domingo, 30 de octubre de 2011

Suspiros de España

Querido amigo:

A mediados de 1824, un coche de caballos cruzó el paso fronterizo de Hendaya. En el coche viajaba un hombre enfermo, cansado, triste y decepcionado, camino del exilio. Había partido de Madrid unos días atrás. Durante toda la travesía, la aguda mirada de aquel anciano no había cejado de empaparse del paisaje español. Se despedía de las hondas llanuras castellanas, surcadas de predios de trigo donde se doblaban los abnegados campesinos; de los fértiles montes de las Vascongadas, donde pastoreaban sus rebaños los paisanos; de la villa de San Sebastián, en cuya playa faenaban los sufridos pescadores...

Aquel viejo había nacido hacía 78 años en una remota aldea del Bajo Aragón, tierra de secano y miseria. Su talento artístico le había llevado de la pobreza a los salones de la Corte. Luego estalló la guerra, y sus ojos hubieron de ser testigos de la brutalidad del ser humano, mas aún cabía lugar para la esperanza, siempre y cuando al horror sucediera una sociedad elevada, ilustrada, impregnada de los valores de la Razón y desprendida del rancio ostracismo secular de la religión. Aquel anciano rememoró los sueños que había alentado con sus amigos liberales; sueños llenos de libertad y humanismo...

A mediados de 1824, Francisco de Goya y Lucientes, natural de Fuendetodos (Zaragoza) y pintor de cámara de la Corte, se exiliaba a Burdeos (Francia), mientras el rey Fernando VII rompía en añicos los sueños de una España moderna. Junto al pintor se marchaba también lo mejor de la España de la época, que quedaba así a merced de la mediocridad más putrefacta y sórdida que hubiera conocido nuestra Historia hasta entonces.

Algo más de un siglo después, en abril de 1939, miles de españoles abandonaban España por el mismo paso fronterizo de Hendaya. Al igual que Goya, se exiliaban enfermos, cansados, tristes y decepcionados, con los sueños rotos. Al igual que Goya habían nacido en la pobreza, y habían asistido al primer atisbo de modernización que brillara en España desde que llegara al trono el nefando Fernando VII, quien sumiera a la nación en un atraso con respecto al resto de vecinos europeos cuyas consecuencias aún se sentían latentes.

La II República había sido derrocada, y con ella los sueños de una sociedad cultivada, justa, libre y sin complejos. A mediados de 1939, partían con el corazón destrozado los mejores de los mejores que había dado nuestra Historia: intelectuales, científicos, artistas, juristas, ingenieros, etc...; entegando España a la oscura mediocridad, a caciques egoístas y egocéntricos que proseguirían la abyecta obra de Fernando VII (y herederos) de retrasar a la nación con respecto al resto de vecinos europeos.

Han transcurrido 72 años desde entonces, y los aeropuertos internacionales de España despiden a la generación mejor preparada de la España de todos los tiempos. Asimismo, como Goya y los ilustrados, como los republicanos, los jóvenes españoles se marchan cansados, tristes y decepcionados, con los sueños rotos. Desde las aulas universitarias habían abrigado un futuro de esperanza y promesas que no se han cumplido. Abandonan España porque en ella siguen gobernando la mediocridad y la ignonimia, la avidez y la desvergüenza, el egoísmo y el egocentrismo... Dejan el país en manos de una sociedad civil altamente corrupta, en la que los arribistas, los lameculos y los enchufados hacen carrera, en la que se propugna la pereza y la falta de escrupulos, en la que la mentira campea a sus anchas... Una vez más, los mejores de los mejores se van, y queda lo peor de lo peor, lo más podrido.

Un abrazo

viernes, 28 de octubre de 2011

Para Victor Frankl

Querido amigo:

Hará ya algún tiempo de todo esto. Un amigo mío no pasaba por un buen momento de ánimo, todo le parecía un sinsentido y sin visos de mejorar, por lo que propuse salir a tomar unos vinos por el Madrid antiguo.

Nos recorrimos la Cava Baja desde la Plaza de San Andrés hasta Puerta Cerrada, de chato de vino en chato de vino, la mejor de las terapias para que las amarguras liberen el espíritu de sus contradicciones. Mi amigo trabaja en una consultoría muy prestigiosa, de esas que por dinero justifican los atrevidos tejemanejes de los jerifaltes de las grandes empresas. Mi amigo trabaja de sol a sol, siempre hasta las tantas, y a veces incluso fines de semana.

Brillante estudiante, esperaba altas ambiciones de la vida, mas el destino le había arrojado al ostracismo, y ahí estaba... hecho un guiñapo, atrapado en la apatía. Le sugerí que podía buscarse empleo en otro lugar, pero mi amigo se irritó, porque no quería oír ni hablar del tema: ¡Cualquier cambio significaría una renuncia! Además ¿adónde iba a ir él si no sabía hacer otra cosa? Que si perdería su prestigio, que si cobraría menos, etc...

De pasarse la vida entera en la oficina, al cabo de los años mi amigo había ido olvidando sus aficiones, sus intereses culturales, literarios y artísticos que forjaran nuestra amistad tiempo atrás. Mi amigo se había ido insensibilizando ante los afectos ajenos, quedándose solo poco a poco. Le acuciaba una ansiedad tal, que se había quedado impávido tras el despido fulminante de un compañero, sin pensar que quizás, por un error sin relevancia, él mismo podría ser el próximo. Incluso había perdido el interés por las mujeres...

Ante una tapa de tortilla española, me contó cómo últimamente soñaba con hacer deporte, o con asistir a una de mis funciones de teatro; soñaba en sus cortas noches (pues nunca podía acostarse antes de medianoche y nunca se levantaba más allá de las seis de la mañana) con el tiempo libre de que carecía, para estrellarse al despertar con la dura realidad, una agotadora jornada laboral. Me confesó que se pasaba largas horas ante el ordenador, y que muchas veces, su mente volaba hacia aquellos felices días del teatro, cuando enriquecía el espíritu con los grandes clásicos.

Ante tal rosario de penas, casi no podía reconocer al amigo inteligente y animado que prometía un futuro brillante. La gota que había colmado el vaso, me refirió apurando un Rioja, fue una mueca que su gerente había realizado después de hojear un informe en el que llevaba trabajando, noche y día, desde hacía un mes. Podía soportar los agravios propios de una oficina muy competitiva, en la que se cruzaban palabras más o menos violentas, en la que se hería por herir... pero aquella mueca... aquella mueca de indiferencia... aquella mueca que revelaba un infinito desprecio por su trabajo... Los ojos de mi amigo se humedecieron, los labios fruncidos, la mano le temblaba... Estaba acabado y creía no poder esperar nada del avenir.

Se me ocurrió ir a tomar algo a la azotea de la Casa de Granada. Al llegar, mi amigo se mostró muy animado, sorprendiéndome con inusitadas palabras de esperanza. Pensé que los vinos que nos habíamos tomado debían ir obrando su halagador efecto. Sin embargo, mi amigo me descubrió el milagro que acababa de metamorfosear su paupérrimo estado de ánimo. Al pasar junto a la puerta trasera de la colegiata de San Isidro, mi amigo sintió que una mujer le decía: "Que tenga usted mucha suerte en la vida".

Yo, personalmente, no recuerdo haber escuchado a ninguna mujer, por lo que aún tengo mis dudas de si mi amigo, en su desesperación, confundió alguna conversación ajena. Sea como fuere, mi amigo confió plenamente en aquel advenedizo augurio y se despidió de mi de muy buen humor.

Unas semanas más tarde me llamó para contarme que le habían despedido. En absoluto se sentía deprimido, tan fuerte palpitaba en él la convicción de que la buena suerte le aguardaba. Mi amigo no profesa ninguna fe religiosa, nunca se ha pronunciado al respecto, pero paradójicamente creía ciegamente en que le esperaba la buena suerte.

Desde entonces ha perdido ya varios trabajos, todos ellos de lo más variopinto. Entró en un despacho jurídico, en una asesoría fiscal,... y harto de ejercer de abogado, se arruinó con un teatro de barrio (del que algún día os hablaré), hasta echarse por los caminos como cómico de la legua; persiguiendo su buena suerte con una sonrisa en el corazón, y la firme esperanza depositada en el pueblo siguiente, porque una mujer que salió de ninguna parte le bendijo con palabras de fuego y libertad cuando su alma nadaba en un mar de llanto, hace ya algún tiempo, en una estrecha callejuela de Madrid.

Un abrazo

sábado, 22 de octubre de 2011

La energía y el cerebro

Querido amigo:

Tomando café con Arancha, me contó cómo de vez en cuando soñaba que le llamaban de la universidad porque se había olvidado de cursar y aprobar algunas asignaturas de la carrera. Aquel sueño se repetía en sus noches con cierta frecuencia desde que terminara sus estudios hace ya algunos años, coincidiendo con etapas de estrés o ansiedad.

El cerebro humano simplifica la realidad que nos rodea y la clasifica con emociones. Por ejemplo: la ansiedad que experimentamos antes de un examen queda grabada en algún lugar de nuestro cerebro; si en el futuro atravesamos una época de ansiedad (por razones de trabajo, de pareja, de salud, etc... ), el cerebro reconoce esa emoción y recupera los recuerdos latentes asociados con esa emoción concreta, por lo que soñamos con experiencias pasadas que nos provocaron tal emoción.

De la misma manera, si pronunciamos la palabra alegría, el cerebro rescatará automáticamente recuerdos alegres. Resulta revelador realizar la experiencia de concentrarse en palabras que estimulan el cerebro: felicidad, júbilo, belleza, risa, fiesta, euforia, carcajada, etc... El ejercicio de encadenar palabras asociadas con una emoción puede activar el cerebro, liberando energía que nos induzca esa emoción.

Esto de la liberación de energía no tiene nada que ver con ninguna filosofía oriental, ni mucho menos. Los seres vivos nos alimentamos y sobrevivimos gracias a la transformación de la energía de los alimentos. Cuando nos falta energía, nos sentimos hambrientos y cansados.

El cerebro regula el balance energético del cuerpo humano. Toda actividad humana conlleva un consumo energético. Correr, andar o solucionar un sudoku. Tras varias horas de estudio concentrado, los estudiantes sienten haber consumido grandes dosis de energía, porque pensar gasta mucha energía.

El cerebro procura guiar nuestras apetencias a través de las emociones, porque se encarga de administrar nuestra energía. De esta manera, inspira la pereza antes de ir al gimnasio, donde quemaremos bastantes calorías; inspira divagaciones sin sentido que impiden concentrarse en resolver un problema, porque las divagaciones no consumen tanta energía como el acto de reflexionar; el cerebro nos incita a adoptar hábitos que ahorren la energía de pensar o improvisar.

Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos empleado sustancias que catalizan la liberación de energía. La cafeína de un café o la nicotina de un cigarrillo aceleran la liberación de energía, por lo que después de beber café o fumar, sentimos mayor claridad de ideas. Si consumimos mucha energía de manera muy concentrada, después de tomar café o fumar, luego nos sentiremos más cansados. Deducimos entonces que necesitamos comer algo, beber más café o fumar otro cigarrillo, para recuperar el balance energético.

Si tenemos presente, entonces, que todos nuestros actos y hasta pensamientos, consumen energía, podemos intentar conducirnos de manera más eficiente en nuestras vidas, reservando las energías para aquellas actividades que más exijan y recuperándolas mediante la alimentación cuando sea necesario mantener el balance energético.

Retomando el asunto de la reflexión, parece un hecho que el cerebro asocia la realidad con emociones, y que éstas consumen energía. Por tanto, los pensamientos pueden liberar energía. Pensamientos como tristeza, amargura, ansiedad, estrés, miedo, pánico, tétrico, putrefacto, etc... también liberan energía, pero en este caso ésta nos daña.

Pensemos en felicidad y alegría, que siempre nos ayudará a llevar una vida mejor.

Un abrazo

sábado, 8 de octubre de 2011

El ladrón de sentimientos

Querido amigo:

Todas las noches de plenilunio me dejo caer por el local de jazz que hay al principio de la calle Moratín, en el corazón del Madrid literario. No pocas de mis historias surgieron al calor del buen blues y de un Bloody Mary bien cargado, en medio de una noche en blanco donde, ya no las musas de la fantasía, sino hasta los propios sueños me habían dejado huérfano.

Aquella noche volvía de una sesión tardía de cine, sumido en profundos pensamientos. Al pasar por el bar de jazz me asaltó una corazonada, y me dejé arrastrar una vez más en sus misterios. Mi intuición no me había traicionado: en un rincón, Fernando y Óscar departían de la vida, del mundo y de cuanto de apócrifo puede brotar del ingenio humano. Nos saludamos con la alegría que nace de encontrar a los amigos en una ciudad donde tanta gente se pierde todos los días. Fernando y Óscar siempre beben mojitos en el bar de jazz, y yo pedí mi Bloody Mary.

Al cabo de un rato de animada charla, tal vez un par de horas rápidas como un suspiro, el vodka me distrajo de la conversación... En la mesa de al lado había una pareja, a la que apenas distinguía entre las nubes de tabaco que navegaban por el local, pero cuyas palabras me llegaban con nitidez al oído siempre que el volumen del blues aflojaba.

Ella abría sus más íntimos sentimientos al muchacho, que escuchaba con la mirada fija en ella, como si nada en el mundo existiera más importante en aquel preciso instante que los sinuosos laberintos por los que ella le conducía. No obstante, por lo que deduje entre blues y blues, aquella pareja acababa de conocerse aquella misma noche en aquel bar, aunque pareciera que llevaban años compartiendo caipiriñas.

Comprendo, querido amigo, que puedas dudar de mi discreción. No está bien escuchar a hurtadillas, pero la curiosidad se apodera de mi y me siento incapaz de no satisfacerla. Yo soy de esos que se agachan a recoger una postal hecha pedazos en el suelo, de esos que lee las dedicatorias de los libros antiguos en los puestos de la cuesta de Moyano... Escuché, entonces, a aquella pareja...

Los mismos desvelos de siempre... Nada nuevo. Siempre idénticas dudas, de generación en generación... Cuitas de ésas del alma que pensamos que nadie puede comprender; de ésas que padecieron nuestros padres y, años antes, siglos antes, nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... Dolores del corazón que no osamos compartir con nadie, salvo un desconocido que se presenta con una caipiriña para liberarnos de nuestra soledad.

El tipo atendía, como digo, con toda la sensibilidad que exigían las confesiones de aquella desconocida. Entonces, no sabría explicarlo, aquel muchacho hizo un gesto que le delató ante mi aturdida mirada... ¡era un ladrón de sentimientos!

¿Que qué es un ladrón de sentimientos? Alguien que no desearías encontrarte en tu camino. Alguien en quien confías desde el primer instante, como si sintieras que le conoces desde hace mucho tiempo, y que parece comprender y compartir todos tus sentimientos.... de manera que abres ingenuamente tu corazón y liberas aquella historia que tanto te hace sufrir... Y crees haberte enamorado de la "única" persona en el mundo capaz de comprenderte con tanta profundidad... Y esperas que el ladrón de sentimientos te corresponda con su propia historia, pero no... no cuenta nada. Entonces, sigues abriendo tu corazón más y más, invitándole con tu confianza a que el ladrón de sentimientos abra su corazón... Pero nada.

Al despuntar el alba, Óscar y Fernando seguían recomponiendo el mundo, y yo no podía abastraerme de cuanto acaecía en la mesa de al lado. Al término de la velada, aquella desconocida sonreía como si se hubiera quitado cien años de encima. ¡Pobrecilla! Se despidieron, prometiendo volver a encontrarse en la misma mesa una semana más tarde...

Una semana más tarde, volví al local de jazz y ocupé la mesa de siempre, en el rincón de siempre, reservándome el mejor sitio para descubrir el final de esta historia. Al rayar la medianoche, apareció ella y se sentó en la mesa de al lado, muy cerca de mi; tanto que podía oler su fragancia llamada Ilusión.

Pasaron las horas... La una, las dos, las tres,... y ella seguía sola. Cuando el ladrón de sentimientos entró en el local, pasó por delante de ella como si no la hubiese reconocido, como si no la hubiera visto nunca, como si no conociese sus secretos más privados. Le acompañaba una mujer de mirada melancólica; su próxima víctima.

Aquella noche, la muchacha que se sentaba a mi lado, fumó ausente su último pitillo y se levantó cansada, como si a sus espaldas hubieran arrojado todas las penas de las que se desembarazara una semana antes; vacía y sin ilusión, mientras un blues de acero le traspasaba hasta el último rincón de su alma.

Un abrazo