Querido amigo:
Corría el año 1878 ó 79, no recuerdo bien, cuando mis padres me despacharon del Mas de las Matas para servir en la mejor tienda de paños de Zaragoza, regentada por unos parientes del pueblo. Tampoco me preguntéis por la edad que tenía por aquel entonces, tan sólo contad que yo no era más que un chiquillo.
Un chiquillo bastante despierto, si me dispensáis un poco de vanidad. No me hizo falta mucho tiempo para memorizar donde se guardaban las cintas, puntillas, corchetes, agujas, fajas, innumerables tipos de botones, ... ¡qué sé yo! El patrón atendía a las clientas y me mandaba a buscar tal o tal artículo ¡y me reñía si me demoraba! Por eso hube de apañármelas para dominar lo antes posible todo el género del establecimiento.
Por la tienda se dejaba caer lo más granado de la ciudad... Las señoritas del Coso, acompañadas por sus señoras madres, en busca de los más finos encajes de París o Barcelona; de adornos para sus presentaciones en sociedad... Todo de lo bueno, lo mejor.
Y qué decir cuando nos visitaban las mozas de los pueblos, después de mucho titubear en la entrada, sin atreverse a pasar. Las pobrecicas abrían los ojos como platos ante tantas estanterías, ante los enormes rollos de telas de todos los colores y gustos. Luego se llevaban un par de perras gordas de pañuelos para deslumbrar a las vecinas y se marchaban tan contenticas.
Había también señoras y señoritas venidas a menos, pero decentes hasta aburrir, y con un elegante sentido de la economía. Compraban poco, pues escaseaban los dineros, pero con tanta gracia y señorío que siempre vestían como las más dintinguidas de entre las damas.
En concreto pienso hoy en las de Fañanás, oriundas de Huesca. Madre e hija, tan modestas desde que muriera el marido y padre, pero tan bien apañadicas... Vivían en una pensión y luego se mudaron a un pisico de Torrero. De tarde en tarde entraban a la tienda para renovar el vestuario.
Yo era un mocico lo bastante espabilado ya para, cierto día, captar que madre e hija se asomaban con disimulo entre los visillos de la puerta de entrada al establecimiento. Afuera esperaba un joven, humildemente vestido de señor, con barba de punta y descarnadas mejillas. Tan pronto las vió aparecer en la calle, el joven se dió la vuelta muy azorado. Sin duda alguna, aquel mozo rondaba a la señorita de Fañanás.
Más tarde supimos que era médico, aunque no ejercía. Al parecer, se pasaba los días estudiando en el cuarto de la pensión donde se alojaba desde que dejara la casa paterna, tras haber reñido con el padre. La misma pensión donde residieron las de Fañanás.
El pobre mostraba tan enfermiza figura pues había vuelto tísico de Cuba, adonde viajó voluntario como teniente para guerrear en la Manigua. Allí le asaltaron las fiebres y por poco no lo cuenta. Luego, ya en Zaragoza, comenzó a toser sangre y hubo de retirarse al Pirineo a tomar los aires, prácticamente desahuciado. Milagrosamente, la pureza de los aires montañeses le salvaron de la muerte.
Al cabo de un año, una calurosa mañana de verano, la de Fañañás se casó con aquel médico en la Seo. ¡Ya era hora de que les saliera algo bien en la vida! Lo que vino después, sería largo de contar.... Al médico lo trasladaron fuera de Zaragoza y les perdí la pista.
Años más tarde de todo aquello, dejé la tienda para casarme con una señorita muy guapa, también clienta de la tienda, y me instalé en Belchite, el pueblo de mi esposa, donde pronto fue creciendo la familia. Rayábamos los albores del nuevo siglo...
Cierto día, recién casado, leí en las noticias que aquel médico se había convertido en un gran sabio de reconocimiento mundial, y que vivía en Madrid con su familia. ¡Quién lo iba a decir, con lo tontaina que parecía cuando rondaba a la que luego sería su mujer!
No dejo de dar vueltas a su historia. ¿Qué hubiera sido de él si las fiebres lo hubieran matado en Cuba? Había de estar destinado a grandes empresas, dado que se libró de los tiros de los rebeldes, del paludismo y de la tisis... Seguro que amaba mucho la vida, de lo contrario no habría burlado tantas veces a la fatalidad.
Bueno, mi bisnieto se cansa de imaginar mi historia, es hora de abreviar. Mi bisnieto no me llegó a conocer vivo, pero qué mejor recuerdo puede heredar de mi que unas pocas fechas y mi infancia en la tienda de paños de Zaragoza, hechos estos que estimulan su animada fantasía para aventurarse a creer que serví encajes y lazos a doña Silveria Fañañás, esposa del futuro premio Nobel de medicina, don Santiago Ramón y Cajal.
Un abrazo
viernes, 21 de enero de 2011
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1 comentarios:
Qué genial, Javi!
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