domingo, 30 de enero de 2011

Paulaner

Querido amigo:

Me llamo Pablo, aunque mis amigos me apodan Paulaner. Se trata de una larga historia...

A mi abuelo nunca le gustaron los apodos y siempre me reñía cuando se enteraba de que aún me seguían llamando así. Mi abuelo fue un hombre muy serio, de principios, que no entendía nada de bromas ni de sentido del humor.

Al terminar la guerra civil siguió la carrera militar, más a la sombra de su condición de veterano que de sus méritos en el frente. El abuelo se vanagloriaba de haber liberado a España de las hordas rojas, y todo esa historia...

De sus dos nietos, mi hermano mayor acaparaba toda su simpatía. Mi hermano creció con la imaginación encendida por las historias de las batallas del abuelo, por lo que, tan pronto concluyó el bachillerato se empeñó en vestirse el uniforme, al igual que el abuelo y que papá. Yo, en cambio, crecí con la fantasía puesta en no se sabe qué, mal estudiante y torpe en el ejercicio físico. Una vergüenza para la familia, a juzgar por las miradas de desaprobación que me dirigían al traer la cartilla de las notas. Y cuando crecí y me empezaron a llamar Paulaner, qué decir lo que pensarían de mi.

Claro que, nada parecía importar que las notas de mi hermano mayor tampoco brillaran por su excelencia. Al abuelo no le importó recomendar al nieto mayor para que fuera admitido en la academia militar, al fin y al cabo el abuelo también había sido recomendado muchas veces y siempre había acabado mereciendo la confianza que se le había brindado.

Yo, sin embargo, no lo tenía tan claro. No me gustaba la idea de usurpar el puesto que, tal vez, otro merecía más que yo. El abuelo no quería hablar de tonterías como esta. Él nunca se equivocaba juzgando a las personas, y si su nieto mayor anhelaba seguir la tradición familiar es que llevaba en la sangre el espíritu castrense y había de batirse por España con mayor valor que cualquier pipiolo calculín que se hubiera matado a estudiar para ganarse un porvenir.

Mi hermano se echó novia al poco de ingresar en la academia. Me pregunto si ella se sintió realmente atraída por la sosa palabrería y el aire marcial del cadete, o si fue el uniforme quien despertó algún instinto de romanticismo. Da igual, al abuelo lo único que le importaba es que el abuelo de la muchacha había sido rojo.

De nada sirvieron las explicaciones de que el abuelo de la novia de mi hermano había entrado por hambre en un seminario, y que la guerra le sorprendió en zona republicana, por lo que hubo de quemar los hábitos si quería salvar el cuello. Eso sí, como no servía para el campo de batalla, le reclutaron en una fábrica de armamento, donde el pobre seminarista se vengó fabricando las bombas sin cebador, para que no explotaran nunca.

Mi abuelo conservaba una granada sin explotar en la vitrina de su despacho. Estando en una trinchera del frente del Ebro, le rebotó aquella granada procedente del campo de batalla. La granada, a pesar de no llevar seguro, jamás estalló. El abuelo la conservó desde entonces como un trofeo de guerra, atribuyendo el milagro a la divina justicia de la cruzada.

Mi hermano y yo jugábamos de pequeños con aquella granada, inocua como una pistola sin balas. El abuelo siempre se negó a reconocer que el abuelo de la novia de su nieto pudo haber contribuido a salvarle la vida. ¡Un rojo! ¡Salvarle la vida a él! ¡Qué ingenuos! Tal vez lo pensara para sus adentros, pero relacionarse con un rojo le desacreditaría en el cuartel.

Cuando murió, mi hermano y yo nos encargamos de recoger su despacho, tarea muy dura en aquellos momentos para mi abuela, mi padre y mis tíos. Aquel despacho nos traía a todos muchos recuerdos. Mi hermano besó la enorme bandera que descansaba sobre un mástil de latón detrás del butacón donde se sentaba el abuelo.

Pablo, ve a la cocina y trae una bolsa, me ordenó con ese tono autoritario del hombre probo que se dirige a un inútil. Apenas llegué a la cocina, una gran explosión me arrojó al suelo. Aturdido, lo primero que pensé es que había explotado la bombona de butano. Me equivoqué. El despacho había volado por los aires, y mi hermano... mi hermano... El abuelo tenía razón, nada debía al abuelo de la novia de mi difunto hermano...

Un abrazo

El nuevo mundo

Querido amigo:

En breves palabras, esta es la historia de uno que desembarcó en Madrid con una mano delante y otra detrás, procedente de una aldea situada más allá de las aguas del Atlántico, donde nadie quería saber nada más de él.

Sin previo aviso, se plantó este punto en el humilde hogar de un pariente, el cual no encontró palabras ni para expresar su sorpresa ni para manifestar su disgusto. Primo, acá compartimos el piso entre diez, puedes quedarte a dormir hasta que te empleen en algo y te pagues algo más cómodo.

Para demostrar su gratitud al primo lejano, aquella noche se enredó con unos compadres del piso y lo hubieron de portar a la cama entre dos, tal borrachera se enganchó para celebrar su nueva vida.

Al cabo de un mes, al prudente primo se le inflaron las narices y plantó al recién llegado en la calle, pues éste no traía ganas de laborar en nada. Escupiéndo al rostro de quien, sin pedir nada a cuenta, le alojara desde que aterrizara en la capital, se mudó a encamarse con una desventurada que se ganaba el pan fregando suelos de casa en casa. Ella le mantuvo por amor y, por mediación de una acaudalada familia para la que servía de criada, le logró un puesto de peón de albañil en un tajo del PAU de Vallecas, que para otra cosa no valía un tío que no se doblaba ni para calzarse las deportivas.

El jefe de obra le puso a mezclar cemento, pero el caballero se cansaba mucho. Luego, claro, tenía que fortalecer el brazo levantando cervezas en la cantina. Para mamarse hasta caer largo nunca estaba cansado.

El caso es que, a los pocos meses, el jefe de obra estaba hasta el gorro de nuestro insigne peón. Que si me ha tomado inquina, le contaba luego a la novia. Como me alze otra vez la palabra le denuncio por racismo. ¡Racista! ¡Racista!

Paciencia, hombre, le respondía la muy ingenua, hazte valer. Él se calló que ya le habían llamado la atención varias veces por llegar tarde a la obra. A la próxima, es mejor que ni te presentes, le había amenazado el jefe. Para lo que no se retrasaba nunca era para salir. Tampoco se retrasaba para cobrar, qué curioso. Porque ganaba un pastón. En aquel entonces la fiebre de la construcción andaba escasa de mano de obra y cualquier gañán podía forrarse en poco tiempo.

Tanto ganaba, que la novia y él se metieron de alquiler en un apartamento de Tetuán para ellos dos solicos. Pensaban en casarse y todo, así que solicitaron un piso de protección oficial. A los pocos meses supieron que se lo habían concedido. ¡Toma no! ¡Más necesitados que ellos, casi imposible! Inmigrantes con precarios medios económicos, pues él se sacaba más de la mitad del jornal en negro, y, por si fuera poco, él había logrado que un médico de cabecera le recetara un tratamiento para superar el alcoholismo. Quienquiera que tuviera que decidir ante aquella solicitud en el ayuntamiento de Madrid, no debió albergar duda alguna. Aquellos eran los inquilinos perfectos para una VPO. Una verdadera joya para cualquier asistente social.

Sin embargo, poco dura la alegría en casa del pobre... Una mañana muy fría de invierno, a Wilson José se le pegaron otra vez las sábanas. Sin desayunar, que la resaca de la noche anterior no le había dejado cuerpo para nada, corrió a la boca de metro... Se preparaba a colarse cuando, de repente, se presenta el guardia jurado de la estación y se le planta al otro lado del torno, desafiante como en un duelo del lejano oeste. Nuestro peón disimula como si aguardara a alguien. La verdad es que no se había comprado nunca un billete desde que llegara a Madrid. Se había estado colando todos los días para ir y venir del trabajo. Además, aquel día, por casualidad, tampoco llevaba dinero encima, ni para abonar los 1,15 Euros del título de viaje. El guardia sabía que el señor se colaba todos los días, pues lo veía saltar el torno a través de las pantallas, y estaba decidido a poner fin a tal mácula de su expediente.

Pasaron los minutos y ninguno de los dos se movió de su sitio. Wilson José empezó a impacientarse, pues el jefe no estaba para bromas y le iba a plantar en la calle como no se le ocurriera algo para tomar el próximo tren. Miró al guardia y se dolió de no poder llamarle racista, la primera y manida treta que ponía en marcha siempre que se enfrentaba con algún español, porque el guardia también era inmigrante, ya fuera ecuatoriano, dominicano o colombiano. ¡Carajo!

Pasados veinte minutos, después de haber salido y esperado un rato en la calle para burlar al segurata, Wilson José tiró la toalla y regresó a su casa de alquiler para llamar al jefe por teléfono y fingir una gripe como excusa para no acudir al trabajo. El jefe de obra lo largó con cajas destempladas, que no se le ocurriera asomarse por la obra porque lo encorrería a ladrillazos.

Deprimido y sin saber cómo se lo explicaría a su prometida, se bajó a calentarse el estómago en el bar más próximo. Allí reconoció a una de las antiguas compañeras de piso de su novia y se dedicó a tirarle los tejos, con tan buena fortuna que, aprovechando que la novia no regresaba a casa hasta caer la noche, se subió al ligue a la cama. Sin embargo, todo había de salirle mal aquel aciago día, pues la novia se presentó de improviso, desmayándose de fiebre la pobrecica, con una gripe de caballo, para sorprender al enano de Wilson José en plena exploración de su antigua compañera.

No hay palabras para describir la escena. Gritos, reproches, insultos y toda suerte de objetos hechos añicos por los suelos. El pobre Wilson José abandonó el hogar con dos maletones de cincuenta kilos, que a poco si se mata bajando de tres en tres los peldaños de la escalera vecinal. A su paso, los ojos de la maledicencia y de la envidia le observaron desde detrás de las mirillas de las puertas de cada planta. ¡Qué escándalo! Menos mal que le ayudó María Bernarda, tan infeliz como él.

A la tarde, se dejó caer en casa del primo lejano, con la esperanza de que se habiera olvidado del escupitajo con el que se había despedido de él hacía ya casi un año. Pero el primo ya se había vuelto para la patria, después de haber juntado un capitalico para abrir un modesto negocio en la capital. No obstante, los compadres se apiadaron de él y le hicieron hueco en un colchón.

A partir de entonces, mujeres y más mujeres y trabajos y más trabajos. Ejerció de reponedor en un híper, de camareta, de mensajero, de repartidos de pizzas, etc... Demasiadas oportunidades para no acabar de cuajar en ninguna. Sin embargo, el tiempo pasa y nuestro desafortunado inmigrante ya puede exigir la ciudadanía española. Ha pasado el tiempo y está a punto de recibir las llaves de la VPO que le adjudicaran unos años antes, cuando aún festejaba con su prometida.

Mas Wilson José no tiene un chavo en la cuenta corriente, sólo los derechos para adquirir una VPO a un precio irrisorio. Menos mal que la fortuna, por fin, se apiada de él.

Wilson José se encierra en un locutorio telefónico y pone una conferencia para hablar con los padres, en la aldea. Papá, que tengo una buena noticia que darles... ¡que me caso! ¡Qué alegría, hijo! Sí papá, quiero sentar la cabeza. ¡Tu madre se va a volver loca de contenta! Papá, bueno, no es lo que usted piensa... Me caso con un compadre ¿Cómo? ¿Puedes repetir? Que sí, que me caso con un compadre.... Espere que le explique, padre, acá se pueden casar dos hombres...

No escuchó nada más, no pudo llegar a pedirle dinero al padre, porque el padre le colgó el aparato. ¡Carajo con el viejo!

A estas alturas de relato, querido amigo, podrás imaginar que Wilson José y su compadre Fran Tabárez se casaron felizmente ante un concejal progre del ayuntamiento de Madrid, y que pagaron la entrada a la VPO con ayudas de una asociación de gays y lesbianas que se conmovió al oír aquella exagerada historia de amor tan poco usual en nuestros días.

Ignoro si dicha asociación se tomó la molestia de visitar el nidico de amor de Wilson José y Fran, porque se habrían encontrado con el rosario de novias y amantes que desfilaban todas las semanas por los dormitorios separados de los recién casados.

Un fuerte abrazo, compadre.

sábado, 22 de enero de 2011

Promesas

Querido amigo:

¿Que qué le digo al niño? Bien lo sabes tú, lo que te prometí... la verdad, la pura verdad, si es que existe una verdad más verdadera. Que su madre es hermosa, buena, dulce y salada, un racimo de virtudes, una muñeca de cristal, con un alma tan grande como el mismo universo, con música en las manos y una voz de miel, que por tu boca no salen sino versos, ...una mujer de la cabeza a los pies. ¿Acaso crees que miento? La verdad, sólo la verdad, como te prometí.

Y por las largas noches de insomnio me abandono en los pliegues más oscuros de la ciudad... Errando, como un perro sin dueño, por clubs, discotecas y pubs de baja estofa. No me riñas, sólo cumplo con mis promesas... De lo contrario, amor mío, perdería la poca dignidad que me resta... mi palabra.

Y me detengo durante horas, pitillo tras pitillo, en el rincón donde te me apareciste por vez primera, irradiando misterio, tan linda y tan peligrosa como un hongo alucinógeno. Porque fue probar tus labios y sentir que nada de lo hasta entonces vivido volvería a tener el mismo significado. Y desde ahí en adelante vivo en una alucinación sin fin.

Y horas y horas, pitillo tras pitillo, aguardo bajo el balcón del cuarto de Montera, donde me sonreíste, henchida de gozo, para anunciarme que íbamos a ser papás. Me hiciste prometer que llevaríamos una vida normal por el bien de nuestro hijo. No te fallé. Dejé las calles y nos mudamos a Vallecas, lejos de la troya. ¿Y tú? No, amor mío, cuando dé a luz volveré a la carrera ¿de qué vamos a vivir si no?

No me diste tiempo a ganar lo bastante como para retirarte, vas y te marchas, dejándome sólo con el niño. Y yo no puedo dormir tranquilo desde entonces.

Prométeme, me rogaste, prométeme que te acostarás con una sonrisa en los labios y que soñarás con lo mucho que me amas, y que por las mañanas, cuando vuelva de trabajar, me besarás como si fuera la primera vez, y que nunca faltarán flores en la casa ¿me lo prometes?

Y cumplí mis promesas, amor mío. Un hombre sin palabra, no vale para nada. Me acostaba feliz, soñando con el instante de volver a verte, ya nacido el día; soñando con el día en que te recibiera con un buen sueldo y te prometiera que nunca volverías a correr Montera.

Cumplo mi promesa, aunque te hayas ido. Te echo tanto de menos, y por ello recorro nuestros rincones como alma en pena. ¿Cómo quieres que me acueste con una sonrisa? Prefiero no acostarme, para no quebrar la promesa que te hice. No duermo desde que te fuiste, no puedo, no debo.... Pronto, un día de estos, te volveré a besar cuando despunte la aurora, como si fuera la primera vez... Pronto, te lo prometí, ya sabes. Pronto... En cuanto a las flores... No te quejarás, que no hay tumba más florida en todo el camposanto que la tuya.

Un abrazo

viernes, 21 de enero de 2011

En un lugar de Aragón

Querido amigo:

Corría el año 1878 ó 79, no recuerdo bien, cuando mis padres me despacharon del Mas de las Matas para servir en la mejor tienda de paños de Zaragoza, regentada por unos parientes del pueblo. Tampoco me preguntéis por la edad que tenía por aquel entonces, tan sólo contad que yo no era más que un chiquillo.

Un chiquillo bastante despierto, si me dispensáis un poco de vanidad. No me hizo falta mucho tiempo para memorizar donde se guardaban las cintas, puntillas, corchetes, agujas, fajas, innumerables tipos de botones, ... ¡qué sé yo! El patrón atendía a las clientas y me mandaba a buscar tal o tal artículo ¡y me reñía si me demoraba! Por eso hube de apañármelas para dominar lo antes posible todo el género del establecimiento.

Por la tienda se dejaba caer lo más granado de la ciudad... Las señoritas del Coso, acompañadas por sus señoras madres, en busca de los más finos encajes de París o Barcelona; de adornos para sus presentaciones en sociedad... Todo de lo bueno, lo mejor.

Y qué decir cuando nos visitaban las mozas de los pueblos, después de mucho titubear en la entrada, sin atreverse a pasar. Las pobrecicas abrían los ojos como platos ante tantas estanterías, ante los enormes rollos de telas de todos los colores y gustos. Luego se llevaban un par de perras gordas de pañuelos para deslumbrar a las vecinas y se marchaban tan contenticas.

Había también señoras y señoritas venidas a menos, pero decentes hasta aburrir, y con un elegante sentido de la economía. Compraban poco, pues escaseaban los dineros, pero con tanta gracia y señorío que siempre vestían como las más dintinguidas de entre las damas.

En concreto pienso hoy en las de Fañanás, oriundas de Huesca. Madre e hija, tan modestas desde que muriera el marido y padre, pero tan bien apañadicas... Vivían en una pensión y luego se mudaron a un pisico de Torrero. De tarde en tarde entraban a la tienda para renovar el vestuario.

Yo era un mocico lo bastante espabilado ya para, cierto día, captar que madre e hija se asomaban con disimulo entre los visillos de la puerta de entrada al establecimiento. Afuera esperaba un joven, humildemente vestido de señor, con barba de punta y descarnadas mejillas. Tan pronto las vió aparecer en la calle, el joven se dió la vuelta muy azorado. Sin duda alguna, aquel mozo rondaba a la señorita de Fañanás.

Más tarde supimos que era médico, aunque no ejercía. Al parecer, se pasaba los días estudiando en el cuarto de la pensión donde se alojaba desde que dejara la casa paterna, tras haber reñido con el padre. La misma pensión donde residieron las de Fañanás.

El pobre mostraba tan enfermiza figura pues había vuelto tísico de Cuba, adonde viajó voluntario como teniente para guerrear en la Manigua. Allí le asaltaron las fiebres y por poco no lo cuenta. Luego, ya en Zaragoza, comenzó a toser sangre y hubo de retirarse al Pirineo a tomar los aires, prácticamente desahuciado. Milagrosamente, la pureza de los aires montañeses le salvaron de la muerte.

Al cabo de un año, una calurosa mañana de verano, la de Fañañás se casó con aquel médico en la Seo. ¡Ya era hora de que les saliera algo bien en la vida! Lo que vino después, sería largo de contar.... Al médico lo trasladaron fuera de Zaragoza y les perdí la pista.

Años más tarde de todo aquello, dejé la tienda para casarme con una señorita muy guapa, también clienta de la tienda, y me instalé en Belchite, el pueblo de mi esposa, donde pronto fue creciendo la familia. Rayábamos los albores del nuevo siglo...

Cierto día, recién casado, leí en las noticias que aquel médico se había convertido en un gran sabio de reconocimiento mundial, y que vivía en Madrid con su familia. ¡Quién lo iba a decir, con lo tontaina que parecía cuando rondaba a la que luego sería su mujer!

No dejo de dar vueltas a su historia. ¿Qué hubiera sido de él si las fiebres lo hubieran matado en Cuba? Había de estar destinado a grandes empresas, dado que se libró de los tiros de los rebeldes, del paludismo y de la tisis... Seguro que amaba mucho la vida, de lo contrario no habría burlado tantas veces a la fatalidad.

Bueno, mi bisnieto se cansa de imaginar mi historia, es hora de abreviar. Mi bisnieto no me llegó a conocer vivo, pero qué mejor recuerdo puede heredar de mi que unas pocas fechas y mi infancia en la tienda de paños de Zaragoza, hechos estos que estimulan su animada fantasía para aventurarse a creer que serví encajes y lazos a doña Silveria Fañañás, esposa del futuro premio Nobel de medicina, don Santiago Ramón y Cajal.

Un abrazo

domingo, 16 de enero de 2011

Entre sueños

Querido amigo:

Como cada noche se acostaron en la misma cama. El peso de la jornada los empujó al sueño apenas cerraron los ojos.

Él se sumergió en un pantano de frías aguas, mientras que ella penetró en el Edén, bajo un sol resplandeciente. Él luchaba por respirar en medio de una lóbrega penumbra, mientras que ella gozaba del perfume embriagador del paraíso. Él no oye nada, mientras que ella se deja arrullar por cánticos celestiales. Él cede a la fuerza de la corriente que le arrastra, mientras que ella busca una sombra para guarecerse del sol ardiente. Él acostumbra la vista al medio acuoso, mientras que ella se deslumbra con tanta luminosidad. Él nada en busca de la luz, mientras que ella mataría por un sorbico de agua. Él asume las desdichas que yacen en el lodoso fondo del pantano, mientras que ella aborrece la perfección que la rodea. Él pierde el miedo a la oscuridad, al silencio y a la muerte, mientras que ella teme topar con el árbol de la Sabiduría, con la serpiente y la manzana. Él distingue una luz arriba en la superficie, mientras que ella descubre un lago de cristalinos e hirientes reflejos. Él remonta flotando hacia el aire, hacia la luz, mientras que ella se arrastra, desfalleciendo de sed, hacia las aguas del estanque. Él emerge... Ella se zambulle... Ambos se encuentran en la superficie del lago. Él aspira hondamente, mientras que ella saborea el frescor del agua que apaga su sed.

Ambos despiertan, unidos los labios en un beso de ensueño, inconsciente y casual.

El sol atraviesa la lluvia antes de inundar la alcoba matrimonial con un arco iris de seda. Sin embargo, los siete destellos de agua y luz quedan pronto bajo el tupido manto de la rutina.

Una ducha, vestirse, ... tic tac, tic tac, el reloj amenaza con su terrible guadaña... Y después del primer sorbo de café, sus miradas se cruzan... Él sonríe mientras que ella resopla resignada. Él afirma haber recobrado fuerzas, mientras que ella recuerda vagamente una pesadilla.

Sólo cuando se besan para despedirse en el portal, sólo cuando se despegaron sus labios, él sintió que la lluvia le empapaba el traje, mientras que ella buscó con presteza sus gafas tintadas porque el sol le molestaba en los ojos.

Un abrazo

viernes, 14 de enero de 2011

Secretos de una monja

Sólo los grillos medían las horas de la madrugada con sus desafinados violines. Sólo un cabo de vela, velaba la velada. Su lánguida llama alumbraba la tez mortecina de la religiosa.

La celda olía a tomillo y lila, y la cama esperaba celeste y fría bajo el ventanuco de gruesos vidrios.

Un pedazo de cuartilla, y la mano ajada de carcomidas uñas, escribiendo poseída de inenarrables contradicciones.

Entonces, un apagado maullido le corta la respiración. Luego, un suspiro deja huérfana la ardiente cera de abeja. El cabo humea, bucólico, a la luz de la luna menguante.

Un ciprés se estremece en el claustro del convento, y sólo los grillos traspasan los dolores del alma con sus desafinados violines.

viernes, 7 de enero de 2011

Mateo 8, 12

Querido amigo:

"Mateo 8, 12" había levantado una gran expectación. Su director se jactaba de haber rodado la mejor película de terror de todos los tiempos. Ante tal socarronería, la noche del estreno reunió a la crema de la crítica cinematográfica del país.

Se apagaron las luces de la sala y se iluminó la pantalla. Tras los créditos aparecieron extrañas figuras: rombos que se multiplicaban infinítamente hasta reducirse a un punto, el cuál, a su vez, se expandía formando círculos concéntricos que se abalanzaban hacia el primer plano... Y cuadros y cuadros, rombos y rombos, infinitos círculos... durante varios minutos... induciendo a un leve sopor, un sopor...

Un estallido despertó al público. Se proyectaba la imagen de un patio de butacas. Las luces de sala se encendieron a media potencia y, entre la penumbra, los asistentes se reconocieron en la gran pantalla. Evidentemente, estaban siendo filmados por una cámara que transmitía la imagen al proyector. Sin embargo, cada uno de los allí presentes se veía diferente a como se creía.

A partir de aquel momento comenzaron los llantos, los gemidos, los gritos... Al cabo de unos minutos, toda la sala parecía haber perdido la razón. Unos espectadores se cubrían como si estuvieran desnudos; otros se convulsionaban en el suelo; otros se acurrucaban temblando detrás de sus butacas; otros lloraban implorando piedad... Mientras, la película seguía proyectando cuanto ocurría en la sala.

Al término de la proyección, la sala parecía haber sido arrasada por algún cataclismo. Parecía imposible que aquellas personas hubieran desarrollado la fuerza necesaria para arrancar las butacas y provocar los destrozos que se produjeron. Quienes paseaban por los alrededores del cine aquella noche fueron testigos de la fantasmagórica comitiva que abandonaba la sala.

Al día siguiente un juez de guardia incautó la película y prohibió su difusión. El director fue arrestado. Más tarde declaró que el verdadero terror anidaba más allá del consciente, en el subconsciente de cada espectador. El mérito de la película consistía en enfrentar a cada cuál con la imagen que de sí mismo ocultaba su subconsciente. El infierno mora en el alma de cada ser humano.

Sin embargo, tras declarar ante el juez, el cineasta fue puesto en libertad sin cargos. Al fin y al cabo, nada demostraba científicamente el pueril subterfugio utilizado para inducir a la hipnosis de los espectadores. El informe judicial no veía engaño. Se había anunciado una película de terror y los expectadores habían experimentado terror. Nadie había sido forzado a ver la película.

El director desapareció y nunca más se volvió a saber nada de él.

La sala de cine hubo de ser clausurada para restaurar los daños causados durante la accidentada sesión. Al amanecer del día siguiente, los más observadores descubrieron debajo de las enormes letras de "Mateo 8, 12" un subtítulo en letra pequeña que había pasado desapercibido la víspera:

"Mas los hijos del reino serán arrojados a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes"

Un abrazo

jueves, 6 de enero de 2011

Acto de fe

Querido amigo:

Los hechos de los últimos días me conducen a redactar la presente carta de dimisión. Considero haber fracasado en el ejercicio de mis obligaciones y no merezco permanecer más tiempo entorpeciendo la alta misión que se me encomendó. Que Dios me perdone.

Todo comenzó el día que despidieron del trabajo al hombre cuya vida se me asignó velar. Reconozco que nunca imaginé que tal acontecimiento derivaría en una espiral de despropósitos, como así fue. Mi hombre se encontraba triste, como es natural, pero no me preocupé demasiado. Es joven, pronto encontrará otro empleo. Yo no estoy para resolver todos sus problemas, sino para cuidar de su alma.

Sin embargo, el paro se prolongó durante mucho tiempo y la tristeza degeneró en depresión. Un día aciago, al cabo de un tiempo, mi protegido intentó arrancarse la existencia. Esto sí que me cogió totalmente desprevenido, jamás creí que me hubiera relajado tanto en mis funciones.

Cuando el pobre se empinó al borde de un puente, hube de aplicar un plan de urgencia. Todavía le quedan muchos años para reunirse con el Altísimo. No había tiempo que perder. En los breves minutos que transcurrieron mientras mi hombre se debatía entre arrojarse o no a la turbulenta corriente, hube de perturbar al jefe para rogarle me permitiera el uso de una medida de excepción: comunicarme con mi protegido. Había que devolverle las ganas de vivir de inmediato. ¿Pero cómo? Alcohol...

A partir de aquel momento todo se complicó. Embriagué a mi protegido para sacarle de la cabeza sus siniestras intenciones. ¡Qué ingenuo fui! No valgo para esto...

El caso es que tomé la decisión que creí más adecuada en aquel momento tan crítico. Ignoraba yo por entonces que el diablo mora al fondo de toda botella. ¿Pero qué otra cosa podía hacer para que esa pobre alma me escuchara? Al menos, logré salvarle la vida.

Bebió y bebió. Y olvidó. Olvidó lo malo, lo que le afligía el espíritu, pero... ¡olvidó también lo bueno! Aprovechando el torpor que le causó la bebida, hablé con él a través de la música. No dejé de ponerle buena música durante toda la noche. Bailó y bebió hasta que cayó rendido en su cama al despuntar el alba. Durmió con una sonrisa en los labios.

Aquella sonrisa encendió mi vanidad. Había triunfado, Dios mío. Me sentí en la mismísima gloria. ¡Qué plenitud! Había devuelto la alegría a mi protegido ¿qué más me podían pedir? No importaba ya que aquel desdichado hubiera intentado matarse. Lo que importaba era aquella sonrisa.

Mi inexperiencia con el alcohol me engañaba. Cuando mi protegido se levantó horas más tarde, se dirigió directamente a la taberna. Al anochecer, regresó a casa como una cuba. El demonio había entrado en sus venas y yo no me había dado cuenta. Así creía yo, más vale que se emborrache y ría a que vuelva al puente. Una terapia atípica ésta del alcohol, pero muy efectiva.

Sin embargo, la situación fue empeorando, y las borracheras se sucedían a diario. Al principio le daba por cantar y bailar. En la taberna, en la calle, en su casa... Cantaba canciones felices. A su alrededor se contagiaba la alegría.

Pasado un tiempo determiné que había que poner fin a tales calaveradas. Fue cuando hubo de soportar su primera resaca. Una mañana amaneció como un muerto viviente. Pensé que le serviría de escarmiento, y que abandonaría sus libertinos hábitos. Me equivoqué. Satanás me había tomado la delantera. A partir de entonces el alcohol le insuflaría alegría, pero también dolor.

Mi protegido arma una verbena todos los días. Por las noches, se retuerce como un poseído.

Confieso mi incapacidad para reparar las consecuencias de mi irresponsable terapia. De no actuarse a tiempo, la alegría de mi protegido irá cediendo al dolor. El diablo se ha apoderado de él. Solicito un relevo inmediato para mi puesto.

Atentamente,

El Ángel de la Guarda