Querido amigo:
Había una vez una próspera colmena que pendía de la rama de un pino situado en medio de un vasto bosque. Miles abejicas zumbaban por todas partes en busca de los mejores pólenes para fabricar su dulce miel.
En las raíces de aquel mismo pino, vivía una colonia de hormigas en un laberíntico hormiguero. Millones de hormigas que se pasaban la vida buscando alimento para colmar los almacenes de la colonia.
Durante los meses de primavera y verano, las hormiguicas y las abejicas convivieron en armonía, sin molestarse unas a otras. La abundancia de alimento bastaba para nutrir tanto a la colmena como al hormiguero. Con los fríos invernales, las flores se marchitaron y las abejas comenzaron a sufrir escasez de alimentos. Las obreras de la colmena, que trabajaban muy duro, comenzaron a molestarse con las abejas guerreras y, sobre todo, con la abeja reina, a quienes nunca parecía faltarles la ración diaria de miel. El descontento entre las obreras llegó a tal punto, que la reina temió que se rebelaran, poniendo en peligro la supervivencia de la colmena.
La abeja reina envió entonces a sus guerreras al hormiguero, para que robaran alimento para la colmena. Obedientes, las guerreras irrumpieron en el hormiguero, sorprendiendo indefensas a las pobres hormigas. Aunque compuesto por millones de guerreras, las hormigas no pudieron contener la furia de las abejas, quienes además de volar, eran más grandes y más fuertes.
Las abejas obreras celebraron el regreso de las abejas guerreras, cargadas de alimentos para pasar el invierno. Ignoraban que sus guerreras habían saqueado el hormiguero para que ellas, las abejas obreras, tuvieran algo que comer durante el invierno.
En el hormiguero, sin embargo, se desató el caos y la confusión. La hormiga reina hubo de decretar estrictos racionamientos para administrar la poca comida que había quedado en los almacenes tras el ataque de las abejas. Las hormigas obreras se morían de hambre por las intrincadas galerías del hormiguero y, aquellas que aún conservaban fuerzas, se enfrentaron a las guerreras.
la hormiga reina, apurada por una posible revolución, envió emisarias a la colmena, para pedir ayuda. Las hormigas embajadoras convencieron a la abeja reina de que una revolución en el hormiguero significaría el final del mismo, por lo que al invierno del año siguiente, las abejas no encontrarían donde poder abastecerse para sobrevivir a los fríos.
La abeja reina, entonces, destacó a sus más violentas guerreras al hormiguero, para que ayudaran a la hormiga reina a aplacar cualquier revolución de las obreras. A cambio, la hormiga reina se comprometió a pagar a las abejas con un alto porcentaje de las cosechas que las hormigas obreras consiguieran almacenar en los silos durante la primavera y el verano.
No pudiendo soportar más aquella esclavitud, algunas hormigas obreras aprovechaban algún despiste de las guerreras y desertaban en busca de una vida mejor. Algunas de ellas emigraron a la colmena, de donde se contaba que nunca faltaban los alimentos. Al llegar a la colmena, la abejas obreras acogieron a las hermanas hormigas. Cuando las hormigas narraron cuanto acaecía en el hormiguero, las abejas obreras se indignaron mucho contra las abejas guerreras y contra la abeja reina que ordenaba cometer semejantes delitos contra las humildes y laboriosas hormigas.
Temiendo otra revolución, la abeja reina ordenó a algunas guerreras de su más absoluta confianza que esquilmaran algunos de los panales de la colmena durante la noche. Al amanecer, las abejicas obreras descubrieron con horror los destrozos cometidos en los panales. ¿Quién habrá hecho esto? se preguntaban. Entonces, una de las guerreras acusó a las hormigas del desaguisado. Hermanas abejas, las hormigas han esquilmado los panales que tanto esfuerzo os cuesta. Las hormigas son ladronas y perezosas. Si no las contuvierámos con nuestros aguijones en su apestoso hormiguero, millones y millones de hormigas aniquilarían nuestra preciosa colmena en menos de lo que se tarda en contarlo.
Las abejas obreras acometieron furiosas contra las hormigas que habían emigrado a la colmena para hacerles pagar por los destrozos.
Durante años, las abejas doblegaron a las hormigas.
Sin embargo, cierto año, la sequía secó toda flor que pudiera servir de alimento a abejas y hormigas, por lo que al llegar el invierno, el hambre se propagó también a las hormigas guerreras. Acostumbradas a buenos atracones, las hormigas guerreras se pusieron en pie de guerra contra su reina, que permitía que las abejas se llevaran los pocos alimentos que se habían cosechado durante la sequía.
La abeja reina, recelándose un inminente ataque de las hormigas guerreras, decidió animarlas a derrocar a la hormiga reina, que tanto las había explotado durante todo este tiempo. Las hormigas guerreras, muertas de hambre, se ensañaron con la hormiga reina y asumieron el poder del hormiguero. Las abejas guerreras les ayudaron en esta guerra.
La nueva hormiga reina, agradecida a las abejas por la ayuda prestada, prometió que seguiría pagando el tributo de alimentos que requería la colmena. La abeja reina, ordenó que se alimentara bien a las hormigas guerreras, para evitar que volvieran a alzarse en pie de guerra por culpa del hambre.
Esta medida significó que las obreras de la colmena habrían de comer menos, lo que causó despertó protestas. La abeja reina intervino entonces: Hijas mías, comprendo que la colmena atraviesa por momentos muy duros. Os pido que no perdáis la calma. Somos una gran colmena, siempre lo hemos sido. En estos momentos, más que nunca, os conmino a la calma y os pido que redobléis vuestra ilusión y vuestro esfuerzo para que la colmena pueda recuperar el esplendor perdido. Apelo al espíritu colectivo. Ved, si no, lo que ocurre cuando reina el caos: el hormiguero. Ninguna abeja desea ver nuestra amada colmena convertida en un hormiguero.
Animadas por las palabras de su reina, las abejicas obreras se empeñaron con mayor entrega al trabajo, aunque no pudieran comer tan bien como antaño.
Pasaron los años, y la sequía no remitía. Miles y miles de hormigas obreras murieron de hambre, y las hormigas guerreras se encontraban al borde de la extenuación, por lo que carecían de fuerzas para rebelarse en busca de alimento. El hormiguero ya no producía más alimentos, las hormigas se habían rendido.
Al no llegar alimentos del hormiguero, el hambre debilitó la moral de las abejas obreras. Mientras tanto, la abeja reina y sus guerreras guardaban los panales y comían todo lo que podían para tener fuerzas con las que contrarrestar una inminente revolución de las obreras.
Estalló la guerra civil en la colmena. Las obreras fueron aniquiladas por las guerreras. Las pocas obreras que sobrevivieron, volvieron a reconstruir la colmena. Las guerreras, cansadas por la batalla, se avinieron a compartir los alimentos del panal. Todas deseaban la paz.
Mientras las abejas se despreocupaban del hormiguero para matarse entre sí, el hormiguero había empezado a resurgir de las cenizas, ya que las abejas se habían olvidado de cobrar sus tributos. El hormiguero comenzó a poder dar de comer a sus hormigas, y la prosperidad volvió a sus inextricables galerías.
Cuando mejor vivían las hormiguicas, las abejas volvieron a invadir el hormiguero y... Y esta historia de abejas y hormmigas siguió repitiéndose durante generaciones y generaciones...
Un abrazo
sábado, 26 de marzo de 2011
domingo, 13 de marzo de 2011
Las tentaciones de Zacarías
Querido amigo:
Dos brillantes y recién licenciados abogados se conocieron en su primer día de trabajo en el bufete más prestigioso del país. El gerente les asignó al departamento de OPAs y adquisiciones. Desde el primer día compartieron un mismo despacho, de manera que si Abigail levantaba sus hermosos ojos verdes se topaba con la dulces facciones de Zacarías. Al poco de conocerse, de la cordialidad laboral pasaron a compartir una hermosa amistad, salpicada de complicidad y buen humor.
Habían transcurrido algo más de dos años desde que empezaran a trabajar, y Zacarías confesaba a Abigail que el bufete había defraudado sus ambiciones económicas y laborales, razón por la cuál planeaba cambiar de empresa. Ese mismo día, el gerente les avisó para que le acompañaran a una reunión con el presidente del bufete, un afamado abogado con inextricables influencias políticas.
Don Casto recibió sonriente a los jóvenes letrados, saludándoles efusivamente y felicitándoles por las excelentes referencias que de ellos le habían llegado de su gerente y de otros directivos del bufete. Tras acomodarles en los elegantes sillones de su despacho, don Casto abordó el asunto por el que les había convocado, asunto de la mayor reserva que prometía grandes repercusiones.
- Antes de desvelarles nada confidencial, debo contar con su total disponibilidad. Se trata de un caso que requerirá un gran sacrificio personal por su parte durante al menos un año, por lo que les agradecería que me confirmaran desde ahora que pueden consagrarse plenamente a este asunto. Ustedes dos, junto con su gerente y yo, seremos las únicas personas de este bufete que nos dediquemos a este grave asunto. Por supuesto que, si todo sale bien, serán recompensados como se debe...
Zacarías y Abigail no se lo pensaron dos veces, y allí mismo firmaron un documento por el que se comprometían a guardar estricta confidencialidad, así como a no abandonar el bufete hasta que hubieran transcurrido, al menos, dos años desde la conclusión del caso. Además, el documento les garantizaba una sustancial subida salarial desde aquel mismo instante, la cuál verían reflejada en la siguiente nómina.
El grave asunto se trataba los planes que el banco más importante del país albergaba para lanzar una OPA hostil sobre su más serio competidor. El éxito de tamaña operación convertiría al susodicho banco en la tercera mayor potencia financiera del mundo.
Abigail y Zacarías se pusieron trabajar inmediatamente en el caso. El presidente dispuso que ambos se trasladaran al espacho contiguo al suyo, para facilitar la comunicación entre ambos. Desde aquel día, las jornadas laborales se prolongaban durante doce y catorce horas diarias, incluyendo numerosos sábados y domingos. Los letrados se ahogaban entre poderes notariales, acuerdos de confidencialidad, informes y reuniones... Ni siquiera descansaron en Navidad, trabajando bien tarde, con el consecuente y lógico enfado de sus familias. Ni Semana Santa, ni verano, ni otras fiestas de guardar.
A los seis meses, Zacarías había ganado tanto dinero como para mudarse al barrio más exclusivo de la capital. Abigail, sin embargo, había perdido su vivacidad y no disimulaba el agotamiento que aquel ritmo de trabajo le suponía. Cierto día, aprovechando una pausa para almorzar un bocadillo en el despacho, Abigail susurró a Zacarías que se había enamorado de un muchacho que había conocido a través de una red social, y que después de haberse escrito durante un par de meses, aquella noche iban a citarse para cenar.
Aquella noche, apenas habían dado las once, el gerente irrumpió en el despacho preguntando por un informe que debía comentar para el día siguiente. La ausencia de Abigail le llamó y la atención, más aún cuando Zacarías le explicó que su compañera se había retirado por un dolor de cabeza. ¿Y no se podía haber tomado una aspirina? - apuntó el gerente.
Aquel episodio se repitió las semanas siguientes, hasta convertirse en algo habitual que Abigail no perdonara ya ningún fin de semana, y se despidiera cada día antes de dar las diez de la noche. Advertido por el gerente, el presidente del bufete convocó a los letrados para exigirles que redoblaron sus esfuerzos, porque el caso había entrado en una delicada fase de alianzas y negociaciones secretas que requerían una frenética actividad.
Para sorpresa de los demás, Abigail se excusó muy educadamente, pues tenía una vida privada que no quería perder, y se negaba tanto a seguir saliendo tarde como a sacrificar los festivos que marcaba el estatuto de trabajadores. Perplejo ante lo que acababa de oír, el presidente dirigió una mirada indagadora a Zacarías, quién confirmó su disponibilidad total para el caso.
Zacarías recibió un nuevo aumento de sueldo, en reconocimiento por su entrega y, para suplir la falta de dedicación de Abigail, el presidente integró al equipo a Sempronio, con la idea de que éste sustituyera del caso a la díscola abogada al cabo de uno o dos meses. Ya que despedirla no podía, por razones de confidencialidad, la apartarían a otro departamento, para que ayudara a los pasantes en temas de nula relevancia.
Zacarías se disculpó ante su querida amiga, argumentando que el caso significaba una gran oportunidad para él, que no podía arriesgarse a perder. ¿Y estás dispuesto a arriesgar nuestra amistad? - repuso Abigail. Zacarías bajó la mirada al suelo, para luego depositarla en los ojos verdes de Abigail: Abigail, tal vez, no seas feliz en este trabajo... La amistad entre ambos no volvería a ser igual. Las complicidades se ahogaron en la falta de confianza mutua, y el trato se redujo a una fingida cordialidad.
Sin embargo, el curso del caso se transtornó por completo cuando, cinco semanas más tarde, una banca extranjera anunció sus intenciones de adquirir el segundo banco del país, lo que desbarataría los planes del cliente del bufete, echando por tierra todo el esfuerzo empleado hasta entonces. La idea de perder la prima multimillonaria que prometía el banco cliente si consumaba la absorción del segundo banco del país, operación muñida en estricto secreto, desvelaba al presidente del bufete.
Don Casto aconsejó a presidente del banco cliente que reaccionara cuanto antes lanzando una contra OPA sobre el segundo banco del país, que neutralizara la intentona de la banca extranjera.
Zacarías, Sempronio, y la defenestrada Abigail trabajaron duramente para disponer toda la documentación a tiempo, pero la presencia de Sempronio entorpecía más que ayudaba, dado que había que demorarse en arduas explicaciones para ponerle al orden del caso.
La contra OPA fue lanzada y unos meses más tarde se anunciaba la inminente absorción del segundo banco del país por el banco cliente del bufete, fracasando la banca extranjera en la consecución de sus ambiciones.
Zacarías y Sempronio imprimieron las actas notariales que se rubricarían al día siguiente en solemne ceremonia, presenciada por miembros del Gobierno, en la sede del victorioso cliente en Barcelona.
Don Casto, el gerente, Sempronio y Zacarías volaron aquella noche a Barcelona. Al día siguiente, a las doce del mediodía, habían de presentar las actas para la ceremonia. Al pasar junto al escritorio donde habían arrinconado a Abigail, Zacarías desvió la mirada y pasó sin saludarla. Zacarías se encargaba de la custodia de los críticos documentos. Le obsesionaba la idea de perderlos, por lo que no había soltado su cartera desde que salieran del bufete para dirigirse al aeropuerto. Al llegar a la habitación de lujoso hotel de Barcelona, abrió la cartera para verificar de nuevo las actas, pero éstas no estaban. Aterrado, intentó hacer memoria. Los nervios le bloquearon el entendimiento, y la duda de si había guardado los documentos en la cartera antes de abandonar el despacho comenzó a atormentarle.
Zacarías tenía que reaccionar inmediatamente. Al final de unos ejercicios respiratorios, logró centrar sus ideas. Efectivamente, había debido de olvidarlos en el cajón de su escritorio. Tenía que recuperarlos como fuera sin que nadie se enterase. Después de mucho cavilar, determinó que no podría recuperar los papeles sin ayuda. Pensó en enviar a su padre al despacho para que buscara los papeles y los llevara a Barcelona en el primer puente aéreo del día siguiente... No, no le dejarían pasar. ¿Y Abigail?
Zacarías telefoneó a Abigail, rogándole por lo que más quisiera que entrara en su despacho y tomara los documentos, que él iría a buscarlos a casa de ella esa madrugada.
- ¿Pero no estás en Barcelona?
- No, no. Yo me he quedado en Madrid y viajaré a Barcelona mañana a primera hora. El problema es que estoy en plena reunión y calculo que no podré pasarme por tu casa hasta las cinco o seis de la madrugada. ¿Me harás el favor?
Abigail se avino a ello, pero diez minutos más tarde devolvía la llamada a Zacarías, asegurándole que las actas no estaban en su cajón. Zacarías casi se desmaya al escucharla. Enseguida pensó en que Abigail no quería ayudarle, lo cuál era lógico, y que tendría que volver él personalmente a Madrid para recoger las actas.
- Gracias, Abigail. No te preocupes, "querida", que ahora me doy cuenta de que llevo los papeles en mi cartera. Adiós, un beso.
Nada más colgar la llamada de Abigail, Zacarías contactó con una compañía de alquiler de coches, para que le dispusieran uno a la puerta del hotel lo antes posible. Pagaría al contado. Sólo por carretera podía llegar a Madrid antes del alba del día de la firma, ya que se había hecho tarde y los últimos vuelos y AVEs había salido ya para Madrid. Luego, llamó al gerente, pues de Sempronio no se fiaba en absoluto, indicándole que no bajría a cenar porque se encontraba con un fuerte dolor de cabeza y prefería descansar en la habitación. Mañana nos vemos después del desayuno ¿vale?
El coche le esperaba en el garaje del hotel. Una hora más tarde, conducía por una autopista con destino a Zaragoza. El agotamiento le causaba sueño, y en más de una ocasión creyó dormirse al volante. A las dos de la madrugada se detenía a reponer combustible en un pueblico pasado Zaragoza, sin embargo, el cansancio le hizo confundir el diésel con la gasolina, y el coche, sencillamente, no arrancó.
El cobrador de la gasolinera no daba crédito al ver entrar a un tipo elegantemente trajeado, fuera de sí. Zacarías apenas podía articular palabra, se le trababa la lengua, intentando explicar que necesitaba vaciar el tanque del coche para volverlo a llenar con gaolina. Apiadado ante aquel espectro, el gasolinero ayudó al muchacho, que se puso perdido el traje con grasa y combustible.
A las tres y media de la madrugada, después de beberse dos litros de Coca Cola, Zacarías proseguía su pesadilla hacia Madrid. El auto dió algunos tirones al principio, pero logró arrancar y, al cabo de un rato, rodaba sin mayores complicaciones.
A las seis y media, Zacarías irrumpió en el bufete. Casi enloqueció cuando comprobó por sí mismo que, efectivamente, Abigail tenía razón y los documentos no se encontraban en el cajón. Había que verle abrir y cerrar archivos como un poseso, levantado todo papel que hubiera sobre el escritorio... Con esas ojeras, con el traje hecho un Cristo, con el pelo enmarañado...
Agotado, hhubo de rendirse a la evidencia, los documentos no estban. Los habían robado. Lo peor de todo, es que rayaban ya las ocho de la mañana y los compañeros del bufete debían de estar a punto de llegar a la oficina. Corrió hacia la puerta, topándose en ella con Abigail.
- Hola, esto... Abigail, perdona pero voy all aeropuerto con el tiempo justo...
- Me ha llamado Sempronio, dice que te encontrabas mal, y que...
- Sí, sí, ahora le veo. Gracias por lo de ayer. Adiós, adiós... Por cierto, ¿no le habrás comentado nada a Sempronio de los documentos?
- Me dijo que los tenía él, que todo estaba listo para la firma.
- ¡Ah, claro! Que los tenía él... Sí, en eso quedamos. Bueno, Abigail, tengo que dejarte.
- Buena suerte.
Zacarías llegó a las diez y media de la mañana al hotel de Barcelona. El presidente, el gerente y Sempronio habían partido ya hacia la sede del banco cliente. La ceremonia trnscurrió con gran repercusión mediática. El presidente del banco agradeció personalmente a todos los del bufete la ayuda que habían prestado. Cuando fue a estrechar la mano de Zacarías, Sempronio hubo de despertarle de un codazo. Al abrir los ojos, Zacarías se encontró con la mirada asombrada del presidente del banco, a cuyas espaldas se encontraba don Casto, con gesto displicente.
Al volver a Madrid, Sempronio fue ascendido a gerente, con un sueldo de ensueño. Zacarías hubo de conformarse con un pequeño ascenso que en nada se asemejaba a la fábula con la que había soñado durante hacía más de un año. Don Casto no volvió a requerir los servicios de Zacarías, traicionado en el último momento por Sempronio.
Abigail se casó y dejó el bufete para llevar una vida más tranquila. Con el tiempo, acabó dirigiendo un departamento de otra prestigiosa firma de abogados, que pugnaban por defender la reconciliación familiar y laboral.
Zacarías también dejó el despacho al cabo de los dos años estipulados. Escarmentado por las tentaciones del poder y el dinero, enfermo de estrés, se retiró a trabajar con una ONG.
Por cierto, Abigail no le invitó a su boda, y don Casto se hizo el sueco cuando se cruzó con él por la calle, tiempo después.
Un abrazo
Dos brillantes y recién licenciados abogados se conocieron en su primer día de trabajo en el bufete más prestigioso del país. El gerente les asignó al departamento de OPAs y adquisiciones. Desde el primer día compartieron un mismo despacho, de manera que si Abigail levantaba sus hermosos ojos verdes se topaba con la dulces facciones de Zacarías. Al poco de conocerse, de la cordialidad laboral pasaron a compartir una hermosa amistad, salpicada de complicidad y buen humor.
Habían transcurrido algo más de dos años desde que empezaran a trabajar, y Zacarías confesaba a Abigail que el bufete había defraudado sus ambiciones económicas y laborales, razón por la cuál planeaba cambiar de empresa. Ese mismo día, el gerente les avisó para que le acompañaran a una reunión con el presidente del bufete, un afamado abogado con inextricables influencias políticas.
Don Casto recibió sonriente a los jóvenes letrados, saludándoles efusivamente y felicitándoles por las excelentes referencias que de ellos le habían llegado de su gerente y de otros directivos del bufete. Tras acomodarles en los elegantes sillones de su despacho, don Casto abordó el asunto por el que les había convocado, asunto de la mayor reserva que prometía grandes repercusiones.
- Antes de desvelarles nada confidencial, debo contar con su total disponibilidad. Se trata de un caso que requerirá un gran sacrificio personal por su parte durante al menos un año, por lo que les agradecería que me confirmaran desde ahora que pueden consagrarse plenamente a este asunto. Ustedes dos, junto con su gerente y yo, seremos las únicas personas de este bufete que nos dediquemos a este grave asunto. Por supuesto que, si todo sale bien, serán recompensados como se debe...
Zacarías y Abigail no se lo pensaron dos veces, y allí mismo firmaron un documento por el que se comprometían a guardar estricta confidencialidad, así como a no abandonar el bufete hasta que hubieran transcurrido, al menos, dos años desde la conclusión del caso. Además, el documento les garantizaba una sustancial subida salarial desde aquel mismo instante, la cuál verían reflejada en la siguiente nómina.
El grave asunto se trataba los planes que el banco más importante del país albergaba para lanzar una OPA hostil sobre su más serio competidor. El éxito de tamaña operación convertiría al susodicho banco en la tercera mayor potencia financiera del mundo.
Abigail y Zacarías se pusieron trabajar inmediatamente en el caso. El presidente dispuso que ambos se trasladaran al espacho contiguo al suyo, para facilitar la comunicación entre ambos. Desde aquel día, las jornadas laborales se prolongaban durante doce y catorce horas diarias, incluyendo numerosos sábados y domingos. Los letrados se ahogaban entre poderes notariales, acuerdos de confidencialidad, informes y reuniones... Ni siquiera descansaron en Navidad, trabajando bien tarde, con el consecuente y lógico enfado de sus familias. Ni Semana Santa, ni verano, ni otras fiestas de guardar.
A los seis meses, Zacarías había ganado tanto dinero como para mudarse al barrio más exclusivo de la capital. Abigail, sin embargo, había perdido su vivacidad y no disimulaba el agotamiento que aquel ritmo de trabajo le suponía. Cierto día, aprovechando una pausa para almorzar un bocadillo en el despacho, Abigail susurró a Zacarías que se había enamorado de un muchacho que había conocido a través de una red social, y que después de haberse escrito durante un par de meses, aquella noche iban a citarse para cenar.
Aquella noche, apenas habían dado las once, el gerente irrumpió en el despacho preguntando por un informe que debía comentar para el día siguiente. La ausencia de Abigail le llamó y la atención, más aún cuando Zacarías le explicó que su compañera se había retirado por un dolor de cabeza. ¿Y no se podía haber tomado una aspirina? - apuntó el gerente.
Aquel episodio se repitió las semanas siguientes, hasta convertirse en algo habitual que Abigail no perdonara ya ningún fin de semana, y se despidiera cada día antes de dar las diez de la noche. Advertido por el gerente, el presidente del bufete convocó a los letrados para exigirles que redoblaron sus esfuerzos, porque el caso había entrado en una delicada fase de alianzas y negociaciones secretas que requerían una frenética actividad.
Para sorpresa de los demás, Abigail se excusó muy educadamente, pues tenía una vida privada que no quería perder, y se negaba tanto a seguir saliendo tarde como a sacrificar los festivos que marcaba el estatuto de trabajadores. Perplejo ante lo que acababa de oír, el presidente dirigió una mirada indagadora a Zacarías, quién confirmó su disponibilidad total para el caso.
Zacarías recibió un nuevo aumento de sueldo, en reconocimiento por su entrega y, para suplir la falta de dedicación de Abigail, el presidente integró al equipo a Sempronio, con la idea de que éste sustituyera del caso a la díscola abogada al cabo de uno o dos meses. Ya que despedirla no podía, por razones de confidencialidad, la apartarían a otro departamento, para que ayudara a los pasantes en temas de nula relevancia.
Zacarías se disculpó ante su querida amiga, argumentando que el caso significaba una gran oportunidad para él, que no podía arriesgarse a perder. ¿Y estás dispuesto a arriesgar nuestra amistad? - repuso Abigail. Zacarías bajó la mirada al suelo, para luego depositarla en los ojos verdes de Abigail: Abigail, tal vez, no seas feliz en este trabajo... La amistad entre ambos no volvería a ser igual. Las complicidades se ahogaron en la falta de confianza mutua, y el trato se redujo a una fingida cordialidad.
Sin embargo, el curso del caso se transtornó por completo cuando, cinco semanas más tarde, una banca extranjera anunció sus intenciones de adquirir el segundo banco del país, lo que desbarataría los planes del cliente del bufete, echando por tierra todo el esfuerzo empleado hasta entonces. La idea de perder la prima multimillonaria que prometía el banco cliente si consumaba la absorción del segundo banco del país, operación muñida en estricto secreto, desvelaba al presidente del bufete.
Don Casto aconsejó a presidente del banco cliente que reaccionara cuanto antes lanzando una contra OPA sobre el segundo banco del país, que neutralizara la intentona de la banca extranjera.
Zacarías, Sempronio, y la defenestrada Abigail trabajaron duramente para disponer toda la documentación a tiempo, pero la presencia de Sempronio entorpecía más que ayudaba, dado que había que demorarse en arduas explicaciones para ponerle al orden del caso.
La contra OPA fue lanzada y unos meses más tarde se anunciaba la inminente absorción del segundo banco del país por el banco cliente del bufete, fracasando la banca extranjera en la consecución de sus ambiciones.
Zacarías y Sempronio imprimieron las actas notariales que se rubricarían al día siguiente en solemne ceremonia, presenciada por miembros del Gobierno, en la sede del victorioso cliente en Barcelona.
Don Casto, el gerente, Sempronio y Zacarías volaron aquella noche a Barcelona. Al día siguiente, a las doce del mediodía, habían de presentar las actas para la ceremonia. Al pasar junto al escritorio donde habían arrinconado a Abigail, Zacarías desvió la mirada y pasó sin saludarla. Zacarías se encargaba de la custodia de los críticos documentos. Le obsesionaba la idea de perderlos, por lo que no había soltado su cartera desde que salieran del bufete para dirigirse al aeropuerto. Al llegar a la habitación de lujoso hotel de Barcelona, abrió la cartera para verificar de nuevo las actas, pero éstas no estaban. Aterrado, intentó hacer memoria. Los nervios le bloquearon el entendimiento, y la duda de si había guardado los documentos en la cartera antes de abandonar el despacho comenzó a atormentarle.
Zacarías tenía que reaccionar inmediatamente. Al final de unos ejercicios respiratorios, logró centrar sus ideas. Efectivamente, había debido de olvidarlos en el cajón de su escritorio. Tenía que recuperarlos como fuera sin que nadie se enterase. Después de mucho cavilar, determinó que no podría recuperar los papeles sin ayuda. Pensó en enviar a su padre al despacho para que buscara los papeles y los llevara a Barcelona en el primer puente aéreo del día siguiente... No, no le dejarían pasar. ¿Y Abigail?
Zacarías telefoneó a Abigail, rogándole por lo que más quisiera que entrara en su despacho y tomara los documentos, que él iría a buscarlos a casa de ella esa madrugada.
- ¿Pero no estás en Barcelona?
- No, no. Yo me he quedado en Madrid y viajaré a Barcelona mañana a primera hora. El problema es que estoy en plena reunión y calculo que no podré pasarme por tu casa hasta las cinco o seis de la madrugada. ¿Me harás el favor?
Abigail se avino a ello, pero diez minutos más tarde devolvía la llamada a Zacarías, asegurándole que las actas no estaban en su cajón. Zacarías casi se desmaya al escucharla. Enseguida pensó en que Abigail no quería ayudarle, lo cuál era lógico, y que tendría que volver él personalmente a Madrid para recoger las actas.
- Gracias, Abigail. No te preocupes, "querida", que ahora me doy cuenta de que llevo los papeles en mi cartera. Adiós, un beso.
Nada más colgar la llamada de Abigail, Zacarías contactó con una compañía de alquiler de coches, para que le dispusieran uno a la puerta del hotel lo antes posible. Pagaría al contado. Sólo por carretera podía llegar a Madrid antes del alba del día de la firma, ya que se había hecho tarde y los últimos vuelos y AVEs había salido ya para Madrid. Luego, llamó al gerente, pues de Sempronio no se fiaba en absoluto, indicándole que no bajría a cenar porque se encontraba con un fuerte dolor de cabeza y prefería descansar en la habitación. Mañana nos vemos después del desayuno ¿vale?
El coche le esperaba en el garaje del hotel. Una hora más tarde, conducía por una autopista con destino a Zaragoza. El agotamiento le causaba sueño, y en más de una ocasión creyó dormirse al volante. A las dos de la madrugada se detenía a reponer combustible en un pueblico pasado Zaragoza, sin embargo, el cansancio le hizo confundir el diésel con la gasolina, y el coche, sencillamente, no arrancó.
El cobrador de la gasolinera no daba crédito al ver entrar a un tipo elegantemente trajeado, fuera de sí. Zacarías apenas podía articular palabra, se le trababa la lengua, intentando explicar que necesitaba vaciar el tanque del coche para volverlo a llenar con gaolina. Apiadado ante aquel espectro, el gasolinero ayudó al muchacho, que se puso perdido el traje con grasa y combustible.
A las tres y media de la madrugada, después de beberse dos litros de Coca Cola, Zacarías proseguía su pesadilla hacia Madrid. El auto dió algunos tirones al principio, pero logró arrancar y, al cabo de un rato, rodaba sin mayores complicaciones.
A las seis y media, Zacarías irrumpió en el bufete. Casi enloqueció cuando comprobó por sí mismo que, efectivamente, Abigail tenía razón y los documentos no se encontraban en el cajón. Había que verle abrir y cerrar archivos como un poseso, levantado todo papel que hubiera sobre el escritorio... Con esas ojeras, con el traje hecho un Cristo, con el pelo enmarañado...
Agotado, hhubo de rendirse a la evidencia, los documentos no estban. Los habían robado. Lo peor de todo, es que rayaban ya las ocho de la mañana y los compañeros del bufete debían de estar a punto de llegar a la oficina. Corrió hacia la puerta, topándose en ella con Abigail.
- Hola, esto... Abigail, perdona pero voy all aeropuerto con el tiempo justo...
- Me ha llamado Sempronio, dice que te encontrabas mal, y que...
- Sí, sí, ahora le veo. Gracias por lo de ayer. Adiós, adiós... Por cierto, ¿no le habrás comentado nada a Sempronio de los documentos?
- Me dijo que los tenía él, que todo estaba listo para la firma.
- ¡Ah, claro! Que los tenía él... Sí, en eso quedamos. Bueno, Abigail, tengo que dejarte.
- Buena suerte.
Zacarías llegó a las diez y media de la mañana al hotel de Barcelona. El presidente, el gerente y Sempronio habían partido ya hacia la sede del banco cliente. La ceremonia trnscurrió con gran repercusión mediática. El presidente del banco agradeció personalmente a todos los del bufete la ayuda que habían prestado. Cuando fue a estrechar la mano de Zacarías, Sempronio hubo de despertarle de un codazo. Al abrir los ojos, Zacarías se encontró con la mirada asombrada del presidente del banco, a cuyas espaldas se encontraba don Casto, con gesto displicente.
Al volver a Madrid, Sempronio fue ascendido a gerente, con un sueldo de ensueño. Zacarías hubo de conformarse con un pequeño ascenso que en nada se asemejaba a la fábula con la que había soñado durante hacía más de un año. Don Casto no volvió a requerir los servicios de Zacarías, traicionado en el último momento por Sempronio.
Abigail se casó y dejó el bufete para llevar una vida más tranquila. Con el tiempo, acabó dirigiendo un departamento de otra prestigiosa firma de abogados, que pugnaban por defender la reconciliación familiar y laboral.
Zacarías también dejó el despacho al cabo de los dos años estipulados. Escarmentado por las tentaciones del poder y el dinero, enfermo de estrés, se retiró a trabajar con una ONG.
Por cierto, Abigail no le invitó a su boda, y don Casto se hizo el sueco cuando se cruzó con él por la calle, tiempo después.
Un abrazo
domingo, 6 de marzo de 2011
Un dramaturgo
Querido amigo:
Esta es la fabulosa historia de un dramaturgo trostkista que despertó en el modesto hospital de una provincia de poca población, después de haber pasado un año y medio de coma, desde que se sometiera a una cirugía de peritonitis. Su caso había conmocionado a toda la nación, por lo que la prensa se volcó para cubrir su feliz despertar.
Todos recordarán la entrevista que el dramaturgo trotskista concedió a las 24 horas de su restablecimiento. Rodeado de su médico, su esposa y sus herederos, el paciente confesó que había estado plenamente consciente de cuanto ocurría a su alrededor durante su convalecencia, y que tenía mucho que contar. La entrevista no duró más de cinco minutos, pues el doctor consideró que no había que fatigar al trotskista.
Los periodistas se despidieron con la promesa de que volverían al día siguiente para satisfacer la curiosidad del país entero, que se preguntaba qué declaraciones devolverían al dramaturgo la corona de la polémica que detentaba antes de caer en coma.
Sin embargo, lejos de publicar la ansiada entrevista, los titulares de las primeras tiradas de los diarios matutinos anunciaron con grandes caracteres la súbita defunción del adorado dramaturgo, ahora convertido en un mito, acaecida horas después de despertar. Al parecer, las enfermeras lo habían encontrado sin vida momentos después de que la esposa se despidiera para volver al día siguiente.
El suceso desencadenó el consabido rosario de homenajes póstumos y reportajes sobre la vida y obra del ínclito personaje. Enseguida se erigió una escultura conmemorativa en un rincón de la plaza del ayuntamiento de la pequeña capital de provincia donde vivió y se constituyó una fundación para gestionar su vasta obra literaria.
Cuando las amistades del finado acudieron a la viuda para recabar fondos para la fundación, ésta confesó que nada estimable había heredado de su marido, de quien se presumía que había amasado una gran fortuna -como todo trotskista, por cierto-. Aquello provocó la ira de los demás herederos, que se apresuraron a desmentir a la viuda, quien -todo hay que decirlo- era treinta años más joven que el difunto.
La gota que colmó el vaso fueron las fotografías que un diario publicó de la joven viuda acaramelada con un hombre más bien madurito. Ella desafió las habladurías esgrimiendo que no había porque dar explicaciones a nadie de su vida privada, y que ella no creía en eso de enlutarse. Lo curioso es que las fotografías se habían captado antes de que feneciera el dramaturgo.
Se especuló mucho sobre la viuda. Había opiniones para todos los gustos: que si estos trotskistas predicaban el amor libre y que la infidelidad era moneda común entre ellos; que si la pobre joven, resignada a no volver a ver jamás consciente a su marido en coma, abandonada por los hijos de éste, requirió el cariño de otros labios para superar la desgracia; que si estaba hecha una avechucha, y que poco había tardado en dilapidar la fortuna del pobre desgraciado...
Lo sensacional sobrevino cuando los herederos presentaron, una semana después de publicarse las comprometidas fotografías y dos semanas después de la imprevista muerte del dramaturgo, una denuncia en el juzgado de guardia con la sospecha de que su padre había sido víctima de asesinato. Se abrió entonces una minuciosa investigación que prometía un juicio muy interesante.
Pasaron unos meses, y llegó el esperado día del juicio. La prensa se arracimaba a las puertas de los juzgados, al paso de los acusados y de los testigos.
El primero en ser llamado a declarar fue el cirujano, quien aseguró no comprender aún cómo su paciente había podido caer en coma, ya que él, personalmente, había sido testigo de su reanimación después de la intervención.
El juez, entonces, llamó al médico que había tratado el postoperatorio del dramaturgo, para exigirle explicaciones. El doctor, el mismo que posó junto al paciente el día en que éste revivió del coma, se perdió en doctas aclaraciones académicas que sobrepasaban las competencias del juez. Concluyó afirmando que no hubo negligencia alguna por su parte, insinuando después que el coma fue inducido por una mal aplicación de la anestesia, lo que desbocó la cólera del cirujano que, a su vez, se deshizo en imprecaciones hacia el doctor. ¿Cómo puede este animal sospechar de mi profesionalidad? Ambos médicos fueron desalojados en medio de un escándalo intolerable.
Al día siguiente, le tocó el turno a las enfermeras que habían cuidado del paciente durante el año y medio que había permancido en coma. El juez deseaba dilucidar qué había ocurrido durante la comparecencia del dramaturgo para que, al poco de despertar del coma, éste anunciase que tenía mucho que contar. Las dos chicas se ruborizaron, negando que nada anormal hubiera acaecido, con excepción de unos extraños ruidos que el paciente profirió durante los primeros días del coma. ¿Qué clase de ruidos? Las enfermeras no supieron explicarse, no se acordaban bien después de casi dos años. Ruidos como... tintineos, sumbidos, tintineos ... Muy raro. El perito médico que el juez había llamado para intervenir en cuestiones científicas, postuló que los ruidos podían deberse a la expulsión de gases.
La siguiente en declarar fue la viuda del dramaturgo trotskista. El juez indagó en las fechas exactas en las que inició su relación con su actual pareja. La joven se plantó, argumentando que eso no aportaba nada al caso y que su vida privada no debía mezclarse con cuestiones del pasado. El juez se enojó mucho y la amenazó con acusarla de desacato si no se avenía a responder, ante lo cuál la viuda admitió que festejaba con su amante desde mucho antes de que su marido cayera en coma.
- ¡Zorra! ¡Golfa! - exclamó uno de los hijos del dramaturgo.
La viuda se abalanzó sobre el muchacho, y de no terciar un grueso policía, aquello habría acabado como el rosario de la aurora. Una vez sosegados los ánimos, la viuda prosiguió su declaración con las confesiones que su marido le había realizado pocas horas antes de morir... Al parecer, aunque inmovilizado de cuerpo, supo en todo momento cuanto ocurría en la sala donde estaba, habilitada específicamente para él, pues era el único paciente en coma en aquel modesto hospital de provincias. Mi marido aseguraba que las enfermeras celebraban orgías en la sala... Casi todos los fines de semana, cuando los médicos se iban los viernes...
- ¡Eso es una calumnia! ¿Qué sabrá ésta, si no pasó por el hospital durante más de un año? - saltó una de las enfermeras.
- ¿Por qué no explica que le hizo a su marido durante el tiempo que estuvo con él antes de morir? ¡Señoría, ella fue quien le mató! ¿A qué viene tanta farsa? Ella fue la última persona en verlo vivo, nosotras nos lo encontramos ya muerto cuando ella se despidió. No estamos dispuestas a que se nos insulte por esta pelandrusca... - vociferó la otra enfermera.
Entonces, se enzarzaron a tirarse del pelo y a llamarse de todo. El juez suspendió la vista y ordenó el inmediato desalojo de la sala, ante la imposibilidad de neutralizar a las combatientes.
El tercer día de juicio se dedicó a interrogar a los dos hijos del dramaturgo, quienes, trotskistas a ultranza como su progenitor, se presentaron en vaqueros y camiseta, ondeante al viento sus largas, desgreñadas y transgresoras melenas.
Ante la pregunta del juez de qué sospechas les habían motivado a presentar una denuncia de asesinato, el mayor reconoció que había cuestiones económicas que podían conjugar intereses diversos para asesinar a su padre. El gerente del hospital había de gestionar un exiguo presupuesto, por lo que se quejaba a menudo del enorme gasto que suponía mantener a mi padre comatoso en una sala para él solo, rodeado de costosas atenciones. Además, es un facha recalcitrante que no podía ver a mi padre ni en pintura, y en muchas ocasiones intentó incoar el traslado a un hospital de Madrid. Tenemos razones para sospechar que él ordenó retirar paulatinamiente las máquinas que mantenían vivo a mi padre para acelerar su muerte. Cuando mi padre despertó del coma, lo más seguro es que quisiera denunciar las malévolas intenciones de este fascista.
- El doctor que cuidó a mi padre durante el postoperatorio- prosiguió el hijo menor- era amigo literario de mi padre desde hacía años. Mi padre desconfiaba de él desde hacía un tiempo, porque este señor había publicado relatos con ideas, presuntamente plagiadas a mi padre. Los relatos del doctor habían cosechado enorme éxito, del que mi padre era acreedor. Mi padre tenía intenciones de demandar al médico por plagio, cuando enfermó de peritonitis y hubo de ser operado de urgencias... Resulta muy extraño que después de haber sido reanimado con éxito, cayera en coma... Exijo el informe de un forense.
- Y por último -apostilló el hijo mayor- la madrastra ... Ella se burlaba de nuestro padre desde mucho antes de que éste enfermara. En realidad, mi padre estaba a punto de pedirle el divorcio, pero no le dio tiempo. Ella controlaba sus cuentas corrientes y dilapidó toda la fortuna en un año y medio. Cuando mi padre salió del coma, debió de pensar que tendría que internarlo en una residencia para que le cuidaran, para lo cuál ella no tenía ni un duro. Ella nunca amó a mi padre, no crean en las lágrimas de cocodrilo que virtió durante el funeral. Ella fue la última persona en verle vivo.
El juez interrumpió la declaración del muchacho. Un ujier le había traído las pruebas de la autopsia. Se suspendió el juicio hasta el día siguiente.
La última jornada del juicio transcurrió con la sala hasta arriba de prensa y curiosos. No cabía ya ni un alfiler. El ambiente era asfixiante.
El fiscal se levantó de su banco portando una bolsa de plástico con un teléfono móvil en su interior. Ante la sorpresa general se dirigió al cirujano, y le mostró la bolsa: ¿Reconoce este teléfono?
Tras unos segundos de tenso silencio, admitió que aquel teléfono le había pertenecido, pero que se lo habían robado hace tiempo.
- ¿Puede precisar desde cuándo echa de menos este excelente teléfono? - insistió el fiscal, pero el cirujano encojió los hombros sin saber qué responder. - Señor cirujano, comprendo que no se acuerde, pero yo sí que sé cuándo "le hurtaron" el móvil... , porque el forense encontró este aparato en el cuerpo de la víctima...
Un gran alboroto se contagió por toda la sala, sólo mitigado por los frenéticos martillazos del juez.
- Señoría, he aquí la razón de los extraños ruidos que procedían del paciente durante los primeros días del coma... El teléfono del señor cirujano sonó en el organismo de nuestro amado dramaturgo hasta que se agotó la batería...
¡Qué revuelo! Los hijos del difunto insultaban y amenazaban a voz en grito al cirujano, que hubo de ser escoltado por la policía. El médico literato también vituperaba al cirujano, que no sabía dónde meterse.
- Sin embargo -prosiguió el fiscal - si el teléfono pudo haber provocado o no el coma, no es una cuestión fácil de dilucidar. Veamos el informe del forense... "El paciente tuvo muerte natural". Ante esta prueba, señoría, esta acusación retira los cargos contra los imputados.
- ¡Se acabó el juicio! - suspiró el juez.
Al controvertido juicio siguieron muchas demandas, la mayoría de ellas todavía no resueltas. Las enfermeras denunciaron a la viuda por calumnias; los hijos denunciaron a la madrastra por la herencia dilapidada; a viuda denunció al médico por plagiar la obra de su difunto marido; el fiscal inició una causa contra el cirujano por el error médico; el gerente del hospital fue destituído de su cargo, etc...
Diez años después del juicio, prosigue el último drama de aquel trotskista dramaturgo, cuya vida transcurrió como su muerte, un puro teatro.
un abrazo
Esta es la fabulosa historia de un dramaturgo trostkista que despertó en el modesto hospital de una provincia de poca población, después de haber pasado un año y medio de coma, desde que se sometiera a una cirugía de peritonitis. Su caso había conmocionado a toda la nación, por lo que la prensa se volcó para cubrir su feliz despertar.
Todos recordarán la entrevista que el dramaturgo trotskista concedió a las 24 horas de su restablecimiento. Rodeado de su médico, su esposa y sus herederos, el paciente confesó que había estado plenamente consciente de cuanto ocurría a su alrededor durante su convalecencia, y que tenía mucho que contar. La entrevista no duró más de cinco minutos, pues el doctor consideró que no había que fatigar al trotskista.
Los periodistas se despidieron con la promesa de que volverían al día siguiente para satisfacer la curiosidad del país entero, que se preguntaba qué declaraciones devolverían al dramaturgo la corona de la polémica que detentaba antes de caer en coma.
Sin embargo, lejos de publicar la ansiada entrevista, los titulares de las primeras tiradas de los diarios matutinos anunciaron con grandes caracteres la súbita defunción del adorado dramaturgo, ahora convertido en un mito, acaecida horas después de despertar. Al parecer, las enfermeras lo habían encontrado sin vida momentos después de que la esposa se despidiera para volver al día siguiente.
El suceso desencadenó el consabido rosario de homenajes póstumos y reportajes sobre la vida y obra del ínclito personaje. Enseguida se erigió una escultura conmemorativa en un rincón de la plaza del ayuntamiento de la pequeña capital de provincia donde vivió y se constituyó una fundación para gestionar su vasta obra literaria.
Cuando las amistades del finado acudieron a la viuda para recabar fondos para la fundación, ésta confesó que nada estimable había heredado de su marido, de quien se presumía que había amasado una gran fortuna -como todo trotskista, por cierto-. Aquello provocó la ira de los demás herederos, que se apresuraron a desmentir a la viuda, quien -todo hay que decirlo- era treinta años más joven que el difunto.
La gota que colmó el vaso fueron las fotografías que un diario publicó de la joven viuda acaramelada con un hombre más bien madurito. Ella desafió las habladurías esgrimiendo que no había porque dar explicaciones a nadie de su vida privada, y que ella no creía en eso de enlutarse. Lo curioso es que las fotografías se habían captado antes de que feneciera el dramaturgo.
Se especuló mucho sobre la viuda. Había opiniones para todos los gustos: que si estos trotskistas predicaban el amor libre y que la infidelidad era moneda común entre ellos; que si la pobre joven, resignada a no volver a ver jamás consciente a su marido en coma, abandonada por los hijos de éste, requirió el cariño de otros labios para superar la desgracia; que si estaba hecha una avechucha, y que poco había tardado en dilapidar la fortuna del pobre desgraciado...
Lo sensacional sobrevino cuando los herederos presentaron, una semana después de publicarse las comprometidas fotografías y dos semanas después de la imprevista muerte del dramaturgo, una denuncia en el juzgado de guardia con la sospecha de que su padre había sido víctima de asesinato. Se abrió entonces una minuciosa investigación que prometía un juicio muy interesante.
Pasaron unos meses, y llegó el esperado día del juicio. La prensa se arracimaba a las puertas de los juzgados, al paso de los acusados y de los testigos.
El primero en ser llamado a declarar fue el cirujano, quien aseguró no comprender aún cómo su paciente había podido caer en coma, ya que él, personalmente, había sido testigo de su reanimación después de la intervención.
El juez, entonces, llamó al médico que había tratado el postoperatorio del dramaturgo, para exigirle explicaciones. El doctor, el mismo que posó junto al paciente el día en que éste revivió del coma, se perdió en doctas aclaraciones académicas que sobrepasaban las competencias del juez. Concluyó afirmando que no hubo negligencia alguna por su parte, insinuando después que el coma fue inducido por una mal aplicación de la anestesia, lo que desbocó la cólera del cirujano que, a su vez, se deshizo en imprecaciones hacia el doctor. ¿Cómo puede este animal sospechar de mi profesionalidad? Ambos médicos fueron desalojados en medio de un escándalo intolerable.
Al día siguiente, le tocó el turno a las enfermeras que habían cuidado del paciente durante el año y medio que había permancido en coma. El juez deseaba dilucidar qué había ocurrido durante la comparecencia del dramaturgo para que, al poco de despertar del coma, éste anunciase que tenía mucho que contar. Las dos chicas se ruborizaron, negando que nada anormal hubiera acaecido, con excepción de unos extraños ruidos que el paciente profirió durante los primeros días del coma. ¿Qué clase de ruidos? Las enfermeras no supieron explicarse, no se acordaban bien después de casi dos años. Ruidos como... tintineos, sumbidos, tintineos ... Muy raro. El perito médico que el juez había llamado para intervenir en cuestiones científicas, postuló que los ruidos podían deberse a la expulsión de gases.
La siguiente en declarar fue la viuda del dramaturgo trotskista. El juez indagó en las fechas exactas en las que inició su relación con su actual pareja. La joven se plantó, argumentando que eso no aportaba nada al caso y que su vida privada no debía mezclarse con cuestiones del pasado. El juez se enojó mucho y la amenazó con acusarla de desacato si no se avenía a responder, ante lo cuál la viuda admitió que festejaba con su amante desde mucho antes de que su marido cayera en coma.
- ¡Zorra! ¡Golfa! - exclamó uno de los hijos del dramaturgo.
La viuda se abalanzó sobre el muchacho, y de no terciar un grueso policía, aquello habría acabado como el rosario de la aurora. Una vez sosegados los ánimos, la viuda prosiguió su declaración con las confesiones que su marido le había realizado pocas horas antes de morir... Al parecer, aunque inmovilizado de cuerpo, supo en todo momento cuanto ocurría en la sala donde estaba, habilitada específicamente para él, pues era el único paciente en coma en aquel modesto hospital de provincias. Mi marido aseguraba que las enfermeras celebraban orgías en la sala... Casi todos los fines de semana, cuando los médicos se iban los viernes...
- ¡Eso es una calumnia! ¿Qué sabrá ésta, si no pasó por el hospital durante más de un año? - saltó una de las enfermeras.
- ¿Por qué no explica que le hizo a su marido durante el tiempo que estuvo con él antes de morir? ¡Señoría, ella fue quien le mató! ¿A qué viene tanta farsa? Ella fue la última persona en verlo vivo, nosotras nos lo encontramos ya muerto cuando ella se despidió. No estamos dispuestas a que se nos insulte por esta pelandrusca... - vociferó la otra enfermera.
Entonces, se enzarzaron a tirarse del pelo y a llamarse de todo. El juez suspendió la vista y ordenó el inmediato desalojo de la sala, ante la imposibilidad de neutralizar a las combatientes.
El tercer día de juicio se dedicó a interrogar a los dos hijos del dramaturgo, quienes, trotskistas a ultranza como su progenitor, se presentaron en vaqueros y camiseta, ondeante al viento sus largas, desgreñadas y transgresoras melenas.
Ante la pregunta del juez de qué sospechas les habían motivado a presentar una denuncia de asesinato, el mayor reconoció que había cuestiones económicas que podían conjugar intereses diversos para asesinar a su padre. El gerente del hospital había de gestionar un exiguo presupuesto, por lo que se quejaba a menudo del enorme gasto que suponía mantener a mi padre comatoso en una sala para él solo, rodeado de costosas atenciones. Además, es un facha recalcitrante que no podía ver a mi padre ni en pintura, y en muchas ocasiones intentó incoar el traslado a un hospital de Madrid. Tenemos razones para sospechar que él ordenó retirar paulatinamiente las máquinas que mantenían vivo a mi padre para acelerar su muerte. Cuando mi padre despertó del coma, lo más seguro es que quisiera denunciar las malévolas intenciones de este fascista.
- El doctor que cuidó a mi padre durante el postoperatorio- prosiguió el hijo menor- era amigo literario de mi padre desde hacía años. Mi padre desconfiaba de él desde hacía un tiempo, porque este señor había publicado relatos con ideas, presuntamente plagiadas a mi padre. Los relatos del doctor habían cosechado enorme éxito, del que mi padre era acreedor. Mi padre tenía intenciones de demandar al médico por plagio, cuando enfermó de peritonitis y hubo de ser operado de urgencias... Resulta muy extraño que después de haber sido reanimado con éxito, cayera en coma... Exijo el informe de un forense.
- Y por último -apostilló el hijo mayor- la madrastra ... Ella se burlaba de nuestro padre desde mucho antes de que éste enfermara. En realidad, mi padre estaba a punto de pedirle el divorcio, pero no le dio tiempo. Ella controlaba sus cuentas corrientes y dilapidó toda la fortuna en un año y medio. Cuando mi padre salió del coma, debió de pensar que tendría que internarlo en una residencia para que le cuidaran, para lo cuál ella no tenía ni un duro. Ella nunca amó a mi padre, no crean en las lágrimas de cocodrilo que virtió durante el funeral. Ella fue la última persona en verle vivo.
El juez interrumpió la declaración del muchacho. Un ujier le había traído las pruebas de la autopsia. Se suspendió el juicio hasta el día siguiente.
La última jornada del juicio transcurrió con la sala hasta arriba de prensa y curiosos. No cabía ya ni un alfiler. El ambiente era asfixiante.
El fiscal se levantó de su banco portando una bolsa de plástico con un teléfono móvil en su interior. Ante la sorpresa general se dirigió al cirujano, y le mostró la bolsa: ¿Reconoce este teléfono?
Tras unos segundos de tenso silencio, admitió que aquel teléfono le había pertenecido, pero que se lo habían robado hace tiempo.
- ¿Puede precisar desde cuándo echa de menos este excelente teléfono? - insistió el fiscal, pero el cirujano encojió los hombros sin saber qué responder. - Señor cirujano, comprendo que no se acuerde, pero yo sí que sé cuándo "le hurtaron" el móvil... , porque el forense encontró este aparato en el cuerpo de la víctima...
Un gran alboroto se contagió por toda la sala, sólo mitigado por los frenéticos martillazos del juez.
- Señoría, he aquí la razón de los extraños ruidos que procedían del paciente durante los primeros días del coma... El teléfono del señor cirujano sonó en el organismo de nuestro amado dramaturgo hasta que se agotó la batería...
¡Qué revuelo! Los hijos del difunto insultaban y amenazaban a voz en grito al cirujano, que hubo de ser escoltado por la policía. El médico literato también vituperaba al cirujano, que no sabía dónde meterse.
- Sin embargo -prosiguió el fiscal - si el teléfono pudo haber provocado o no el coma, no es una cuestión fácil de dilucidar. Veamos el informe del forense... "El paciente tuvo muerte natural". Ante esta prueba, señoría, esta acusación retira los cargos contra los imputados.
- ¡Se acabó el juicio! - suspiró el juez.
Al controvertido juicio siguieron muchas demandas, la mayoría de ellas todavía no resueltas. Las enfermeras denunciaron a la viuda por calumnias; los hijos denunciaron a la madrastra por la herencia dilapidada; a viuda denunció al médico por plagiar la obra de su difunto marido; el fiscal inició una causa contra el cirujano por el error médico; el gerente del hospital fue destituído de su cargo, etc...
Diez años después del juicio, prosigue el último drama de aquel trotskista dramaturgo, cuya vida transcurrió como su muerte, un puro teatro.
un abrazo
sábado, 5 de marzo de 2011
Una del siglo que viene
Querido amigo:
Durante la oración matutina de laudes, el humilde pastor había rogado con todo su corazón porque Dios le honrara con una respuesta para el dilema que le atormentaba desde hacía años. Aquella noche, además, había vuelto a soñar otra vez con su infancia y, siempre que de su infancia se trataba, nunca faltaba ella.
Y ella poco o nada había sabido desde que ingresara en el seminario hace mucho tiempo, en la flor de su juventud. Luego pasó unos años evangelizando en Europa, donde la espiritualidad se había resentido desde finales del siglo XXI. Más tarde, un ascenso en el escalafón eclesiástico, y otro, otro... En resumen, muchos años lejos del Perú, de su pueblico de los Andes, de ella. Siempre ella...
Tras las laudes, salió a dar un paseo para desentumecer las rodillas. Un sacerdote con muchos años a sus espaldas, que sufría lo indecible cuando la artrosis le castigaba durante los largos rezos en los reclinatorios... Un paseo le sentaría bien.
En el parque le esperaba un viejo amigo, tan anciano como él. El amigo había consagrado su vida a la ciencia, no profesaba fe alguna y se confesaba agnóstico, lo que no era óbice para que entre ambos hubiera crecido una amistad verdadera, plena y respetuosa.
- Buenos días, amigo, y que Dios te bendiga.
- ¿Quién?
- ¡Qué hombre! ¿Sabes lo que decía el Papa Juan Pablo IV?
- Ése me cayó bien...
- Decía que para encontrar a Dios sólo hay que pararse a reflexionar un poco sobre el milagro de la vida.
- ¿Te parecen pocos los cincuenta años que me he dedicado a reflexionar sobre la vida?
- ¿Y te sientes vivo de veras?
Y así podían pasarse todo el paseo, discutiendo sobre cuestiones trascendentales, sin curarse del paso de las horas, apoyados el uno en el otro para mantenerse en equilibrio. La ciencia y la fe, disputándose los verdes predios de la sabiduría. Un Galileo y Urbano VIII discutiendo en pleno siglo XXII sobre los avances de la neurociencia... Y cuanto más avanza la ciencia, más retrocede la fe.
- ¿Y bien? - preguntó el científico.
- Benedicto XVIII admitió a los homosexuales en el seno de la iglesia. Al fin y al cabo, la falta de vocaciones había desertizado los seminarios... Benedicto XIX consideró, con todo sentido común, que si los homosexuales podían tomar los hábitos, las mujeres no habían de ser menos. Sin embargo, todavía quedaba un paso por dar...
- La castidad ¿verdad?
- Sí, la castidad. Juan Pablo IV, ante el creciente desinterés público por Dios, reconoció que los seglares pudieran oficiar eucaristías, siempre y cuando contasen con la formación teológica necesaria y sometiesen sus actividades a la tutoría de un sacerdote... Aún con todo, no me parece suficiente...
- ¿No te parece suficiente todo el sufrimiento que la iglesia católica ha ocasionado en tantos hombres y mujeres durante veintidós siglos? Tantos hombres y mujeres que hubieron de luchar contra sus naturalezas para alcanzar la santidad, que perdieron la cabeza torturados por los apetitos que tu Dios puso en sus cuerpos...
- Por amor, amigo mío, porque su amor había de ser incondicional, puro y universal...
- ¿A qué precio?
- Eso me pregunto yo últimamente... El amor no tiene precio, pues Dios es Amor. Decir amor y decir Dios es lo mismo.
- ¿Insinúas que no amé a mi Teresa?
El pastor guardó silencio. Ambos ancianos se quedaron suspensos contemplando los juegos de un niño y una niña en el parque. La pequeña tropezó y cayó al suelo. El niño la ayudó a levantarse, le enjugó las lágrimas y le dió un beso en la mejilla, a lo que la niña respondió con una sonrisa.
- ¿Has visto? -dijo el sacerdote, señalando a los pequeños. Creo que Dios me acaba de dar la respuesta por la que tanto he rezado.
- No entiendo nada.
- Esos dos niños. Amigo mío, cuando ese niño ha consolado a su amiguica, ha manifestado un amor puro e incondicional. Ahora sé que es posible...
Habían llegado al final de su paseo. El Papa Atahualpa se despidió de su amigo "Galileo".
- ¿Te veré mañana?
- No, hoy mismo quiero regresar al Perú, a mi pueblo... Cuando vuelva a Roma, te llamaré...
Los dos abuelicos se abrazaron, como si se despidieran para siempre, como si no fueran a volver a verse nunca más.
Un mes más tarde, el Papa Atahualpa anunciaba su inminente matrimonio con el amor que dejara en los Andes cuando partiera para estudiar en el seminario. Con su enlace coyugal, Su Santidad aprobaba el matrimonio en la curia.
Los fieles abarrotaban la plaza de San Pedro, y varias calles aledañas.
"Galileo" se sentía muy feliz por su amigo. Tan feliz se sentía que no recordaba haberse sentido así desde hacía muchos años. De camino al parque, sintió una corazonada al pasar por delante de una iglesia. Entró y se sentó en un banco ante Jesucristo cruficicado. No supo cuánto tiempo tiempo estuvo allí, conversando en la penumbra con aquel Dios hombre del que tanto había dudado durante toda su vida. Estaba claro, el misterio de la vida aclaraba todas sus dudas.
Cuando salió de la iglesia, ya había anochecido. Muy despacico, se encaminó hacia su casa. Al llegar al portal, el conserje le ayudó subir las escaleras, y por él supo que el Papa Atahualpa había caído en coma, y que entre los cardenales se murmuraba que el nonagenario había perdido la razón, que la Iglesia no sería Iglesia si se permitía el sexo entre los sacerdotes....
Atahualpa y Galileo no volvieron a verse, y el sucesor derogó el matrimonio curial. Galileo, volvió a sentirse agnóstico.
Un abrazo
Durante la oración matutina de laudes, el humilde pastor había rogado con todo su corazón porque Dios le honrara con una respuesta para el dilema que le atormentaba desde hacía años. Aquella noche, además, había vuelto a soñar otra vez con su infancia y, siempre que de su infancia se trataba, nunca faltaba ella.
Y ella poco o nada había sabido desde que ingresara en el seminario hace mucho tiempo, en la flor de su juventud. Luego pasó unos años evangelizando en Europa, donde la espiritualidad se había resentido desde finales del siglo XXI. Más tarde, un ascenso en el escalafón eclesiástico, y otro, otro... En resumen, muchos años lejos del Perú, de su pueblico de los Andes, de ella. Siempre ella...
Tras las laudes, salió a dar un paseo para desentumecer las rodillas. Un sacerdote con muchos años a sus espaldas, que sufría lo indecible cuando la artrosis le castigaba durante los largos rezos en los reclinatorios... Un paseo le sentaría bien.
En el parque le esperaba un viejo amigo, tan anciano como él. El amigo había consagrado su vida a la ciencia, no profesaba fe alguna y se confesaba agnóstico, lo que no era óbice para que entre ambos hubiera crecido una amistad verdadera, plena y respetuosa.
- Buenos días, amigo, y que Dios te bendiga.
- ¿Quién?
- ¡Qué hombre! ¿Sabes lo que decía el Papa Juan Pablo IV?
- Ése me cayó bien...
- Decía que para encontrar a Dios sólo hay que pararse a reflexionar un poco sobre el milagro de la vida.
- ¿Te parecen pocos los cincuenta años que me he dedicado a reflexionar sobre la vida?
- ¿Y te sientes vivo de veras?
Y así podían pasarse todo el paseo, discutiendo sobre cuestiones trascendentales, sin curarse del paso de las horas, apoyados el uno en el otro para mantenerse en equilibrio. La ciencia y la fe, disputándose los verdes predios de la sabiduría. Un Galileo y Urbano VIII discutiendo en pleno siglo XXII sobre los avances de la neurociencia... Y cuanto más avanza la ciencia, más retrocede la fe.
- ¿Y bien? - preguntó el científico.
- Benedicto XVIII admitió a los homosexuales en el seno de la iglesia. Al fin y al cabo, la falta de vocaciones había desertizado los seminarios... Benedicto XIX consideró, con todo sentido común, que si los homosexuales podían tomar los hábitos, las mujeres no habían de ser menos. Sin embargo, todavía quedaba un paso por dar...
- La castidad ¿verdad?
- Sí, la castidad. Juan Pablo IV, ante el creciente desinterés público por Dios, reconoció que los seglares pudieran oficiar eucaristías, siempre y cuando contasen con la formación teológica necesaria y sometiesen sus actividades a la tutoría de un sacerdote... Aún con todo, no me parece suficiente...
- ¿No te parece suficiente todo el sufrimiento que la iglesia católica ha ocasionado en tantos hombres y mujeres durante veintidós siglos? Tantos hombres y mujeres que hubieron de luchar contra sus naturalezas para alcanzar la santidad, que perdieron la cabeza torturados por los apetitos que tu Dios puso en sus cuerpos...
- Por amor, amigo mío, porque su amor había de ser incondicional, puro y universal...
- ¿A qué precio?
- Eso me pregunto yo últimamente... El amor no tiene precio, pues Dios es Amor. Decir amor y decir Dios es lo mismo.
- ¿Insinúas que no amé a mi Teresa?
El pastor guardó silencio. Ambos ancianos se quedaron suspensos contemplando los juegos de un niño y una niña en el parque. La pequeña tropezó y cayó al suelo. El niño la ayudó a levantarse, le enjugó las lágrimas y le dió un beso en la mejilla, a lo que la niña respondió con una sonrisa.
- ¿Has visto? -dijo el sacerdote, señalando a los pequeños. Creo que Dios me acaba de dar la respuesta por la que tanto he rezado.
- No entiendo nada.
- Esos dos niños. Amigo mío, cuando ese niño ha consolado a su amiguica, ha manifestado un amor puro e incondicional. Ahora sé que es posible...
Habían llegado al final de su paseo. El Papa Atahualpa se despidió de su amigo "Galileo".
- ¿Te veré mañana?
- No, hoy mismo quiero regresar al Perú, a mi pueblo... Cuando vuelva a Roma, te llamaré...
Los dos abuelicos se abrazaron, como si se despidieran para siempre, como si no fueran a volver a verse nunca más.
Un mes más tarde, el Papa Atahualpa anunciaba su inminente matrimonio con el amor que dejara en los Andes cuando partiera para estudiar en el seminario. Con su enlace coyugal, Su Santidad aprobaba el matrimonio en la curia.
Los fieles abarrotaban la plaza de San Pedro, y varias calles aledañas.
"Galileo" se sentía muy feliz por su amigo. Tan feliz se sentía que no recordaba haberse sentido así desde hacía muchos años. De camino al parque, sintió una corazonada al pasar por delante de una iglesia. Entró y se sentó en un banco ante Jesucristo cruficicado. No supo cuánto tiempo tiempo estuvo allí, conversando en la penumbra con aquel Dios hombre del que tanto había dudado durante toda su vida. Estaba claro, el misterio de la vida aclaraba todas sus dudas.
Cuando salió de la iglesia, ya había anochecido. Muy despacico, se encaminó hacia su casa. Al llegar al portal, el conserje le ayudó subir las escaleras, y por él supo que el Papa Atahualpa había caído en coma, y que entre los cardenales se murmuraba que el nonagenario había perdido la razón, que la Iglesia no sería Iglesia si se permitía el sexo entre los sacerdotes....
Atahualpa y Galileo no volvieron a verse, y el sucesor derogó el matrimonio curial. Galileo, volvió a sentirse agnóstico.
Un abrazo
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