Querido amigo:
Muchos nos criticaron por salir a bailar aquellas noches. ¡Con la que estaba cayendo! El sistema se derrumbaba, el país resbalaba hacia la bancarrota. ¿Y qué otra cosa podíamos hacer?
Me había quedado sin trabajo y había perdido todos los ahorros de la familia el jueves negro, y las facturas seguían lloviendo. Ni Mary ni los niños sabían nada. Me había guardado las malas noticias, para intentar evitarles disgustos.
Así, cada mañana muy temprano me enfundaba mi traje, me anudaba la corbata, y salía muy temprano a perderme entre las calles de la ciudad. A medio día me acercaba a un comedor social para que me dieran un plato de sopa y un pedazo de pan, y así sobrevivía el resto del día. Mientras, Mary y los chicos pensaban que su esposo y padre se encontraba en su despacho del banco, ajeno a la crisis que se dejaba ya sentir en todo el vecindario, en toda la ciudad.
Por suerte, la extensión de Nueva York permite que una persona pueda llevar una vida paralela en otro barrio sin que en su casa se enteren de nada. No hubiera soportado el oprobio de que Mary o alguno de mis hijos me hubieran descubierto en una esquina vendiendo corbatas, cerillas, cigarrillos, calcetines,... ¿qué sé yo? Los bancos quebraban, las fábricas despedían a sus obreros, los comercios familiares apenas ganaban para subsistir... Y si veías que alguna cafetería o un restaurante buscaba algún camarero, te encontrabas compitiendo con casi veinte tipos que querían el puesto.
Al principio me contrataron de porteador en el puerto, para descargar las mercancías que llegaban de Suramérica, pero no aguanté ni una semana. Yo había sido despedido de un banco, jamás antes había realizado trabajo físico alguno. En apenas 48h deslomándome cargando pesados fardos, creí que no podría enderezarme nunca más. Con lágrimas en los ojos, acentuado el sentimiento de fracaso, renuncié al empleo... Mi mujer y mis hijos podían aguantar a un marido en paro ¡pero no a un lisiado!
Cierto día, vagando con unos bolsos por la calle 34, descubrí un cartel que anunciaba un marathon de baile. El premio ascendía a 2.000 dólares.
El resto del día me lo pasé soñando cuánto podíamos hacer con tanto dinero. Saldaríamos nuestras deudas y nos marcharíamos a San Francisco o Los Ángeles, donde nadie nos conociera, para emprender una nueva vida. O podríamos mudarnos a alguna ciudad del Medio Oeste, donde yo pudiera abrir una gestoría fiscal... Al llegar a casa aquella noche, confesé a Mary que andaba ya desde 5 meses sin trabajo, sobreviviendo de la beneficiencia, recorriendo días enteros las calles de Manhattan para sacar 2 ó 3 míseros dólares con los que tirar adelante, y que si el casero no fuera primo de un amigo, hace meses que nos habría echado de casa, porque no le podíamos pagar.
Dos días más tarde, la pobre Mary y yo nos presentábamos en la pista de baile de la calle 34, junto con 99 parejas más. El público iba tomando asiento en las mesas que se distribuían alrededor de la pista, disfrutando de una excelente cena, del fox trot y del espectáculo de los bailarines.
Al cabo de cinco horas sin cesar de bailar, sentí que los zapatos me torturaban. Mary parecía aún bastante entera. Ella había comido bien para preparar fuerzas ante la marathoniana sesión. Yo no había comido apenas, argumentando que estaba acostumbrado a andar durante horas, suficiente entrenamiento para bailar toda la noche... Me equivoqué. Pasaban las horas, y algunas parejas ya se habían retirado de la pista de baile, extenuadas.
Cuando alguna pareja tiraba la toalla, el público se desgañitaba de risa, entre bocado y bocado de sus bistecs. La gente rica gozando del patético espectáculo de los "venidos a menos".
La madrugada parecía infinita, un fox trot detrás de otro, algún swing, ritmos latinos, ... Y un calambre en los gemelos, una ampolla en un pie, otro calambre... y el sueño, un sueño que iba apoderándose de Mary y de mi, y que sólo lográbamos conjurar porque nos concentrábamos en el ritmo.
Y un juez que va y nos amonesta, porque según él andábamos y no bailábamos. Y a nuestro alrededor empezaron a desmayarse bailarines. Recuerdo a un tipo llorar de desesperación cuando los organizadores se llevaban a su chica sin sentido, completamente fuera de combate.
Mary se vino abajo de repente. Durante ocho horas había aguantado como una reina, creo que hasta con una sonrisa en los labios. Estaba preciosa, tan delgada, tan guapa... Creo que todos los jueces se habían enamorado de ella. Bailamos y bailamos, aunque he de confesar que yo no sabía bailar; pero Mary me llevaba como a un muñeco, con tanta gracia, con tanta agilidad...
Entonces, al terminar una pieza, la miré a los ojos y vi que los tenía cerrados. Me alarmé, sentí que todo su cuerpo se desmoronaba. La sostuve como pude, intentando despabilarla. ¡Mary! ¡Mary, cariño, despierta! Abrió a medias los ojos, y resistió aún media hora. Media hora durante la cual la aguanté sobre mis brazos, simulando que bailábamos, hasta que un juez nos obligó a abandonar la pista.
Los espectadores se doblaban de risa.
De aquella noche sólo sacamos una fotografía y una frugal cena, cortesía de la organización del marathon. La extenuación nos hizo comprender que habíamos tocado fondo, aunque los años peores aún estaban por llegar.
La fotografía, ya muy desgastada, todavía luce en mi mesilla. Siempre me negué a que la guardaran en un cajón. Aquella noche de baile aprendí más que en toda una vida. Aprendí a luchar contra el final, a no desesperar. Mientras bailaba con mi esposa, la música me indujo muchos sentimientos, y ella, tan dulce y maravillosa, se erigió en el pilar que resistiría toda crisis. Así fue en los duros años que siguieron, y cuando me enviaba apasionadas cartas al frente del Pacífico durante la guerra. Esa fotografía me recuerda una noche inolvidable, un pequeño pedazo de la vida de un joven matrimonio venido a la ruina, cuyo amor superaría hazañas aún mayores.
Un abrazo
sábado, 30 de junio de 2012
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