Querido amigo:
"Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" - solía repetir el abuelo, cuando se fumaba su pipa después de cenar, alzando la nostálgica mirada al retrato de la abuelica que presidía el salón.
El niño siempre creyó que su abuelo echaba mucho de menos a la abuela. Sin embargo ¿no estaba el resto de la familia junto a él? ¿O es que el abuelo no los quería? ¿No se sentía querido, tal vez? Ese "Sin amor, esta vida no merece la pena vivirse" sumía a todos en profundas cavilaciones.
El tiempo pasó, el nieto devino estudiante de Derecho, mientras que el peso de sus muchos años terminaron por derribar al abuelo. En el Colegio Mayor, un telegrama escueto: "Abuelo muriéndose. Ven pronto"; luego, un interminable viaje en el tren nocturno; y aún no clareaba la aurora de aquella larga vigilia, cuando el joven cayó de rodillas al pie del lecho del abuelo agonizante. El anciano, en un hilo vacilante de voz, que más parecía un desvarío, murmuró: "Amor y miedo, la eterna lucha... El amor... la Fe..."; y entregó su alma.
El muchacho regresó a Salamanca, y retomó su vida, sus estudios. Algunos desengaños sentimentales le precipitaron en un agudo sentimiento de vacío y soledad. Buscó refugio en sus libros y en sus legajos, pero estos apenas si le distraían unas horas, y la tempestad que agitaba su ser retornaba inexorablemente, cada vez con mayor fragor. Del Colegio Mayor a la Facultad, y vuelta al Colegio Mayor, condenado a un invierno que no cesaba nunca...
Costó convencer al padre, pero lo consiguió finalmente. Un préstamo que habría de devolver algún día, palabra de honor. El estudiante se despidió de la Universidad y se embarcó en un vuelo con destino a las sabanas mozambiqueñas, una tierra hostil y sin comodidades, desconocida y desafiante... El joven había emprendido la búsqueda del amor. "Amor y miedo, la eterna lucha", resonaba en su espíritu. Había que derrotar al miedo si anhelaba amar, amar de verdad, y merecer vivir esta vida.
La primera noche que pasó en medio de la jungla, junto a una hoguera, la oscura inmensidad que le rodeaba amenazaba con destrozarle los nervios. De lejos llegaban los rugidos de las fieras, el barritar de algún elefante... De cerca, el sibilante deslizar de alguna serpiente... Toda la jungla parecía haberse sumergido en una nube de mosquitos. A cada instante le traicionaba el pánico, y creía sentir imaginarios insectos recorrerle la espalda, o subirle por dentro de las perneras del pantalón. Sí, sentía el aliento gélido de la muerte, acechando tras aquella espesura impenetrable.
Sacó de la mochila la vieja pipa del abuelo. A las primeras caladas, le invadieron poderosas náuseas. No había fumado en su vida. El cielo plagado de estrellas parecía derrumbarse sobre su cabeza. Los nativos le miraban estupefactos.
A aquella noche en vela siguieron muchas otras, que fueron cimentando su coraje. Durante su largo peregrinaje por el corazón de África, vivió muchos peligros, resistió los embates de la enfermedad, y volvió a nacer innumerables veces. Aquella era la vida, la vida en la que el ser humano se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, con su vulnerabilidad, en comunión con lo ignoto, con lo misterioso, pero entregándose a la vez a la firme convicción, a la Fe absoluta en un Creador de quien había surgido, humilde humano de barro, y a quien regresaría más tarde o más temprano. Amaba aquella vida, que despertaba en su corazón las más primigenias pasiones. Amaba aquellas veladas junto al fuego, sintiendo el palpitar salvaje en torno a él, a su pipa, y a sus renovados pensamientos. Amaba y vivía, vivía y amaba. Las palabras del abuelo cobraban pleno significado en medio de aquel retiro espiritual: "Sin amor, esta vida no merece vivirse", "...el amor,... la fe...".
Mas cuando mayor sentía la confianza en si mismo, hubo noches en que el silencio más completo se apoderó de la selva. Observaba entonces el pánico titilar en las pupilas de los nativos, pues cuando el murmullo de la selva se ensordece, la muerte se acerca. Alrededor de la hoguera, contenían entonces la respiración, aguzaban el oído, pero aquel apartado rincón del planeta se había silenciado como una tumba. El miedo trastornaba los sentidos,, y hasta las volutas de humo de la pipa parecían retorcerse como ánimas devoradas por las llamas, extendiendo las manos hacia los vivos, reclamando un instante más de vida que aliviase los tormentos del más allá. Luego, por fin, el crujido de una rama, al vencerse por el peso de una pantera, la hojarasca removida al paso de una cobra... y todos respiraban aliviados, porque la muerte había pasado de largo en aquella ocasión.
Después de vivencias como aquellas, qué más podía arredrar el ánimo de un hombre. El abuelo había vivido su guerra, las tensas horas de espera, la carga del enemigo, la lotería de las bombas, la muerte respirando tras una esquina, a un paso... Ahí aprendió a amar, a apasionarse con la vida... Vencer al miedo, hoy igual que ayer, caminando por las sendas del espíritu recóndito que todos llevamos consigo, un espíritu que no aflora en la Facultad de Derecho de Salamanca, que se revela únicamente a orillas de un río repleto de cocodrilos, en medio de una velada rodeado de silencio, delirando en un jergón, sin saber si la quinina hará efecto esta vez.
Cuando volvió a casa de los padres, había mudado de piel. Nada quedaba del medroso estudiante. El hombre nuevo se abrazó a los suyos, como quien regresa del más allá. Los amaba sí, más de lo que ellos se podían imaginar... ¡cuántas veces les echó de menos! ¡cuántas cartas no pudo enviarles, perdido en aquel corazón salvaje! Pero la comodidad de su vieja alcoba, de su blando colchón, de su apacible barrio... De aquel país, el suyo, que ya no le reconocía. Un país donde se sentía extranjero. Una jungla de asfalto, colmada de ambiguos sentimientos, que le inducían desconfianza.
A veces, el silencio del barrio le causaba una inquietud desconcertante, en aquellas noches de ciudad tranquila de provincias; y se levantaba de madrugada y encendía la vieja pipa del abuelo, sintiendo que la muerte rondaba, al igual que en la selva, con sus espíritus sin paz reclamando un instante más de vida. Nunca le abandonaría aquel terror ancestral, primitivo, al silencio total.
Ni la ruina económica, ni el dolor, ni la enfermedad, ni la marginación de los demás le volvieron a asustar. Vivió siempre mereciendo la vida, sintiéndola en casa latido, amándola con gratitud. Amor así, rara vez se registra en una sociedad que exalta la libertad, la justicia, los sentimientos... una sociedad tranquila y confiada en sí misma, satisfecha y ociosa... una sociedad que se derrumbaría, con toda su libertad y su justicia, tan pronto como la selva dejara de rugir.
Un abrazo
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