domingo, 9 de febrero de 2014

Tarde de circo

Querido amigo:

Alegre llegaba el circo a una población, con sus artistas actuando al paso de la caravana por las calles y plazas. Payasos, funambulistas, trapecistas, prestidigitadores, hipnotizadores, malabaristas y... ¡el gran domador! ¡El gran Charlie!

El último número, el más esperado, cuando los leones saltaban a la pista, con sus largas melenas y afiladas garras, con sus tremebundas fauces, rugiendo poderosamente. Sin embargo, detrás de aquella fiera apariencia, se ocultaba una larga historia de amor.

El gran Charlie había nacido en un circo, en algún lugar entre aquí y allá, y desde niño jugaba con los leones de su padre. A todos ellos los había visto nacer, para todos había sido como una segunda madre.

Atos, el más anciano, a quien de cachorro había metido en su cama, para darle calor durante un frío invierno. El viejo Atos, el padre y abuelo de toda la prole. Luna, la abuela, siempre tan coqueta y sensual, que lamía al gran Charlie porque, según parecía, se había enamorado del hombre, olvidando su condición de leona.

Una gran familia felina, mimada y querida, a la que no faltaba de nada. El gran Charlie había aprendido tanto de sus camaradas, que sentía incluso que llegaba a compartir con ellos una especie de idioma, una comunicación basada en gestos, gruñidos, caricias, voces... Así adivinaba si alguno de sus amigos sufría algún dolor o se hallaba fatigado por el viaje.

De noche, cuando el circo dormía, a tientas abría las jaulas y se iba a dar una vuelta con sus animales. ¡Ay, cómo gozaban! Respirar el aire de la libertad por unos instantes, corriendo por los campos y descampados que rodeaban los pueblos... sus largas melenas al viento. En tales momentos, aquellos fieros gigantones tornábanse mansos gaticos, que luego regresaban con el corazón alegre a sus jaulas, para dormir plácidamente en su mullido lecho de paja limpia.

Pero había que guardar las apariencias, y tan pronto amanecía y la vida despertaba en el circo, había que recogerse, como si de fieras se tratara. Nadie podía conocer el secreto...

Y llegó el espectáculo. El público aplaudía enfervorecido. ¡Los leones! Algunos niños lloraban de terror al verlos saltar a la pista, tan monstruosos parecían los reyes de la selva. Entonces el gran Charlie se ponía a jugar con ellos, como el que juega con una manada de gatos... Todos se divertían. Atos y Luna ya no tenían fuerzas para saltar de un banco a otro, pero sí que se esforzaban por danzar juntos como la pareja dichosa y alegre que en realidad eran.

Los más jóvenes brincaban de aquí para allá, al ritmo de la música que interpretaba la orquesta. ¡Hop, hop!

Entonces, algo cayó en la pista. Alguien del público había arrojado un envoltorio... Adán, el pequeño de todos se acercó con curiosidad... Olisqueó el papel y enloqueció. ¡Qué pasaba! ¿Qué había en el envoltorio? El pobre Adán sufría indeciblemente, el gran Charlie se percató enseguida de ello, y corrió hacia el animalico que se retorcía en la pista, soltando zarpazos a diestro y siniestro, rugiendo a pleno pulmón.

Como la orquesta seguía tocando, el público creyó que la fiera se revelaba contra su domador, como parte del espectáculo. Pero cuando el felino se abalanzó sobre el gran Charlie, todos se dieron cuenta de que algo raro ocurría.

El buen domador trataba de apaciguar a su amigo, acariciándole el pecho, algo que le constaba encantaba a aquel leoncillo, manso y curioso. Mas Adán no sentía las caricias, nada le consolaba. Desesperado, hirió de un zarpazo al gran Charlie, que comenzó a sangrar abundantemente, mientras intentaba inútilmente mantenerse lejos de las fauces de Adán.

Atos se acercó, muy asustado, y en su lengua de león, instó a Adán a comportarse, y hasta le soltó un zarpazo para apartarlo del gran Charlie, pero el joven león se revolvió contra su abuelo y lo tumbó de un empujón. El gran Charlie, saltó corriendo entonces, y abandonó la jaula.

Un asistente, disparó un dardo tranquilizante, y Adán cayó atontado en la pista, durmiéndose a los pocos minutos. Los animales volvieron a sus jaulas, todavía traumatizados por cuanto acaba de ocurrir. La pobre Luna, lamía al desventurado Adán, que yacía inconsciente.

La función había concluído, el circo se desalojaba lentamente. Cuando regresó la calma, el gran Charlie encontró el envoltorio que había trastornado a Adán. Nunca supo determinar qué clase de veneno contenía.

Aquel sería el último espectáculo de leones del gran Charlie, que se retiró con su familia felina a una tranquila casa de campo, por donde sus animales podían vagar libremente sin temor a nada ni a nadie. Sin temor a que una fiera sin entrañas arrojara veneno a aquellas mansas criaturas, cuyos fieros instintos ya sólo permanecían vivos en el imaginario popular.

Un abrazo

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