Querido amigo:
Esta historia comenzó una madrugada de la primavera de uno de los años de hambre que sucedieron al término de la guerra civil.
Aquella noche, por las oscuras callejuelas de Carabanchel Alto deambulaba una pobre alma, desfallecida por no haber probado bocado desde hacía dos días.
En la cima de su desesperación, caliente el coraje por un par de chatos de mal vino, reunió la moral para derribar de una patada la puerta de la iglesia y allanar el suelo sagrado para desvalijar cinco pesetas del cepillo.
La mañana le sorprendió dormido al pie de una morera, con un fuerte dolor de cabeza y un vacío absimal en el estómago. Un mozo rayano en los veinte, desaliñado, analfabeto y hambriento, con cinco pesetas en el bolsillo.
Enseguida le invadió el tormento de la culpa. Robar era pecado. Robar a Dios, el peor de los pecados capitales. Condenado al infierno con tan sólo veinte abriles...
Más aún, más implacable que la justicia divina, pensó, caería sobre su persona la justicia de los hombres... Una pareja de la Benemérita apareció por una esquina... ¡Sintió tal pánico! ¡Seguro que le iban buscando!
A esas horas ya habrían descubierto el hurto. Alguien le habría denunciado... No tenía otra alternativa que huir, huir tan deprisa como le llevaran sun flacas piernas... ¿Pero adónde? La sierra. Allí se perdería de la sociedad, moraría oculto entre la espesura, libre aunque culpable.
Durante años sobrevivió como pudo, torturado por terribles jaquecas, el castigo que había de padecer por su pecado.
Recuerdan los más ancianos del barrio, que hasta 1948 Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo formaban sendos municipios independientes de la vecina Madrid. En dicho año, Madrid fue extendiéndose hasta devorar a Carabanchel, que pasaría a integrarse como un barrio más de la gran urbe.
Los años pasaron, el mozo envejeció sin poder desprenderse de la culpa que cargara desde que desvalijara el cepillo de aquella iglesia. Inmerso en las entrañas de Guadarrama, no había vuelto a tener contacto con la civilización, de la que se escondía para evitar la tortura, el juez y la cárcel. Sin embargo, tantos años de soledad habían obrado milagros. La convivencia íntima con la naturaleza serrana fortaleció su espíritu. Después de tantos inviernos al borde de la muerte, a qué podía temer nuestro aguerrido ladronzuelo.
A mediados de los años ochenta, decidió que había llegado el momento de expiar su culpa ante Dios y ante los hombres. Un día de invierno, regresó a Madrid. Se puede imaginar la impresión que le causaron los extraordinarios cambios experimentados por la capital. Tanto tráfico, tanta gente, tanto ruido, tanta confusión...
Al caer la tarde ya andaba por las calles de Carabanchel, sin reconocer apenas el lugar de donde huyera hacía casi cuarenta años. Buscaba la iglesia donde había cometido el robo para confesar su delito antes de entregarse a la justicia. Aunque fuera lo último que hiciera, devolvería con creces las cinco pesetas con las que había cargado durante tantos años.
Buscó sin saber por dónde empezar. Preguntó por la iglesia, pero los transeúntes rehuían detenerse a responder a un vagabundo, tal lamentable aspecto mostraba.
Al final, topó con una iglesia, cuya arquitectura no se parecía ni de lejos a la que él recordara en sus remordimientos. Desesperado, accedió a ella y preguntó por el cura. El cura se presentó ante el vagabundo vestido sin sotana ¡no podía ser el cura! Pues sí, por increíble que pareciera, aquel joven de larga melena era el párroco de aquella iglesia.
Arrodillándose ante el perplejo sacerdote obrero, el hombre de la sierra refirió su hurto y tendió un puñado de monedas oxidadas. El cura observó la antigüedad de las monedas, y creyó en cuanto le confesaba aquel pobre diablo. T
us pecados están perdonados, ve en paz. El ignorante salió aliviado de la extraña iglesia, dudando aún si aquel que decía ser el párroco, sin sotana, era en realidad un sacerdote.
En cualquier caso, se plantó ante el primer guardia que encontró y le rogó lo detuviese por haber cometido un grave robo. Sorprendido, el guardia lo introdujo en el coche patrulla y lo condujo a un ambulatorio para que recibiera tratamiento médico.
Durante dos días permaneció internado, sometido a continuas pruebas médicas. Su relato le granjeó el cariño de los médicos y enfermeros, que no daban crédito ante la ingenuidad del "abominable" hombre de la Sierra.
Los periódicos acudieron al ambulatorio para entrevistarle. Su historia fue revelada a todo el país por Informe Semanal. Nuestro pobre viejo vino a saber que su delito había expirado y que, si Dios le había perdonado, podía estar tranquilo de que los jueces no le condenarían. Al salir del ambulatorio, aseado y con ropa limpia, no supo adónde ir.
Desapareció como tantos otros. Unos dicen que lo vieron mendigar por las calles del barrio, otros aseguran haberlo visto errar por las cumbres de la Sierra. Sólo él sabe que nunca más volvió a padecer jaquecas.
Un abrazo
domingo, 10 de abril de 2011
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1 comentarios:
A mí me ha dado también por un ermitaño de las cumbres...¡qué coincidencia!
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