Querido amigo:
Los hechos de los últimos días me conducen a redactar la presente carta de dimisión. Considero haber fracasado en el ejercicio de mis obligaciones y no merezco permanecer más tiempo entorpeciendo la alta misión que se me encomendó. Que Dios me perdone.
Todo comenzó el día que despidieron del trabajo al hombre cuya vida se me asignó velar. Reconozco que nunca imaginé que tal acontecimiento derivaría en una espiral de despropósitos, como así fue. Mi hombre se encontraba triste, como es natural, pero no me preocupé demasiado. Es joven, pronto encontrará otro empleo. Yo no estoy para resolver todos sus problemas, sino para cuidar de su alma.
Sin embargo, el paro se prolongó durante mucho tiempo y la tristeza degeneró en depresión. Un día aciago, al cabo de un tiempo, mi protegido intentó arrancarse la existencia. Esto sí que me cogió totalmente desprevenido, jamás creí que me hubiera relajado tanto en mis funciones.
Cuando el pobre se empinó al borde de un puente, hube de aplicar un plan de urgencia. Todavía le quedan muchos años para reunirse con el Altísimo. No había tiempo que perder. En los breves minutos que transcurrieron mientras mi hombre se debatía entre arrojarse o no a la turbulenta corriente, hube de perturbar al jefe para rogarle me permitiera el uso de una medida de excepción: comunicarme con mi protegido. Había que devolverle las ganas de vivir de inmediato. ¿Pero cómo? Alcohol...
A partir de aquel momento todo se complicó. Embriagué a mi protegido para sacarle de la cabeza sus siniestras intenciones. ¡Qué ingenuo fui! No valgo para esto...
El caso es que tomé la decisión que creí más adecuada en aquel momento tan crítico. Ignoraba yo por entonces que el diablo mora al fondo de toda botella. ¿Pero qué otra cosa podía hacer para que esa pobre alma me escuchara? Al menos, logré salvarle la vida.
Bebió y bebió. Y olvidó. Olvidó lo malo, lo que le afligía el espíritu, pero... ¡olvidó también lo bueno! Aprovechando el torpor que le causó la bebida, hablé con él a través de la música. No dejé de ponerle buena música durante toda la noche. Bailó y bebió hasta que cayó rendido en su cama al despuntar el alba. Durmió con una sonrisa en los labios.
Aquella sonrisa encendió mi vanidad. Había triunfado, Dios mío. Me sentí en la mismísima gloria. ¡Qué plenitud! Había devuelto la alegría a mi protegido ¿qué más me podían pedir? No importaba ya que aquel desdichado hubiera intentado matarse. Lo que importaba era aquella sonrisa.
Mi inexperiencia con el alcohol me engañaba. Cuando mi protegido se levantó horas más tarde, se dirigió directamente a la taberna. Al anochecer, regresó a casa como una cuba. El demonio había entrado en sus venas y yo no me había dado cuenta. Así creía yo, más vale que se emborrache y ría a que vuelva al puente. Una terapia atípica ésta del alcohol, pero muy efectiva.
Sin embargo, la situación fue empeorando, y las borracheras se sucedían a diario. Al principio le daba por cantar y bailar. En la taberna, en la calle, en su casa... Cantaba canciones felices. A su alrededor se contagiaba la alegría.
Pasado un tiempo determiné que había que poner fin a tales calaveradas. Fue cuando hubo de soportar su primera resaca. Una mañana amaneció como un muerto viviente. Pensé que le serviría de escarmiento, y que abandonaría sus libertinos hábitos. Me equivoqué. Satanás me había tomado la delantera. A partir de entonces el alcohol le insuflaría alegría, pero también dolor.
Mi protegido arma una verbena todos los días. Por las noches, se retuerce como un poseído.
Confieso mi incapacidad para reparar las consecuencias de mi irresponsable terapia. De no actuarse a tiempo, la alegría de mi protegido irá cediendo al dolor. El diablo se ha apoderado de él. Solicito un relevo inmediato para mi puesto.
Atentamente,
El Ángel de la Guarda
jueves, 6 de enero de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario