Querido amigo:
Hará ya algún tiempo de todo esto. Un amigo mío no pasaba por un buen momento de ánimo, todo le parecía un sinsentido y sin visos de mejorar, por lo que propuse salir a tomar unos vinos por el Madrid antiguo.
Nos recorrimos la Cava Baja desde la Plaza de San Andrés hasta Puerta Cerrada, de chato de vino en chato de vino, la mejor de las terapias para que las amarguras liberen el espíritu de sus contradicciones. Mi amigo trabaja en una consultoría muy prestigiosa, de esas que por dinero justifican los atrevidos tejemanejes de los jerifaltes de las grandes empresas. Mi amigo trabaja de sol a sol, siempre hasta las tantas, y a veces incluso fines de semana.
Brillante estudiante, esperaba altas ambiciones de la vida, mas el destino le había arrojado al ostracismo, y ahí estaba... hecho un guiñapo, atrapado en la apatía. Le sugerí que podía buscarse empleo en otro lugar, pero mi amigo se irritó, porque no quería oír ni hablar del tema: ¡Cualquier cambio significaría una renuncia! Además ¿adónde iba a ir él si no sabía hacer otra cosa? Que si perdería su prestigio, que si cobraría menos, etc...
De pasarse la vida entera en la oficina, al cabo de los años mi amigo había ido olvidando sus aficiones, sus intereses culturales, literarios y artísticos que forjaran nuestra amistad tiempo atrás. Mi amigo se había ido insensibilizando ante los afectos ajenos, quedándose solo poco a poco. Le acuciaba una ansiedad tal, que se había quedado impávido tras el despido fulminante de un compañero, sin pensar que quizás, por un error sin relevancia, él mismo podría ser el próximo. Incluso había perdido el interés por las mujeres...
Ante una tapa de tortilla española, me contó cómo últimamente soñaba con hacer deporte, o con asistir a una de mis funciones de teatro; soñaba en sus cortas noches (pues nunca podía acostarse antes de medianoche y nunca se levantaba más allá de las seis de la mañana) con el tiempo libre de que carecía, para estrellarse al despertar con la dura realidad, una agotadora jornada laboral. Me confesó que se pasaba largas horas ante el ordenador, y que muchas veces, su mente volaba hacia aquellos felices días del teatro, cuando enriquecía el espíritu con los grandes clásicos.
Ante tal rosario de penas, casi no podía reconocer al amigo inteligente y animado que prometía un futuro brillante. La gota que había colmado el vaso, me refirió apurando un Rioja, fue una mueca que su gerente había realizado después de hojear un informe en el que llevaba trabajando, noche y día, desde hacía un mes. Podía soportar los agravios propios de una oficina muy competitiva, en la que se cruzaban palabras más o menos violentas, en la que se hería por herir... pero aquella mueca... aquella mueca de indiferencia... aquella mueca que revelaba un infinito desprecio por su trabajo... Los ojos de mi amigo se humedecieron, los labios fruncidos, la mano le temblaba... Estaba acabado y creía no poder esperar nada del avenir.
Se me ocurrió ir a tomar algo a la azotea de la Casa de Granada. Al llegar, mi amigo se mostró muy animado, sorprendiéndome con inusitadas palabras de esperanza. Pensé que los vinos que nos habíamos tomado debían ir obrando su halagador efecto. Sin embargo, mi amigo me descubrió el milagro que acababa de metamorfosear su paupérrimo estado de ánimo. Al pasar junto a la puerta trasera de la colegiata de San Isidro, mi amigo sintió que una mujer le decía: "Que tenga usted mucha suerte en la vida".
Yo, personalmente, no recuerdo haber escuchado a ninguna mujer, por lo que aún tengo mis dudas de si mi amigo, en su desesperación, confundió alguna conversación ajena. Sea como fuere, mi amigo confió plenamente en aquel advenedizo augurio y se despidió de mi de muy buen humor.
Unas semanas más tarde me llamó para contarme que le habían despedido. En absoluto se sentía deprimido, tan fuerte palpitaba en él la convicción de que la buena suerte le aguardaba. Mi amigo no profesa ninguna fe religiosa, nunca se ha pronunciado al respecto, pero paradójicamente creía ciegamente en que le esperaba la buena suerte.
Desde entonces ha perdido ya varios trabajos, todos ellos de lo más variopinto. Entró en un despacho jurídico, en una asesoría fiscal,... y harto de ejercer de abogado, se arruinó con un teatro de barrio (del que algún día os hablaré), hasta echarse por los caminos como cómico de la legua; persiguiendo su buena suerte con una sonrisa en el corazón, y la firme esperanza depositada en el pueblo siguiente, porque una mujer que salió de ninguna parte le bendijo con palabras de fuego y libertad cuando su alma nadaba en un mar de llanto, hace ya algún tiempo, en una estrecha callejuela de Madrid.
Un abrazo
viernes, 28 de octubre de 2011
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