Siento que algo nuevo, vivo y libre me alienta a despertar a la plenitud de la existencia. Un sentimiento ilegal, inmoral e indigno de un fiel servidor del orden público.
Hasta ahora había podido presumir de mi lealtad hacia Su Divina Majestad y su Imperecedero Reino de Concordia, a quien había consagrado mi vida como feliz letrado defensor. Hasta ahora no había indagado en las estrellas sobre el sentido de la vida, porque éstas permanecían eclipsadas por el bondadoso resplandor de Su Majestad. Sin embargo, mi alma ya no pertenece al Imperecedero Reino de Concordia...
Mi nueva e inmoral libertad arrancó el día que cayó en mi escritorio el expediente de un profesor universitario que había sido arrestado por corromper los principios y la sagrada doctrina de Su Divina Majestad. Un caso de rutina en apariencia, otro más que sumar a mis grises días de imperecedero súbdito de la Concordia.
La lectura del expediente me confirmó que nada podía alegar en defensa de ese infeliz, pues la magnitud de su delito no admitía ningún argumento. Me entrevisté con él por oficio, consciente de que perdía mi tiempo con aquel espíritu subversivo que nada podía esperar ya en la vida, sino la Clemencia de Su Divina Majestad.
Encontré a un hombre sereno y alegre, ignorante tal vez de la funesta suerte que la Ley le deparaba. La pena capital aplicaba a quienes como él amenazaban con pudrir la Imperecedera Concordia.
Desde el primer instante, la actitud del acusado me sorprendió. Una creciente curiosidad florecía en mi por aclarar cómo aquel reputado imperecedero súbdito de la Concordia había desembocado en un calabozo.
Mi cliente había dedicado su vida al estudio y al trabajo. Desde muy joven había destacado como un referente nacional en latín y griego. Sus escasos alumnos le tributaban un sentido respeto. Académicamente se le tenía por una sabia eminencia. Una existencia gris y discreta, que se desarrollaba a la sombra de las Grandes Ciencias que sostenían la gloria del Imperecedero Reino de la Concordia. Exiguo interés podía atribuirse a las lenguas muertas, cuando brillaban las Matemáticas, la Física, la Química en una Universidad destinada a forjar el vero alma de los imperecederos súbditos de la Concordia.
Mi cliente había recibido un peligroso encargo, que imprudentemente aceptó, condenándose irremisiblemente. Espías extranjeros le habían encomendado la traducción de ciertos textos latinos y griegos al idioma de Su Divina Majestad. Textos inmorales, que distanciaban el corazón del lector de su elevada responsabilidad de imperecedero súbdito de la Concordia.
Mi cliente trabajó durante años en dicha traducción, cuyo contenido doblegaba su corazón hasta el punto de trastornar su existencia completamente. Su metamorfosis no pasó por alto a los rectores de la Universidad, celosos guardianes de la moral. Tampoco sus alumnos dejaron de observar que algo diferente, peligroso, se apoderaba de las clases de su amado maestro.
Mi cliente levantó sospechas y terminó por ser objeto de una investigación. La policía no olvidaría resquicio alguno en su vida sin registrar. Todo en su vida resultó irreprochable... menos ciertos papeles hallados en el escritorio de su casa. Ni siquiera se preocupó de guardarlos bajo llave, ningún asomo de decoro.
Como abogado defensor nunca se me permitió acceder a dichos papeles, cuya maldad se afirmaba en el informe judicial, único documento sobre el cuál debía basar mi defensa, documento que no admitía apelaciones ni preguntas. Los papeles habían sido catalogados de pornografía, y habían sido destruidos por orden del juez.
Mi cliente fue ejecutado hace una semana. Antes de partir hacia el patíbulo me confió un secreto. Un lugar. Allí busqué una caja que contenía la obra de varios años de ininterrumpido trabajo en la sombra.
Confieso que me indignó aquella última voluntad. Mi cliente había sido condenado por aquellas traducciones y se atrevía, a pesar de todo, a comprometerme confiándome su custodia.
Repugnado por lo que pudiera encontrarme, acudí al lugar indicado, decidido a destruir los papeles antes de que siguieran destruyendo más vidas. No pude, una curiosidad enorme me había invadido desde que viera por primera vez a mi cliente, y sucumbí a ella.
Llevo una semana leyendo sin parar, noche y día. Aunque no he leído ni la décima parte de los manuscritos, he experimentado tal revolución en mi entero ser que ya no podré volver a vivir como hasta ahora.
Esta noche he cruzado la frontera del Imperecedero Reino de Concordia, adonde creo no podré regresar jamás. Viajo ligero de equipaje, tan sólo unos manuscritos. Me he convertido en un apátrida, en un subversivo delincuente, que huye furtivamente de la Bondad de Su Divina Majestad.
Durante mi huida, he creído distinguir entre las sombras al Magistrado que dictó la sentencia de mi cliente. Sospecho que las copias intervenidas en casa de mi cliente no se destruyeron como rezaba el expediente. Sospecho que el Magistrado comparte conmigo ese sentimiento nuevo, vivo y libre que me alienta a despertar a la plenitud de la existencia.
También ese Magistrado apostata de su noble condición de imperecedero súbdito de la Concordia, posiblemente tras sumergirse en las primeras páginas de la Biblia, un texto que ha convulsionado nuestras grises existencias, despojándonos de nuestra patria y hogar, arrojándonos a un mundo repleto de belleza y color, sediento de Justicia y Libertad.
Un abrazo
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