domingo, 30 de enero de 2011

El nuevo mundo

Querido amigo:

En breves palabras, esta es la historia de uno que desembarcó en Madrid con una mano delante y otra detrás, procedente de una aldea situada más allá de las aguas del Atlántico, donde nadie quería saber nada más de él.

Sin previo aviso, se plantó este punto en el humilde hogar de un pariente, el cual no encontró palabras ni para expresar su sorpresa ni para manifestar su disgusto. Primo, acá compartimos el piso entre diez, puedes quedarte a dormir hasta que te empleen en algo y te pagues algo más cómodo.

Para demostrar su gratitud al primo lejano, aquella noche se enredó con unos compadres del piso y lo hubieron de portar a la cama entre dos, tal borrachera se enganchó para celebrar su nueva vida.

Al cabo de un mes, al prudente primo se le inflaron las narices y plantó al recién llegado en la calle, pues éste no traía ganas de laborar en nada. Escupiéndo al rostro de quien, sin pedir nada a cuenta, le alojara desde que aterrizara en la capital, se mudó a encamarse con una desventurada que se ganaba el pan fregando suelos de casa en casa. Ella le mantuvo por amor y, por mediación de una acaudalada familia para la que servía de criada, le logró un puesto de peón de albañil en un tajo del PAU de Vallecas, que para otra cosa no valía un tío que no se doblaba ni para calzarse las deportivas.

El jefe de obra le puso a mezclar cemento, pero el caballero se cansaba mucho. Luego, claro, tenía que fortalecer el brazo levantando cervezas en la cantina. Para mamarse hasta caer largo nunca estaba cansado.

El caso es que, a los pocos meses, el jefe de obra estaba hasta el gorro de nuestro insigne peón. Que si me ha tomado inquina, le contaba luego a la novia. Como me alze otra vez la palabra le denuncio por racismo. ¡Racista! ¡Racista!

Paciencia, hombre, le respondía la muy ingenua, hazte valer. Él se calló que ya le habían llamado la atención varias veces por llegar tarde a la obra. A la próxima, es mejor que ni te presentes, le había amenazado el jefe. Para lo que no se retrasaba nunca era para salir. Tampoco se retrasaba para cobrar, qué curioso. Porque ganaba un pastón. En aquel entonces la fiebre de la construcción andaba escasa de mano de obra y cualquier gañán podía forrarse en poco tiempo.

Tanto ganaba, que la novia y él se metieron de alquiler en un apartamento de Tetuán para ellos dos solicos. Pensaban en casarse y todo, así que solicitaron un piso de protección oficial. A los pocos meses supieron que se lo habían concedido. ¡Toma no! ¡Más necesitados que ellos, casi imposible! Inmigrantes con precarios medios económicos, pues él se sacaba más de la mitad del jornal en negro, y, por si fuera poco, él había logrado que un médico de cabecera le recetara un tratamiento para superar el alcoholismo. Quienquiera que tuviera que decidir ante aquella solicitud en el ayuntamiento de Madrid, no debió albergar duda alguna. Aquellos eran los inquilinos perfectos para una VPO. Una verdadera joya para cualquier asistente social.

Sin embargo, poco dura la alegría en casa del pobre... Una mañana muy fría de invierno, a Wilson José se le pegaron otra vez las sábanas. Sin desayunar, que la resaca de la noche anterior no le había dejado cuerpo para nada, corrió a la boca de metro... Se preparaba a colarse cuando, de repente, se presenta el guardia jurado de la estación y se le planta al otro lado del torno, desafiante como en un duelo del lejano oeste. Nuestro peón disimula como si aguardara a alguien. La verdad es que no se había comprado nunca un billete desde que llegara a Madrid. Se había estado colando todos los días para ir y venir del trabajo. Además, aquel día, por casualidad, tampoco llevaba dinero encima, ni para abonar los 1,15 Euros del título de viaje. El guardia sabía que el señor se colaba todos los días, pues lo veía saltar el torno a través de las pantallas, y estaba decidido a poner fin a tal mácula de su expediente.

Pasaron los minutos y ninguno de los dos se movió de su sitio. Wilson José empezó a impacientarse, pues el jefe no estaba para bromas y le iba a plantar en la calle como no se le ocurriera algo para tomar el próximo tren. Miró al guardia y se dolió de no poder llamarle racista, la primera y manida treta que ponía en marcha siempre que se enfrentaba con algún español, porque el guardia también era inmigrante, ya fuera ecuatoriano, dominicano o colombiano. ¡Carajo!

Pasados veinte minutos, después de haber salido y esperado un rato en la calle para burlar al segurata, Wilson José tiró la toalla y regresó a su casa de alquiler para llamar al jefe por teléfono y fingir una gripe como excusa para no acudir al trabajo. El jefe de obra lo largó con cajas destempladas, que no se le ocurriera asomarse por la obra porque lo encorrería a ladrillazos.

Deprimido y sin saber cómo se lo explicaría a su prometida, se bajó a calentarse el estómago en el bar más próximo. Allí reconoció a una de las antiguas compañeras de piso de su novia y se dedicó a tirarle los tejos, con tan buena fortuna que, aprovechando que la novia no regresaba a casa hasta caer la noche, se subió al ligue a la cama. Sin embargo, todo había de salirle mal aquel aciago día, pues la novia se presentó de improviso, desmayándose de fiebre la pobrecica, con una gripe de caballo, para sorprender al enano de Wilson José en plena exploración de su antigua compañera.

No hay palabras para describir la escena. Gritos, reproches, insultos y toda suerte de objetos hechos añicos por los suelos. El pobre Wilson José abandonó el hogar con dos maletones de cincuenta kilos, que a poco si se mata bajando de tres en tres los peldaños de la escalera vecinal. A su paso, los ojos de la maledicencia y de la envidia le observaron desde detrás de las mirillas de las puertas de cada planta. ¡Qué escándalo! Menos mal que le ayudó María Bernarda, tan infeliz como él.

A la tarde, se dejó caer en casa del primo lejano, con la esperanza de que se habiera olvidado del escupitajo con el que se había despedido de él hacía ya casi un año. Pero el primo ya se había vuelto para la patria, después de haber juntado un capitalico para abrir un modesto negocio en la capital. No obstante, los compadres se apiadaron de él y le hicieron hueco en un colchón.

A partir de entonces, mujeres y más mujeres y trabajos y más trabajos. Ejerció de reponedor en un híper, de camareta, de mensajero, de repartidos de pizzas, etc... Demasiadas oportunidades para no acabar de cuajar en ninguna. Sin embargo, el tiempo pasa y nuestro desafortunado inmigrante ya puede exigir la ciudadanía española. Ha pasado el tiempo y está a punto de recibir las llaves de la VPO que le adjudicaran unos años antes, cuando aún festejaba con su prometida.

Mas Wilson José no tiene un chavo en la cuenta corriente, sólo los derechos para adquirir una VPO a un precio irrisorio. Menos mal que la fortuna, por fin, se apiada de él.

Wilson José se encierra en un locutorio telefónico y pone una conferencia para hablar con los padres, en la aldea. Papá, que tengo una buena noticia que darles... ¡que me caso! ¡Qué alegría, hijo! Sí papá, quiero sentar la cabeza. ¡Tu madre se va a volver loca de contenta! Papá, bueno, no es lo que usted piensa... Me caso con un compadre ¿Cómo? ¿Puedes repetir? Que sí, que me caso con un compadre.... Espere que le explique, padre, acá se pueden casar dos hombres...

No escuchó nada más, no pudo llegar a pedirle dinero al padre, porque el padre le colgó el aparato. ¡Carajo con el viejo!

A estas alturas de relato, querido amigo, podrás imaginar que Wilson José y su compadre Fran Tabárez se casaron felizmente ante un concejal progre del ayuntamiento de Madrid, y que pagaron la entrada a la VPO con ayudas de una asociación de gays y lesbianas que se conmovió al oír aquella exagerada historia de amor tan poco usual en nuestros días.

Ignoro si dicha asociación se tomó la molestia de visitar el nidico de amor de Wilson José y Fran, porque se habrían encontrado con el rosario de novias y amantes que desfilaban todas las semanas por los dormitorios separados de los recién casados.

Un fuerte abrazo, compadre.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

La historia es muy buena, pero el narrador debe mantenerse neutro. El lector es el que tiene que opinar y decidir si se indigna o no con Wilson José.

Besos,

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