sábado, 1 de febrero de 2014

La guadaña

Querido amigo:

Los viajeros atestan a todas horas los vagones de los trenes de la única línea que cruza el barrio financiero de la gran ciudad. Ejecutivos muy trajeados y demás trabajadores se apretujan unos contra otros durante los largos trayectos. Nadie presta atención a nadie, cada cuál sumido en sus propias preocupaciones. Recorre la línea un aire de indiferencia, que podría parecerse a la tolerancia.

No obstante, aquella noche saltó la chispa que inflamó aquella atmósfera cargada de prejuicios. Unas avería en la línea a última hora del día, ralentizaron hasta la exasperación el funcionamiento de la misma. Los andenes rebosaban de viajeros esperando trenes. El último había pasado hacía media hora ya, y la compañía de metro no daba explicaciones.

Por fin, muy despacio, llegó un tren, en el que los pasajeros casi no podían respirar de lo embutidos que viajaban. Los que aguardaban en el andén se abalanzaron a los vagones, intentando abrirse hueco a empellones. Enseguida se generó una gran confusión. Los que ya se encontraban en el tren gritaban que no había espacio para nadie más, y defendían la plaza a codazos. Los del andén no se resignaban a quedarse fuera, esperando hasta quién sabía cuándo vendría el próximo tren.

El maquinista intentó en vano cerrar las puertas varias veces, y cuando finalmente lo logró, temió que alguien de los que se quedaban en el andén pudiera caer a las vías cuando el tren reanudara la marcha. Faltó muy poco para lamentar una desgracia. El tren partió dejando atrás un hueco y airadas protestas.

Entonces, de entre aquel caótico coro se eleva una voz que siembra el silencio. Al parecer, una señora había sorprendido a un carterista con la mano en su bolso. No había nada de especial, otras veces había ocurrido, pero aquella noche, tras una larga jornada de trabajo y una larga espera en el andén, los nervios se habían afilado como puñales. Enseguida, unos tipos muy trajeados redujeron al ladrón, un tipo aparentemente normal, a quien si se observaba con más cuidado, con su ropa vieja y sus zapatos gastados, se descubría que la vida no le había tratado a cuerpo de rey.

Comenzaron a llover golpes sobre el infeliz. Puños vengativos que se escudaban en el anonimato de la muchedumbre. ¡Caro iba a pagar su atrevimiento!

Sin embargo, como un ángel caído del cielo, una voz se impone al griterío, una voz que hace callar a todos, que infunde respeto, que clama justicia. Y de entre no se sabe dónde aparece un hombre que se enfrenta a quienes castigan al reo que, ya aturdido, ha perdido casi el conocimiento.

Y este adalid de la justicia se interpone entre el carterista y sus jueces. Le instan a que se aparte, amenazándole con pegarle a él también, pero aquel hombre parece haberse clavado en su sitio como una estaca, y sólo con su mirada de acero contiene a los más exaltados. Ya no hay lugar para mediar más palabras, todo está dicho; sólo los puños pueden pronunciarse o callar para siempre.

El ladrón, el más débil, estaba a punto de sucumbir. Ya no cabía esperar regresar a su miserable casa la escasa calderilla que la señora que le denunció pudiera portar en el bolso, mas rezar para llegar indemne. Ante aquellos irascibles ejecutivos, aparecía como la hez de la sociedad, alguien cuya vida no merecía una oportunidad más. Hasta que alguien llama a la paz, o las manos, como un David surgido de la nada para plantar cara a un Goliat poderoso, fuerte como un banco de inversiones, con un espíritu insensible capaz de devorar a todo pobre que se interponga en su camino.

Mas no, porque detrás de aquel infeliz que se vio forzado a hurtar en el metro para sobrevivir al paro donde se vio arrojado por aquellos jueces de elegante traje, móvil a la última y gomina en el pelo; detrás de aquel alma, emerge la gente, aquellos que limpian los edificios, que sirven cafés y comidas, los que cargan las mercancías hasta las tiendas, los que reparan las averías, los que de exangües salarios pagan sus impuestos a cambio de cada vez menos, los que apenas pueden ya con los intereses de las hipotecas que aquellos engominados engordan cada día más.

La tensión alcanza su clímax, en aquel andén puede desencadenarse una guerra de un momento a otro. Los que poco o nada tienen, poco o nada tienen que perder. Los que más tienen, temen que la Fortuna les vuelve la espalda, se tragan el orgullo con el que día a día arriesgan millones y millones, pues un movimiento más en falso y el destino acelerará su caída contra el frío y duro hormigón del andén.

Un tren irrumpe en la estación. La tensión se olvida. El carterista, auxiliado por su benefactor logra escabullirse disimuladamente, y cuando recobra el resuello no halla a nadie a quien agradecer el haberle salvado el pellejo.

El tren parte y el andén se despeja. Regresa la normalidad, la avería que afectaba a la línea ha sido reparada. En diez minutos, la indiferencia disfrazada de tolerancia ha vuelto a reconquistar la convivencia.

Sin embargo, los vigilantes de la estación, que han presenciado todo a través de las cámaras, todavían no se han repuesto del susto. Ellos, desde su altura, han comprendido que la guadaña ha pasado rozando la cabeza de la paz social, una guadaña que ha ido afilándose muy discretamente, y que amenaza con no fallar la próxima vez.

Los jefes de sus jefes, transmitirán muy diplomáticamente lo sucedido a sus jefes, y estos a su vez a los suyos, hasta que algún político sonría frente a un suculento plato en un restaurante de lujo, mientras el coche con el que no precisa tomar el metro le espera desde hace dos horas en la puerta, ajeno a que la guadaña le busca a él también, porque la mala hierba seguirá creciendo hasta que no se siegue de raíz.

Un abrazo

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