domingo, 16 de febrero de 2014

Destino amargo

Querido amigo:

Que la Justicia es ciega, siempre lo tuvo presente aquel magistrado. Acusado tras acusado, todos ellos con complejos expedientes acumulándose en su despacho, esperando a que él decidiera su destino. Si un juez ha de velar por esclarecer las fronteras de los delitos, aquel juez carecía de tiempo material para forjarse apenas una superficial impresión de los hechos, dictando sentencias casi como un autómata, sin ahondar en las raíces de la realidad.

En su caso, la Justicia no sólo era ciega, sino que además se abrumaba por el peso de los casos que desbordaban los platillos de su balanza. Por eso mismo, aquel juez siempre achacó todo error que pudiera cometer a la precariedad de medios que el sistema ponía a su disposición. Se exoneró de toda culpa. Al menos, eso pensaba él.

Pasaron los años, y aquel magistrado se jubiló y se dedicó a viajar por el mundo. Y el destino, que no descansa nunca, quiso que llegara a una aldea de la estepa de un rico país. Un paisaje inmenso, llano y hondo, donde el alma se contraía como si se enfrentara a un abismo insondable. Un refugio donde recobrar la paz perdida, donde olvidar toda distracción para descansar entre cielo y tierra, bajo noches gélidas de firmamentos sembrados de misterios; en praderas que se mostraban tal cuáles se habían mostrado desde hacía cientos de miles de años, mucho antes de que el primer hombre pusiera su pie sobre la Tierra; llanuras por las que habían pasado de largo tantos pueblos hoy desaparecidos, el eco de cuyas lenguas y tradiciones aún resonando en el viento.

Y si paz anhelaba hallar en aquella remota aldea, topóse el viejo magistrado con el aura de un héroe que no hacía muchos años había nacido en aquellas mismas soledades.

Un hombre le habló de aquel héroe, gloria de aquella tierra, que sin nada más que un hatillo de ropa y el corazón henchido de valor, emigró a orillas de un mar repleto de petróleo. Allí sobrevivió, pobre siempre, trabajando para una empresa estatal, hasta que la bandera y los mitos de la patria se le cayeron encima. Morirse de hambre nada tenía de patriotismo; pues no cabía otra opción con un mísero jornal que no daba ni para pan... Y declararse en huelga, llamar a abandonar las herramientas y manifestarse ante la residencia del Gobernador, se pagaba muy caro en aquellos tiempos. El ejército atropelló aquellas voces que reivindicaban su derecho a comer. Bajo las balas perdidas, hubo de huir a campo través, y exiliarse a un país lejano donde no alcanzara la orden de arresto que se habían inventado para él. Acusado de graves delitos, viajó escondido, franqueando una frontera detrás de otra, sin conseguir desprenderse nunca del gélido aliento de los esbirros que el régimen había arrojado en pos de él, como perros rabiosos, sedientos de sangre inocente.

Su peripecia culminó una mañana, cuando despertó en medio de un campo, en un país lejano. Dos guardias le exigían su documentación en una lengua extraña, y aquellos papeles no pudo mostrar, porque se habían quedado a orillas de aquel oleaginoso mar. Como inmigrante ilegal se le condujo ante un juez, un tipo joven que instruyó se iniciaran las diligencias para repatriarlo a su país de origen. Poco después, llegaron a aquel juzgado noticias de muy lejos, con la ignominiosa orden de arresto, plagada de calumnias. Pero también llegaron voces que defendían al fugitivo, al que definían como una víctima de la intolerancia política de una tiranía sin escrúpulos.

El juez, muy ceñudo, quiso evitar el escándalo, pero ya era muy tarde. El caso estallaba en sus manos. Expatriar al huelguista prófugo significaría entregarle a las fauces de un régimen que no dudaría en pasarlo por la piedra; pero retenerlo en casa significaba un sinfín de problemas. Para empezar, enturbiaría las cordiales relaciones entre su país y aquella satrapía, cuyas fronteras se cerrarían definitivamente para las empresas que allí buscaban un nuevo Dorado. Las presiones llegaron de muy alto, y aquel juez consintió en la extradición, y pasar página.

El obrero regresó a bajo arresto a su país, y nunca más el juez oyó hablar de él, hasta aquel día en una remota aldea de la estepa de aquel país, donde supo que el héroe había muerto en prisión, poco después de haber sido extraditado. Que las autoridades argumentaron que había sufrido una neumonía, nadie lo había creído.

El juez tampoco pudo creer que la Justicia le arrebatara la venda de los ojos, para ponerle delante de su primera y única sentencia de muerte, la que dictó sin cuidarse de ello al lavarse las manos como un Pilatos, entregando al verdugo un refugiado cuyo único pecado había consistido en pedir pan para llevarse a la boca.

Calló el juez su falta, y huyó precipitadamente de aquella aldea. Y al llegar a orillas del mar de petróleo, un camión que llevaba el logotipo de una empresa de su país casi le arrolla.

Un abazo

domingo, 9 de febrero de 2014

Tarde de circo

Querido amigo:

Alegre llegaba el circo a una población, con sus artistas actuando al paso de la caravana por las calles y plazas. Payasos, funambulistas, trapecistas, prestidigitadores, hipnotizadores, malabaristas y... ¡el gran domador! ¡El gran Charlie!

El último número, el más esperado, cuando los leones saltaban a la pista, con sus largas melenas y afiladas garras, con sus tremebundas fauces, rugiendo poderosamente. Sin embargo, detrás de aquella fiera apariencia, se ocultaba una larga historia de amor.

El gran Charlie había nacido en un circo, en algún lugar entre aquí y allá, y desde niño jugaba con los leones de su padre. A todos ellos los había visto nacer, para todos había sido como una segunda madre.

Atos, el más anciano, a quien de cachorro había metido en su cama, para darle calor durante un frío invierno. El viejo Atos, el padre y abuelo de toda la prole. Luna, la abuela, siempre tan coqueta y sensual, que lamía al gran Charlie porque, según parecía, se había enamorado del hombre, olvidando su condición de leona.

Una gran familia felina, mimada y querida, a la que no faltaba de nada. El gran Charlie había aprendido tanto de sus camaradas, que sentía incluso que llegaba a compartir con ellos una especie de idioma, una comunicación basada en gestos, gruñidos, caricias, voces... Así adivinaba si alguno de sus amigos sufría algún dolor o se hallaba fatigado por el viaje.

De noche, cuando el circo dormía, a tientas abría las jaulas y se iba a dar una vuelta con sus animales. ¡Ay, cómo gozaban! Respirar el aire de la libertad por unos instantes, corriendo por los campos y descampados que rodeaban los pueblos... sus largas melenas al viento. En tales momentos, aquellos fieros gigantones tornábanse mansos gaticos, que luego regresaban con el corazón alegre a sus jaulas, para dormir plácidamente en su mullido lecho de paja limpia.

Pero había que guardar las apariencias, y tan pronto amanecía y la vida despertaba en el circo, había que recogerse, como si de fieras se tratara. Nadie podía conocer el secreto...

Y llegó el espectáculo. El público aplaudía enfervorecido. ¡Los leones! Algunos niños lloraban de terror al verlos saltar a la pista, tan monstruosos parecían los reyes de la selva. Entonces el gran Charlie se ponía a jugar con ellos, como el que juega con una manada de gatos... Todos se divertían. Atos y Luna ya no tenían fuerzas para saltar de un banco a otro, pero sí que se esforzaban por danzar juntos como la pareja dichosa y alegre que en realidad eran.

Los más jóvenes brincaban de aquí para allá, al ritmo de la música que interpretaba la orquesta. ¡Hop, hop!

Entonces, algo cayó en la pista. Alguien del público había arrojado un envoltorio... Adán, el pequeño de todos se acercó con curiosidad... Olisqueó el papel y enloqueció. ¡Qué pasaba! ¿Qué había en el envoltorio? El pobre Adán sufría indeciblemente, el gran Charlie se percató enseguida de ello, y corrió hacia el animalico que se retorcía en la pista, soltando zarpazos a diestro y siniestro, rugiendo a pleno pulmón.

Como la orquesta seguía tocando, el público creyó que la fiera se revelaba contra su domador, como parte del espectáculo. Pero cuando el felino se abalanzó sobre el gran Charlie, todos se dieron cuenta de que algo raro ocurría.

El buen domador trataba de apaciguar a su amigo, acariciándole el pecho, algo que le constaba encantaba a aquel leoncillo, manso y curioso. Mas Adán no sentía las caricias, nada le consolaba. Desesperado, hirió de un zarpazo al gran Charlie, que comenzó a sangrar abundantemente, mientras intentaba inútilmente mantenerse lejos de las fauces de Adán.

Atos se acercó, muy asustado, y en su lengua de león, instó a Adán a comportarse, y hasta le soltó un zarpazo para apartarlo del gran Charlie, pero el joven león se revolvió contra su abuelo y lo tumbó de un empujón. El gran Charlie, saltó corriendo entonces, y abandonó la jaula.

Un asistente, disparó un dardo tranquilizante, y Adán cayó atontado en la pista, durmiéndose a los pocos minutos. Los animales volvieron a sus jaulas, todavía traumatizados por cuanto acaba de ocurrir. La pobre Luna, lamía al desventurado Adán, que yacía inconsciente.

La función había concluído, el circo se desalojaba lentamente. Cuando regresó la calma, el gran Charlie encontró el envoltorio que había trastornado a Adán. Nunca supo determinar qué clase de veneno contenía.

Aquel sería el último espectáculo de leones del gran Charlie, que se retiró con su familia felina a una tranquila casa de campo, por donde sus animales podían vagar libremente sin temor a nada ni a nadie. Sin temor a que una fiera sin entrañas arrojara veneno a aquellas mansas criaturas, cuyos fieros instintos ya sólo permanecían vivos en el imaginario popular.

Un abrazo

sábado, 8 de febrero de 2014

Valor

Querido amigo:

"Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" - solía repetir el abuelo, cuando se fumaba su pipa después de cenar, alzando la nostálgica mirada al retrato de la abuelica que presidía el salón.

El niño siempre creyó que su abuelo echaba mucho de menos a la abuela. Sin embargo ¿no estaba el resto de la familia junto a él? ¿O es que el abuelo no los quería? ¿No se sentía querido, tal vez? Ese "Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" sumía a todos en profundas cavilaciones.

El tiempo pasó, el nieto devino estudiante de Derecho, mientras que el peso de sus muchos años terminaron por derribar al abuelo. En el Colegio Mayor, un telegrama escueto: "Abuelo muriéndose. Ven pronto"; luego, un interminable viaje en el tren nocturno; y aún no clareaba la aurora de aquella larga vigilia, cuando el joven cayó de rodillas al pie del lecho del abuelo agonizante. El anciano, en un hilo vacilante de voz, que más parecía un desvarío, murmuró: "Amor y miedo, la eterna lucha... El amor... la Fe..."; y entregó su alma.

El muchacho regresó a Salamanca, y retomó su vida, sus estudios. Algunos desengaños sentimentales le precipitaron en un agudo sentimiento de vacío y soledad. Buscó refugio en sus libros y en sus legajos, pero estos apenas si le distraían unas horas, y la tempestad que agitaba su ser retornaba inexorablemente, cada vez con mayor fragor. Del Colegio Mayor a la Facultad, y vuelta al Colegio Mayor, condenado a un invierno que no cesaba nunca...

Costó convencer al padre, pero lo consiguió finalmente. Un préstamo que habría de devolver algún día, palabra de honor. El estudiante se despidió de la Universidad y se embarcó en un vuelo con destino a las sabanas mozambiqueñas, una tierra hostil y sin comodidades, desconocida y desafiante... El joven había emprendido la búsqueda del amor. "Amor y miedo, la eterna lucha", resonaba en su espíritu. Había que derrotar al miedo si anhelaba amar, amar de verdad, y merecer vivir esta vida.

La primera noche que pasó en medio de la jungla, junto a una hoguera, la oscura inmensidad que le rodeaba amenazaba con destrozarle los nervios. De lejos llegaban los rugidos de las fieras, el barritar de algún elefante... De cerca, el sibilante deslizar de alguna serpiente... Toda la jungla parecía haberse sumergido en una nube de mosquitos. A cada instante le traicionaba el pánico, y creía sentir imaginarios insectos recorrerle la espalda, o subirle por dentro de las perneras del pantalón. Sí, sentía el aliento gélido de la muerte, acechando tras aquella espesura impenetrable.

Sacó de la mochila la vieja pipa del abuelo. A las primeras caladas, le invadieron poderosas náuseas. No había fumado en su vida. El cielo plagado de estrellas parecía derrumbarse sobre su cabeza. Los nativos le miraban estupefactos.

A aquella noche en vela siguieron muchas otras, que fueron cimentando su coraje. Durante su largo peregrinaje por el corazón de África, vivió muchos peligros, resistió los embates de la enfermedad, y volvió a nacer innumerables veces. Aquella era la vida, la vida en la que el ser humano se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, con su vulnerabilidad, en comunión con lo ignoto, con lo misterioso, pero entregándose a la vez a la firme convicción, a la Fe absoluta en un Creador de quien había surgido, humilde humano de barro, y a quien regresaría más tarde o más temprano. Amaba aquella vida, que despertaba en su corazón las más primigenias pasiones. Amaba aquellas veladas junto al fuego, sintiendo el palpitar salvaje en torno a él, a su pipa, y a sus renovados pensamientos. Amaba y vivía, vivía y amaba. Las palabras del abuelo cobraban pleno significado en medio de aquel retiro espiritual: "Sin amor, esta vida no merece vivirse", "...el amor,... la fe...".

Mas cuando mayor sentía la confianza en si mismo, hubo noches en que el silencio más completo se apoderó de la selva. Observaba entonces el pánico titilar en las pupilas de los nativos, pues cuando el murmullo de la selva se ensordece, la muerte se acerca. Alrededor de la hoguera, contenían entonces la respiración, aguzaban el oído, pero aquel apartado rincón del planeta se había silenciado como una tumba. El miedo trastornaba los sentidos,, y hasta las volutas de humo de la pipa parecían retorcerse como ánimas devoradas por las llamas, extendiendo las manos hacia los vivos, reclamando un instante más de vida que aliviase los tormentos del más allá. Luego, por fin, el crujido de una rama, al vencerse por el peso de una pantera, la hojarasca removida al paso de una cobra... y todos respiraban aliviados, porque la muerte había pasado de largo en aquella ocasión.

Después de vivencias como aquellas, qué más podía arredrar el ánimo de un hombre. El abuelo había vivido su guerra, las tensas horas de espera, la carga del enemigo, la lotería de las bombas, la muerte respirando tras una esquina, a un paso... Ahí aprendió a amar, a apasionarse con la vida... Vencer al miedo, hoy igual que ayer, caminando por las sendas del espíritu recóndito que todos llevamos consigo, un espíritu que no aflora en la Facultad de Derecho de Salamanca, que se revela únicamente a orillas de un río repleto de cocodrilos, en medio de una velada rodeado de silencio, delirando en un jergón, sin saber si la quinina hará efecto esta vez.

Cuando volvió a casa de los padres, había mudado de piel. Nada quedaba del medroso estudiante. El hombre nuevo se abrazó a los suyos, como quien regresa del más allá. Los amaba sí, más de lo que ellos se podían imaginar... ¡cuántas veces les echó de menos! ¡cuántas cartas no pudo enviarles, perdido en aquel corazón salvaje! Pero la comodidad de su vieja alcoba, de su blando colchón, de su apacible barrio... De aquel país, el suyo, que ya no le reconocía. Un país donde se sentía extranjero. Una jungla de asfalto, colmada de ambiguos sentimientos, que le inducían desconfianza.

A veces, el silencio del barrio le causaba una inquietud desconcertante, en aquellas noches de ciudad tranquila de provincias; y se levantaba de madrugada y encendía la vieja pipa del abuelo, sintiendo que la muerte rondaba, al igual que en la selva, con sus espíritus sin paz reclamando un instante más de vida. Nunca le abandonaría aquel terror ancestral, primitivo, al silencio total.

Ni la ruina económica, ni el dolor, ni la enfermedad, ni la marginación de los demás le volvieron a asustar. Vivió siempre mereciendo la vida, sintiéndola en casa latido, amándola con gratitud. Amor así, rara vez se registra en una sociedad que exalta la libertad, la justicia, los sentimientos... una sociedad tranquila y confiada en sí misma, satisfecha y ociosa... una sociedad que se derrumbaría, con toda su libertad y su justicia, tan pronto como la selva dejara de rugir.

Un abrazo

sábado, 1 de febrero de 2014

La guadaña

Querido amigo:

Los viajeros atestan a todas horas los vagones de los trenes de la única línea que cruza el barrio financiero de la gran ciudad. Ejecutivos muy trajeados y demás trabajadores se apretujan unos contra otros durante los largos trayectos. Nadie presta atención a nadie, cada cuál sumido en sus propias preocupaciones. Recorre la línea un aire de indiferencia, que podría parecerse a la tolerancia.

No obstante, aquella noche saltó la chispa que inflamó aquella atmósfera cargada de prejuicios. Unas avería en la línea a última hora del día, ralentizaron hasta la exasperación el funcionamiento de la misma. Los andenes rebosaban de viajeros esperando trenes. El último había pasado hacía media hora ya, y la compañía de metro no daba explicaciones.

Por fin, muy despacio, llegó un tren, en el que los pasajeros casi no podían respirar de lo embutidos que viajaban. Los que aguardaban en el andén se abalanzaron a los vagones, intentando abrirse hueco a empellones. Enseguida se generó una gran confusión. Los que ya se encontraban en el tren gritaban que no había espacio para nadie más, y defendían la plaza a codazos. Los del andén no se resignaban a quedarse fuera, esperando hasta quién sabía cuándo vendría el próximo tren.

El maquinista intentó en vano cerrar las puertas varias veces, y cuando finalmente lo logró, temió que alguien de los que se quedaban en el andén pudiera caer a las vías cuando el tren reanudara la marcha. Faltó muy poco para lamentar una desgracia. El tren partió dejando atrás un hueco y airadas protestas.

Entonces, de entre aquel caótico coro se eleva una voz que siembra el silencio. Al parecer, una señora había sorprendido a un carterista con la mano en su bolso. No había nada de especial, otras veces había ocurrido, pero aquella noche, tras una larga jornada de trabajo y una larga espera en el andén, los nervios se habían afilado como puñales. Enseguida, unos tipos muy trajeados redujeron al ladrón, un tipo aparentemente normal, a quien si se observaba con más cuidado, con su ropa vieja y sus zapatos gastados, se descubría que la vida no le había tratado a cuerpo de rey.

Comenzaron a llover golpes sobre el infeliz. Puños vengativos que se escudaban en el anonimato de la muchedumbre. ¡Caro iba a pagar su atrevimiento!

Sin embargo, como un ángel caído del cielo, una voz se impone al griterío, una voz que hace callar a todos, que infunde respeto, que clama justicia. Y de entre no se sabe dónde aparece un hombre que se enfrenta a quienes castigan al reo que, ya aturdido, ha perdido casi el conocimiento.

Y este adalid de la justicia se interpone entre el carterista y sus jueces. Le instan a que se aparte, amenazándole con pegarle a él también, pero aquel hombre parece haberse clavado en su sitio como una estaca, y sólo con su mirada de acero contiene a los más exaltados. Ya no hay lugar para mediar más palabras, todo está dicho; sólo los puños pueden pronunciarse o callar para siempre.

El ladrón, el más débil, estaba a punto de sucumbir. Ya no cabía esperar regresar a su miserable casa la escasa calderilla que la señora que le denunció pudiera portar en el bolso, mas rezar para llegar indemne. Ante aquellos irascibles ejecutivos, aparecía como la hez de la sociedad, alguien cuya vida no merecía una oportunidad más. Hasta que alguien llama a la paz, o las manos, como un David surgido de la nada para plantar cara a un Goliat poderoso, fuerte como un banco de inversiones, con un espíritu insensible capaz de devorar a todo pobre que se interponga en su camino.

Mas no, porque detrás de aquel infeliz que se vio forzado a hurtar en el metro para sobrevivir al paro donde se vio arrojado por aquellos jueces de elegante traje, móvil a la última y gomina en el pelo; detrás de aquel alma, emerge la gente, aquellos que limpian los edificios, que sirven cafés y comidas, los que cargan las mercancías hasta las tiendas, los que reparan las averías, los que de exangües salarios pagan sus impuestos a cambio de cada vez menos, los que apenas pueden ya con los intereses de las hipotecas que aquellos engominados engordan cada día más.

La tensión alcanza su clímax, en aquel andén puede desencadenarse una guerra de un momento a otro. Los que poco o nada tienen, poco o nada tienen que perder. Los que más tienen, temen que la Fortuna les vuelve la espalda, se tragan el orgullo con el que día a día arriesgan millones y millones, pues un movimiento más en falso y el destino acelerará su caída contra el frío y duro hormigón del andén.

Un tren irrumpe en la estación. La tensión se olvida. El carterista, auxiliado por su benefactor logra escabullirse disimuladamente, y cuando recobra el resuello no halla a nadie a quien agradecer el haberle salvado el pellejo.

El tren parte y el andén se despeja. Regresa la normalidad, la avería que afectaba a la línea ha sido reparada. En diez minutos, la indiferencia disfrazada de tolerancia ha vuelto a reconquistar la convivencia.

Sin embargo, los vigilantes de la estación, que han presenciado todo a través de las cámaras, todavían no se han repuesto del susto. Ellos, desde su altura, han comprendido que la guadaña ha pasado rozando la cabeza de la paz social, una guadaña que ha ido afilándose muy discretamente, y que amenaza con no fallar la próxima vez.

Los jefes de sus jefes, transmitirán muy diplomáticamente lo sucedido a sus jefes, y estos a su vez a los suyos, hasta que algún político sonría frente a un suculento plato en un restaurante de lujo, mientras el coche con el que no precisa tomar el metro le espera desde hace dos horas en la puerta, ajeno a que la guadaña le busca a él también, porque la mala hierba seguirá creciendo hasta que no se siegue de raíz.

Un abrazo