domingo, 6 de enero de 2013

Los amigos

Querido amigo:

Se conocieron en la copa del castaño más alto del parque. El gato negro había trepado hasta ahí arriba en busca de las castañas más tiernas y sabrosas. La paloma blanca reposaba en una rama alta, y se asustó mucho al ver llegar al inesperado gato.

- No temas, que no pretendo hacerte daño - se excusó el gato.

La paloma, sin embargo, levantó el vuelo y se posó en otra rama, lo suficientemente lejos para que el gato no la alcanzara de un salto.

- Soy un gato vegetariano. No me gusta cazar ratones, pájaros o palomas. Sólo vengo en busca de ricas castañas con las que mitigar el hambre - prosiguió el gato - y no te molestaré. Disculpa por haber subido sin llamar.

La paloma observaba el festín que se daba aquel extraño gato con las castañas del árbol.

- ¡Oh, qué buenas están! ¿Quieres que te pele una, hermana paloma?

La verdad era que aquella paloma blanca no había probado bocado en todo el día. Se había refugiado en aquellas alturas pues se sentía sola y triste. Sin embargo, anhelaba poder picotear una de aquellas dulces castañas. Así que, muy despacico, saltando de rama en rama, se acercó a la castaña que el amable gato negro había apartado para ella.

Una vez saciada, la paloma se sintió de mejor humor.

- ¿Cómo es posible que no te guste cazar? ¡Todos los gatos cazan! Lo llevan en el instinto - indagó la paloma con curiosidad.

- Yo no soy gato ordinario, ya lo ves, soy un gato negro - replicó el felino.

- ¿Y eso qué tiene que ver? -.

- ¿Cómo? ¿No sabes que a nadie le gustan los gatos negros porque dicen que traemos mala suerte? - explicó el gato, lamiéndose las patas.

- No lo sabía - dijo la paloma - ¿Y tú también te sientes muy solo? -.

El gato contó a la paloma su triste historia. Él había sido el único hermano negro de su camada. Cuando sólo era un lactante sus hermanos se burlaban de él, y al crecer nadie quería tratos con él, pues la superstición le asociaba con la mala ventura. Allí donde iba, le echaban de todas partes. Incluso le arrojaban piedras para que se perdiera y no regresara jamás. Sólo y marginado, había trabado amistad con ratones y pajarillos, que le habían enseñado sus costumbres. Por ello no se aficionó a la caza, y optó por declararse un gato hervíboro.

A su vez, la paloma también poseía una triste historia. Al romper el cascarón, sus papás se enfadaron mucho al verla tan blanca como el armiño. El palomo y la paloma tenían otros pichones que alimentar, y temían que el blanquísimo plumón de la recién nacida atrajera a las alimañas del parque, poniendo en peligro a toda la familia. Por esta razón la abandonaron en cuanto se pudo valer sola, para salvar a los demás.

- Desde entonces siempre vago por las ramas más altas de los árboles, al abrigo de las miradas de los paseantes y lejos del alcance de los depredadores. Nadie más frecuenta estas alturas, por ello me sorprendiste desprevenida - aclaró la paloma blanca. - Las palomas blancas somos el símbolo de la Paz. Nos cazan para que adornemos actos benéficos y manifestaciones religiosas, sin tener en cuenta que las palomas blancas gozamos volando libres de aquí para allá - se lamentaba la pobre palomica.

- Hay muchos perros, gatos y ratones blancos ¿Por qué no les molestan a ellos? A los perros les encanta acaparar el protagonismo, les gustaría mucho convertirse en símbolos de la Paz - meditaba el gato.

- Pues ya lo ves... La han tomado con nosotras, las palomas blancas - respondió resignada la paloma. - También hay palomas, cuervos, perros y ratones negros como el carbón ¿Por qué sólo atraéis la mala suerte los gatos negros?

Entre estas profundas disertaciones se pasaron un buen rato. Luego se despidieron y cada uno se fue por su lado. La paloma blanca emprendió el vuelo y se alejó feliz por haber encontrado un alma gemela que compartía con ella tanta tristeza. Iba tan distraída reflexionando sobre los tópicos que amargaban las vidas de los gatos negros y las palomas blancas, que se enredó ella sola en una trampa para cazar palomas.

Un hombre la rescató de la red donde se veía atrapada y la encerró en una jaula. La pobre paloma revoloteaba desesperada, pero todo esfuerzo resultaba inútil.

- Va a ser verdad que los gatos negros portan mala fortuna - iba diciéndose a sí misma.

El gato negro había observado la caza de su amiga la paloma, y ya se barruntaba los nefastos pensamientos que sobre él debía albergar la pobrecilla, enjaulada en contra de su voluntad. Así que siguió al cazador hasta una pajarería, y aprovechó el primer descuido del dueño para colarse en ella y libertar a su amiga. Tan pronto escapó de la jaula, la paloma blanca revoloteó por toda la pajarería buscando la puerta hacia la libertad. Los perros que se encontraban en el local comenzaron a ladrar para alertar al dueño de la fuga. Uno de ellos, que se encontraba amarrado a una cadena corrió a atrapar al pobre gato negro, que de repente se vio acorralado.

- ¡Haya paz! ¡Silencio! - entró gritando el pajarero ante tan gran algarabía como habían armado los perros de la tienda.

El perro se despistó apenas un breve instante, que el gato negro aprovechó para huir con la paloma blanca.

Unos minutos después se reunían en la copa del anciano castaño.

- Gracias por liberarme, gato. ¡Qué suerte haberte conocido? - celebró la paloma.

El gato negro sonrió contento de su proeza.

Formaban una buena pareja, y desde entonces, el gato negro y la paloma blanca recorrieron el parque en busca de aventuras, sorprendiendo a quienes los veían pasear juntos por las alturas.

- ¡Qué extraña pareja, la Paz y el Mal Agüero juntos de la mano! - se decía la gente.

Pero a nuestros amigos no les importaba lo que de ellos se opinara, y disfrutaron el resto de sus vidas juntos, en paz y armonía, y gozando de una increíble buena suerte, aquella que bendice a las almas felices de compartir las alegrías y las penas.

¡Felices Reyes!

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