Héctor se levantase y le propusiera tomar un café, o dar un paseo. ¿Cómo la abordaría? Nunca había deseado tanto que un hombre la agasajara con la mirada. Siempre se había sentido molesta por ello, pero aquella noche mágica, la primera noche de su libertad, se sentía la mujer más dichosa del orbe. Su alma se abría a toda suerte de sorpresas.
Por fin, Héctor se incorporó. Con paso lento se dirigió a Eva y con candidez le dijo: "Señora, se le ha caído la bufanda al suelo". Luego se acercó al mostrador para abonar su cuenta y abandonó el restaurante.
¿Señora? ¿Qué significaba "señora"? El espejo de enfrente devolvió el rotundo peso de la palabra "señora", la demoledora venganza del tiempo y de la amargura, de las burlas desdeñosas, de la indiferencia acumulada ante el amor. Eva contempló su rostro, como un girasol en invierno.
Eva sufrió como si le hubiesen clavado una daga damasquinada en el alma. Incapaz de pronunciar palabra, dejó un billete en la mesa y corrió a la calle, apenas conteniendo las lágrimas que comenzaban a aflorar en sus oscuros ojos. Amparada en la oscuridad de la noche, lloró desconsoladamente. Y pareció que todas las lágrimas contenidas a lo largo de su vida se desbordaban aquella noche en aquel llanto.
¡Dios mío, Dios mío!
domingo, 23 de diciembre de 2012
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1 comentarios:
y como banda sonora: Penélope...
(como siempre, una joya)
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