Querido amigo:
Corrían los primeros años del siglo XX. Por aquel entonces yo trabajaba en una factoría de calzado del sureste de Manhattan. Cierto día se presentó un joven de unos veinte años, recién llegado a Nueva York. Un muchacho que había huido con su esposa de las matanzas que el zar ruso ordenaba contra los judíos. Una historia más en una ciudad a la cuál desembarcaban cada día miles de almas sin pasado, en busca de un futuro incierto.
El gerente, el señor Smith, admitió al ruso Samuel en la factoría y lo puso a curtir la piel con la que confeccionábamos los zapatos. ¡Qué más podía hacer un tipo que ni siquiera hablaba una palabra de inglés!
Al cabo de un tiempo, el joven trataba con todos los muchachos de la factoría, haciéndose entender con pocas palabras y muchos gestos. Nunca nos contó nada de qué vida había llevado hasta llegar a Nueva York. Alguien le preguntó una vez de qué parte de Rusia procedía, pero Samuel respondió que había nacido en la campiña y que había trabajado en muchos lugares.
Como muchos exiliados judíos, el joven ruso se sentía culpable por haber huido de su país, como un vulgar prófugo. Samuel anhelaba ante todo convertirse en ciudadano americano, y hasta conseguirlo, recelaba de todo aquello que tuviera relación alguna con Rusia, quizás temiendo que le denunciasen y le deportasen de nuevo ante el zar, donde habría de pagar su deslealtad ante la justicia. Por ello, Samuel se consagraba en cuerpo y alma al trabajo y a aprender el inglés, negándose a hablar ruso incluso en el seno de su propia familia. Ese era su sueño americano.
La única familia de Samuel en América era su bella esposa, quien había encontrado trabajo en una sastrería situada a un par de manzanas de nuestra factoría de calzado. Al término de la jornada, la muchacha le aguardaba en la puerta, por lo que todos pudimos maravillarnos con aquella exótica beldad de dorados rizos y azul e intensa mirada.
Luego les perdí la pista. Abandoné la factoría de calzado para emplearme en la construcción de un gran rascacielos, trabajo mucho mejor remunerado. Sustituí las hormas por el hormigón y los clavos por las vigas de acero.
Ha pasado ya el tiempo y acabamos de inaugurar el rascacielos en pleno corazón de Manhattan. Las obras han durado cerca de dos años, concentrando los esfuerzos de obreros de los más diversos orígenes. Una especie de torre de Babel en la que no resultaba fácil entenderse. Italianos, polacos, rusos, irlandeses, asiáticos, .... cada uno con su lengua y sus costumbres, compartiendo andamio a varios pies de altura. Con todo, el magnate ha estrenado hoy su flamante despacho en la última planta de su torre, y nos ha pagado un sueldo extraordinario por redoblar nuestros esfuerzos durante el último mes.
Al volver a mi casa en Brooklyn, me he topado con un viejo camarada de la factoría de calzado. Samuel y su esposa iban paseando por la acera de enfrente. Él vestía un traje muy elegante, con sombrero de paño y corbata. Llevaba a un bebé en brazos. Ella le seguía a dos pasos de distancia.
Doy gracias a Dios de que no me vieran, pues hubiera sido incapaz de disimular la impresión que me provocó la visión de aquella mujer, otrora una muñeca preciosa, hoy desmejorada y marchita como un trapo viejo, al lado de su marido, orgulloso y altivo.
Había oído contar que Samuel había medrado en la factoría de calzado hasta el punto de convertirse en el gerente, sustituyendo al señor Smith. Sin duda se había cumplido su sueño americano, si bien ese mozo de misterioso pasado cuyos ojos se escapan detrás de cada falda que se cruza por su camino parece olvidar que todo sueño tiene un precio, y que a dos pasos de él pasea su tristeza el alma que vendió a cambio de la gerencia de una factoría de calzado de Manhattan.
Un abrazo