sábado, 5 de marzo de 2011

Una del siglo que viene

Querido amigo:

Durante la oración matutina de laudes, el humilde pastor había rogado con todo su corazón porque Dios le honrara con una respuesta para el dilema que le atormentaba desde hacía años. Aquella noche, además, había vuelto a soñar otra vez con su infancia y, siempre que de su infancia se trataba, nunca faltaba ella.

Y ella poco o nada había sabido desde que ingresara en el seminario hace mucho tiempo, en la flor de su juventud. Luego pasó unos años evangelizando en Europa, donde la espiritualidad se había resentido desde finales del siglo XXI. Más tarde, un ascenso en el escalafón eclesiástico, y otro, otro... En resumen, muchos años lejos del Perú, de su pueblico de los Andes, de ella. Siempre ella...

Tras las laudes, salió a dar un paseo para desentumecer las rodillas. Un sacerdote con muchos años a sus espaldas, que sufría lo indecible cuando la artrosis le castigaba durante los largos rezos en los reclinatorios... Un paseo le sentaría bien.

En el parque le esperaba un viejo amigo, tan anciano como él. El amigo había consagrado su vida a la ciencia, no profesaba fe alguna y se confesaba agnóstico, lo que no era óbice para que entre ambos hubiera crecido una amistad verdadera, plena y respetuosa.

- Buenos días, amigo, y que Dios te bendiga.

- ¿Quién?

- ¡Qué hombre! ¿Sabes lo que decía el Papa Juan Pablo IV?

- Ése me cayó bien...

- Decía que para encontrar a Dios sólo hay que pararse a reflexionar un poco sobre el milagro de la vida.

- ¿Te parecen pocos los cincuenta años que me he dedicado a reflexionar sobre la vida?

- ¿Y te sientes vivo de veras?

Y así podían pasarse todo el paseo, discutiendo sobre cuestiones trascendentales, sin curarse del paso de las horas, apoyados el uno en el otro para mantenerse en equilibrio. La ciencia y la fe, disputándose los verdes predios de la sabiduría. Un Galileo y Urbano VIII discutiendo en pleno siglo XXII sobre los avances de la neurociencia... Y cuanto más avanza la ciencia, más retrocede la fe.

- ¿Y bien? - preguntó el científico.

- Benedicto XVIII admitió a los homosexuales en el seno de la iglesia. Al fin y al cabo, la falta de vocaciones había desertizado los seminarios... Benedicto XIX consideró, con todo sentido común, que si los homosexuales podían tomar los hábitos, las mujeres no habían de ser menos. Sin embargo, todavía quedaba un paso por dar...

- La castidad ¿verdad?

- Sí, la castidad. Juan Pablo IV, ante el creciente desinterés público por Dios, reconoció que los seglares pudieran oficiar eucaristías, siempre y cuando contasen con la formación teológica necesaria y sometiesen sus actividades a la tutoría de un sacerdote... Aún con todo, no me parece suficiente...

- ¿No te parece suficiente todo el sufrimiento que la iglesia católica ha ocasionado en tantos hombres y mujeres durante veintidós siglos? Tantos hombres y mujeres que hubieron de luchar contra sus naturalezas para alcanzar la santidad, que perdieron la cabeza torturados por los apetitos que tu Dios puso en sus cuerpos...

- Por amor, amigo mío, porque su amor había de ser incondicional, puro y universal...

- ¿A qué precio?

- Eso me pregunto yo últimamente... El amor no tiene precio, pues Dios es Amor. Decir amor y decir Dios es lo mismo.

- ¿Insinúas que no amé a mi Teresa?

El pastor guardó silencio. Ambos ancianos se quedaron suspensos contemplando los juegos de un niño y una niña en el parque. La pequeña tropezó y cayó al suelo. El niño la ayudó a levantarse, le enjugó las lágrimas y le dió un beso en la mejilla, a lo que la niña respondió con una sonrisa.

- ¿Has visto? -dijo el sacerdote, señalando a los pequeños. Creo que Dios me acaba de dar la respuesta por la que tanto he rezado.

- No entiendo nada.

- Esos dos niños. Amigo mío, cuando ese niño ha consolado a su amiguica, ha manifestado un amor puro e incondicional. Ahora sé que es posible...

Habían llegado al final de su paseo. El Papa Atahualpa se despidió de su amigo "Galileo".

- ¿Te veré mañana?

- No, hoy mismo quiero regresar al Perú, a mi pueblo... Cuando vuelva a Roma, te llamaré...

Los dos abuelicos se abrazaron, como si se despidieran para siempre, como si no fueran a volver a verse nunca más.

Un mes más tarde, el Papa Atahualpa anunciaba su inminente matrimonio con el amor que dejara en los Andes cuando partiera para estudiar en el seminario. Con su enlace coyugal, Su Santidad aprobaba el matrimonio en la curia.

Los fieles abarrotaban la plaza de San Pedro, y varias calles aledañas.

"Galileo" se sentía muy feliz por su amigo. Tan feliz se sentía que no recordaba haberse sentido así desde hacía muchos años. De camino al parque, sintió una corazonada al pasar por delante de una iglesia. Entró y se sentó en un banco ante Jesucristo cruficicado. No supo cuánto tiempo tiempo estuvo allí, conversando en la penumbra con aquel Dios hombre del que tanto había dudado durante toda su vida. Estaba claro, el misterio de la vida aclaraba todas sus dudas.

Cuando salió de la iglesia, ya había anochecido. Muy despacico, se encaminó hacia su casa. Al llegar al portal, el conserje le ayudó subir las escaleras, y por él supo que el Papa Atahualpa había caído en coma, y que entre los cardenales se murmuraba que el nonagenario había perdido la razón, que la Iglesia no sería Iglesia si se permitía el sexo entre los sacerdotes....

Atahualpa y Galileo no volvieron a verse, y el sucesor derogó el matrimonio curial. Galileo, volvió a sentirse agnóstico.

Un abrazo

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