Hace 40.000 ó 50.000 años, tuvo lugar la siguiente escena en algún lugar de nuestra amada España.
Un grupo de homínidos había abandonado la cueva donde vivían para buscar leña, comida, o cuanto pudieran encontrar que resultara útil para la comunidad.
En lo más hondo de un angosto desfiladero descubrieron un árbol enorme derribado por un rayo. Tras mucho discurrir, los más fuertes del grupo ordenaron que los más débiles bajaran a recoger el árbol, mientras que ellos aguardarían arriba vigilando por si aparecía alguna fiera. De mala gana obedecieron los más flaquitos, que no deseaban enojar al caudillo y al chamán, fuertes como osos porque siempre se reservaban los mejores bocados de las cacerías.
El caudillo tenía que alimentarse bien para estar fuerte y defender a la comunidad de otras tribus enemigas. Cada noche, el chamán ofrecía los más suculentos ciervos y gacelas a los dioses para que cuidaran de la comunidad; y cada mañana se encontraban en el altar los restos que los dioses dejaban tras su festín nocturno.
Con mucho esfuerzo y algún que otro resbalón, los pequeños homínidos llegaron al pie del gran árbol caído. Se distribuyeron como mejor pudieron y comenzaron a arrastrarlo. El árbol pesaba tanto que apenas se movía cuando todos empujaban con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, uno de los pobres pisó una piedra redonda y se cayó de espaldas.
El caudillo y el chamán comenzaron a desgañitarse de risa desde lo alto del barranco, y todos los presentes también se desahogaron a gusto. El que se había caído, mientras, ni pestañeaba. Cuando se acercaron a él, descubrieron que ya no vivía, que se había matado con el golpe. Un hondo silencio ensombreció a todos.
Sin moverse de la sombrica donde descansaba, el chamán gritó a los de abajo que aquel lamentable accidente podía ser un castigo de los dioses... que habría que ofrecerles más alimentos a partir de entonces... Los compañeros del difunto miraron con tanta ira al rollizo chamán, que éste temió que le atacaran. Recapacitando enseguida, entró en trance y con los ojos en blanco anunció que los dioses les enviaban una señal con aquel accidente... De la misma manera que aquel infeliz había deslizado con un canto rodado, así podrían juntar muchos cantos similares para poder arrastrar sin esfuerzo sobre ellos el enorme árbol.
¡Se acababa de inventar la rueda! ¡Qué maravilla!
Aquella misma tarde, el cuerpo del desventurado inventor llegaba ante la cueva encima del árbol que empujaban los demás sobre piedras redondas. Las mujeres comenzaron a llorarle a gritos, y el caudillo y el chamán ordenaron que todos ayunaran aquella noche como muestra de duelo.
Bueno, en realidad, todos no. El caudillo no podía acostarse con hambre, porque quién si no les defendería si los enemigos que acechaban a la comunidad atacaban y a él le fallaban las fuerzas.
El chamán se llevó toda la comida al altar, como acto de gratitud a los dioses que les habían revelado la rueda...
Y así, pasaron los años, los siglos,... Vinieron más caudillos y más chamanes, siempre bien alimentados, mientras que el pueblo ayunaba y lloraba... El pueblo temía... El pueblo ayunaba... El pueblo lloraba... Como hoy.
Un abrazo
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