domingo, 22 de diciembre de 2013

Felicidad

Querido amigo:

Mi búsqueda arrancó el día en que dos de mis compañeras de trabajo debatieron sobre si una tercera compañera, ausente en aquel momento, era verdaderamente feliz. Una de ellas opinaba que no podía ser de otra manera, porque no le faltaba juventud, belleza, trabajo, amigos, éxito... en fin, todos esos alicientes de la vida que, según ella, atraían a la felicidad. Sin embargo, la otra discrepaba, ya que creía conocer mejor que nadie a la compañera ausente por los muchos cafés y confidencias que habían compartido, y -tal vez por celos o envidia- negaba categóricamente que esa muchacha viviera feliz.

Yo asistí a la discusión con la boca bien cerrada, reservándome mi propia opinión. Aunque, en realidad no sabría asegurar si me había forjado una opinión sobre la compañera de marras. Lo que sí me preocupaba hasta la obsesión era la otra cuestión del debate, la de la felicidad.

Y es que el ser humano erra por la vida esperando a la felicidad. No muchas la disfrutan plenamente, mientras que el resto salta de una frustración a otra, como cuando jugando al escondite nos asomamos detrás de una puerta entornada, convencidos de que sorprenderemos a alguno de nuestros amigos y... no hallamos a nadie.

Emprendí entonces mi propia búsqueda de la felicidad. Uno más, una gota más en el océano de la historia de la humanidad, que se sumergía en las profundidades del alma para desenterrar el preciado tesoro.

¿Mas qué anhelaba descubrir exactamente? No se recomienda buscar aquello de lo que se ignora prácticamente todo... ¡Hasta Colón zarpó del Puerto de Palos con una idea, más bien imprecisa, de las Indias! ¡Las estrellas del firmamento orientaron a sus carabelas! ¿Y a mí? ¿Quién me orientaría?

Me arrojé a las calles de mi ciudad, tratando de topar con personas felices. Resulta increíble cómo se transforma ante tus ojos la misma ciudad de cada día cuando la contemplas desde la perspectiva indagadora, desde el prisma del espíritu que persigue la felicidad. A mi alrededor se mostraron las más diversas máscaras que emulan a la felicidad.

En un bar reían unos borrachines. Unas horas más tarde no reirían tanto... ¡pobrecicos! Luego no podíamos confiar en elixires de la felicidad como el vino, la cerveza o similares, cuyos efectos temporales nos enajenaban unas horas para estrellarnos después en la realidad de la que habíamos intentado huir, hundiéndonos en el abismo de nuestra mortal debilidad.

No obstante, en la nebulosa glauca que el alcohol y las drogas envuelven en torno a nuestros sentidos, hay un indicio de la felicidad ¡una huella! Efectivamente, la perturbación a la que la bebida somete a nuestra mente atisba por unos instantes la noción de libertad. El alcohol rompe las cadenas de la timidez, de los corsés sociales, y mientras dura su efímero reinado sobre el cerebro humano, éste vive exento del poder demoledor de los juicios y opiniones ajenos, qué tanto mal causan. Cuántas veces vivimos consternados por el qué dirán, negándonos a nosotros mismos en público por pavor a terminar marginados y expulsados del cálido nido social, representando un papel, una ficción, ahogados por el peso cada vez mayor de la máscara que vela nuestros más prístinos deseos y pasiones, como patéticos actores que, a fuerza de interpretar tantos personajes, se olvidan de interpretarse a sí mismos.

Aquellos alegres borrachines vivían arrimados a la libertad en las fronteras de la sociedad, despreocupados de las críticas de sus prójimos entregando las llaves de las cadenas y grilletes que les aprisionan en este mundo a los licores, en ausencia de los cuáles, el mundo entero les aplastará con todo su brutal peso.

Proseguí mi periplo por los centros comerciales. El poder económico aparcaba sus autos de lujo, y recorría las tiendas más caras, acaparando vestidos, joyas, muebles, electrónica, placeres y demás artículos de caducidad programada. Los clientes se afanan por vestir con gusto, por mostrarse acordes con un estilo, con ciertos patrones dictados por los creativos de la moda, que abarcan la atrevida licencia de definir un carácter. Así te vistes, así compras, así te ven, así te tratan, pues así piensan que eres. Hay personalidades a la venta para todos los gustos. Cualquiera puede vestirse como un genio incomprendido, a lo Albert Einstein; como un gran señor a lo Richard Gere en Pertty Woman, o como Al Pacino en El Padrino; como un bohemio, a lo Pablo Picasso por Montmartre; a lo camarada bolchevique, como el Ché Guevara; como una estrella de la música, a lo Mick Jagger o a lo John Lennon, ... La dictadura de la moda tiene personalidades para todos, disfraces para todos.

Me sorprende que todavía la ingenuidad de mi generación, buscando la felicidad en una identidad cinematográfica, olvidando el viejo dicho que reza: El hábito no hace al monje. No hallaremos la felicidad representando al Padrino, al seductor James Bond, o a cualquiera genio marginal y bohemio, pero en esa búsqueda de una identidad, de una personalidad, procuramos acercarnos a ella, aun sacrificando nuestra libertad para mostrarnos tales cuáles somos, sin disfraz ni máscara, sin obligarnos a fingirnos los unos a los otros.

En una tienda muy mona, había una colección de imanes de nevera que invitaban a reír, a bailar, a dejarse llevar por los impulsos del corazón. ¿Se ocultaría la felicidad en el corazón de cada uno? El eterno dilema: ¿la razón o el corazón? Tal vez las dos caras de la misma moneda, pero tal vez no. Se abría una nueva puerta en mi pesquisa, la puerta del amor. En un centro comercial, parece claro que el amor se torna en un instrumento publicitario más para azuzar el consumismo. Se trata de adquirir la personalidad sentimental de Amélie Tatou, mucho más colorida, florida y simple que el Amor, ese complejo sentimiento que nos abstrae de nuestra soledad de ser humanos, para fundirnos con el ser amado en un uno único e indisoluble. No, no descubriría a la felicidad detrás del disfraz de Amélie, pero ésta me había puesto sobre la pista, la pista del Amor.

Abandoné el centro comercial agobiado por la aglomeración, y más vacío que cuando entré. Me despedí de la sociedad de mercado, y dirigí mis pasos hacia ninguna parte, como el Rocinante al que Don Quijote legaba el albedrío de buscar las próximas aventuras.

Sin darme cuenta, absorto en mis reflexiones, me adentré en el barrio financiero. Me crucé con apresurados ejecutivos, distinguidamente trajeados, en la mayoría de los casos hablando compulsivamente por sus celulares. Otros pasaban a mi lado sin dignarse a mirarme, como si yo no fuera de carne y hueso como ellos, sino más bien una farola o una papelera a la que esquivar. No me parecían muy felices, todos ellos con el entrecejo fruncido por las enormes responsabilidades, trabajando de sol a sol, por ... ¿por dinero? ¿por poder? ¿influencia y fama? ¿reconocimiento? ¿lujos y placeres para cuyo disfrute carecían de tiempo? Y si tales eran sus aspiraciones par alcanzar la felicidad ¿cómo es que no se mostraban felices?

Tampoco los hombres y mujeres de las finanzas me podían ayudar en mi búsqueda. Definitivamente, no se podía encontrar la felicidad en un mercado y comprarla como a un Porsche, a una modelo sin dignidad, o a un chalet en la urbanización más selecta. El dinero, entonces, nada tenía que ver con la felicidad. Habría que probar de otra forma.

Al anochecer regresé a casa, y cené con mi mujer y mis hijos. El amor que sentía por ellos se me antojaba muy lejano del amor polícromo de Amélie. Juntos reímos y lloramos, juntos convivimos y compartimos, y hasta mi vida daría por ellos. Pero cuando ellos se acuestan, reparo en el montón de facturas que atestaban el buzón, en las notas regulares de mi hija menor, que no gusta de estudiar, en la precariedad de mi trabajo, y en cómo nos las arreglaremos si éste me faltara.

Yo también me voy a la cama. Las aventuras diurnas se filtran en mi cerebro y emergen en forma de febriles pesadillas. A menudo me despierto, inquieto, sintiéndome solo, el hombre más solo del mundo, pero al poco me despejo y siento a mi mujer junto a mi, y recupero la calma. En mis agitados sueños, el Amor y el Miedo bailan un tango. La felicidad canta, mientras la pareja libra la genuina lucha del tango para dominarse el uno al otro.

En esa eterna danza entre el Amor y el Miedo se decanta el espíritu de los seres humanos, no importa cuántas calles recorra por la ciudad buscando la felicidad, ni cómo ni cuándo llegué hasta mi cama, junto a mi mujer y mis hijos, sólo importa que sueño con el infinito, y que también mañana me despertaré con dolor en el pie, y que ellos me aliviarán con su mera presencia, como si en ellos se concentraran las leyes cósmicas de un universo que me queda muy grande, pero que me atrevo a imaginar, amándolos cada día un poco más, venciendo al miedo en el tango mientras la felicidad canta, tal vez sin darme cuenta, como siempre, donde menos esperaba encontrarla.

Un abrazo y Feliz Navidad

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