Querido amigo:
El doctor leía el periódico en el tranvía. Hastiado de la plétora de negatividad, levantó la vista y observó a los viajeros que compartían con él aquel trayecto, en aquel preciso momento, en dirección a las afueras de la ciudad.
Semblantes serios, ojos extraviados en profundos pensamientos, mutismo, opacidad, impenetrables estatuas que se aferraban a los asideros para contrarrestar la inercia de los frenazos. Uno de estos desequilibró al absorto doctor, que tropezó levemente con una joven.
- Disculpe - se excusó el doctor, procurando sonreír, más por cortesía que por convicción, pues el empujón no había pasado de un leve contacto en el hombro de la muchacha, incapaz de haberla lastimado.
Como respuesta, la chica le devolvió una mirada cargada de rencor y odio. Azorado ante tan desproporcionada reacción, el doctor se apeó y optó por culminar su viaje a pie, hasta la siguiente parada, donde se alzaba el hospital.
El doctor ejercía desde hacía ya muchos años, y nunca había dejado de admirarse ante el misterio de la vida. La vida, la vida,... se repetía una y otra vez... Si la joven del tranvía se hubiera planteado alguna vez semejante cuestión, probablemente no le hubiera mirado con tanta furia.
El doctor se había sumergido en extensos tratados de Medicina, reflexionando sobre los procesos, reacciones y pormenores que posibilitaban la vida, mas no lograba encontrar respuesta al significado de la vida en sí, que no se reducía a una compleja mixtura químico física, que nadie había conseguido replicar en un laboratorio y que, no obstante, determinaba la conciencia, la razón y el alma de cada ser humano.
Una vez en el hospital, inició sus visitas con una paciente cuya grave dolencia le preocupaba más que las del resto de enfermos de su planta. Aquella mujer se moría.
- ¿Qué tal has pasado la noche? - preguntó el doctor, procurando forzar cierto optimismo en su tono, aún sabiendo que el dolor atravesaba a aquella pobre mujer como una lanza incandescente.
- Muy bien doctor ¿y usted? - replicó ella, con un hilo de voz... y una sonrisa.
Aunque todos los años de experiencia parecían haber encallecido el sentimiento del maduro galeno, había gestos como aquella sonrisa de la moribunda que todavía lograban desmoronar cuanto de distante científico maquillaba la sensible alma del doctor. En aquella mujer había vida, lo reconoció en cómo había respondido, en cómo había esbozado una sonrisa. Había vida... ardía la esperanza, brillaba la dignidad.
El doctor propuso ingresarla en el quirófano en aquel mismo instante. Aún restaba por tirar del último hilo bioquímico que mantenía a su paciente en este mundo. La paciente accedió con otra sonrisa.
Y la operación se prolongó más de lo esperado... El doctor y su equipo ataron y desataron en las entrañas de la mujer, en un desesperado intento de vencer al tiempo. Y el reloj giraba y giraba, hora tras hora, acompañando al sol en su sempiterno vuelo por el firmamento. Horas y horas de sudor y suspiros contenidos, de diálogo abierto con la mecánica de un organismo que iba y volvía. Y en uno de aquellos lances, el pulso de la paciente se apagó, sumiendo al equipo médico en una dolorosa frustración.
El doctor abandonó el quirófano abatido y, como poseído por la desolación, vagó a lo largo de pasillos y pasillos, sin catarse de los saludos de sus colegas, de las preguntas de las enfermeras, de las miradas circunspectas de las visitas, del color de las paredes, del parpadeo de la lámpara del ascensor... hasta desplomarse de rodillas en la capilla. Allí tomó nueva conciencia de la débil condición humana, alzando la mirada al Crucificado; de la grandeza, de la libertad y coraje que palpitan en un corazón que se apaga, en un cuerpo decadente y, sin embargo, poseído por una eterna aspiración hacia lo incomprensible, lo impalpable, lo impronunciable... La luz del crepúsculo se filtraba por las vidrieras, envolviendo al doctor en una atmósfera de caramelo y ciruela.
La anestesista irrumpió corriendo en la capilla.
- ¡Doctor, regrese al quirófano de inmediato!
Siguieron nuevas horas de incertidumbre, de infatigable batalla por reanimar la vida que había retornado al cuerpo casi vencido de la paciente. El doctor no se separó de ella hasta que, consumida la anestesia, la sonrisa floreció de nuevo en aquel lívido rostro.
Ya entrada la madrugada, el tranvía devolvía al doctor al centro de la ciudad. ¿Qué era la vida? seguía cuestionándose... Los demás viajeros lucían rostros saludables, serenos, confiados en que volverían a contemplar el alba pocas horas más tarde. El doctor les contemplaba desde la altura del ser humano, débil y vulnerable, esclavo de sus pasiones, cuya existencia aún guardaba el calor del testimonio de un milagro.
Su paciente vivía, muchos de los viajeros de aquel tranvía, no. Una sonrisa como la de aquella paciente desmentía que la vida se asemejara a un fortuito compendio de reacciones químicas, a un sinsentido, a un misterioso brebaje de polvo de estrellas, a una arbitrariedad cósmica.... La vida verdadera permanecería en el misterio para la Humanidad, pero quienquiera hubiera presenciado la luz que irradiaba aquella sonrisa, no se resignaría a las vacuas aspiraciones materiales de un cerebro preso en un cuerpo que se deteriora con los años, sino que creería en un alma humana destinada a mucho más, mucho, mucho más... Bajo esta dimensión, el doctor volvió a mirar a los viajeros del tranvía y se emocionó con la vida ¡la vida! Un sentimiento que no podía mancillarse con una fortuita mirada de rencor, como la que le había propinado aquella joven por la mañana; un sentimiento de grandeza, esperanza y libertad eternas, ante el cual la atónita razón del científico se deslumbraba.
Un abrazo
domingo, 20 de enero de 2013
domingo, 13 de enero de 2013
El pianista
Querido amigo:
Cuando Félix cumplió 10 años, sus padres cedieron a su pasión y consintieron en que tomara lecciones de piano. De manera que acudía a casa de una profesora todas las tardes al salir de la escuela.
La música había acompañado a Félix desde la cuna. De la mano de sus padres, el niño había aprendido a reconocer a los clásicos, cuyas piezas más célebres conocía y silbaba. Le apasionaba aquel misterio por el cuál la combinación de ondas sonoras penetraba hasta el fondo del alma, arrancando los más profundos sentimientos.
La tarde en que iba a tomar su primera lección de piano, apenas prestó atención a las clases del colegio. Soñaba con devenir un gran compositor, un virtuoso del piano que recorriera los mejores teatros del mundo cosechando alabanzas y premios.
Sin embargo, la señora Elena, su profesora de piano, no le permitió ni acercarse al apreciado instrumento. La primera lección, así como las que sucedieron a lo largo de casi tres meses, se concentró en el solfeo. Y así solfeando, a los pocos días se apagó la pasión de Félix por el piano.
El día menos esperado, la señora Elena sentó a Félix frente al teclado. El niño temblaba de emoción, por fin aprendería a tocar. Sin embargo, aquel como los días que siguieron, apenas se limitó a pulsar unas pocas teclas. La señora Elena se distraía en pormenores como la postura, los ritmos, la posición de las manos... sin permitirle jugar a interpretar las grandes obras. Todavía no estás preparado..., le repetía una y otra vez, cuando Félix se impacientaba.
Unos meses después, la señora Elena colocó una partitura sobre el atril. Se trataba de una canción popular infantil. Félix se deshacía de ganas por demostrar sus virtudes de pianista, pero tales virtudes no se manifestaron aquella tarde, ni las que siguieron. No tardó en comprender que había subestimado a aquel hermoso instrumento. El piano se le resistía. Incluso una pieza tan simple como aquella canción infantil representaba un enorme esfuerzo de concentración. Con una maño había de sostener el ritmo, mientras que con la otra había de interpretar la melodía. Los dedos se le enredaban, tropezando entre sí. Paciencia, no corras... insistía dulcemente la señora Elena.
Félix se desanimaba, se desesperaba. Tras miles de ensayos frustrados, había terminado por detestar aquella canción popular que tanto le había gustado al principio. Sugirió cambiar a otra partitura, pero la señora Elena no claudicó y se negó a ensayar otra pieza hasta que Félix no dominara la canción infantil.
Horas y horas de ensayos, seguidas por las lágrimas de frustración que Félix derramaba por las noches al reconocerse a si mismo que carecía de aptitudes para el piano, que habría de abandonar sus delirios de gran pianista.
Le faltaba talento, se excusaba ante la señora Elena cuando cometía otro fallo, y ella con dulzura le contestaba que el talento brotaría con paciencia y perseverancia. Y así fue. Al terminar el primer año de lecciones, Félix interpretó la canción infantil ante sus padres y hermanos, cosechando felicitaciones y aplausos. Y cuando había visita en casa, siempre le instaban a interpretar la canción al piano.
Y la historia de esta canción se repitió a lo largo de los años. Años de esfuerzo y fatigas, logros y fracasos. Una canción, otra, otra... Cada partitura más complicada que la anterior... Poco a poco, venciendo, sobreponiéndose a los fallos. Entre el piano y Félix se forjó una profunda relación.
Escuchando ensayar a Félix, la señora Elena afirmaba sentir si éste se encontraba alegre o triste, pues el estado de ánimo del alumno se confundía de alguna manera con la pieza que interpretaba. Paradójicamente, Félix podía transmitir tristeza al tocar una pieza alegre, así como alegría al interpretar una lenta.
Amigo mío, este cuento de Félix duró mientras éste vivió. Atrás quedó la señora Elena y sus lecciones. Con ella, Félix aprendió a respetar al piano, extirpando fantasías de éxito que reducían al instrumento a un "mero instrumento". El piano significaba mucho más, un compañero, un amigo fiel que jamás le abandonaría. A medida que sufría para arrebatarle sus complejos matices, Félix iba compenetrándose profundamente con el piano y, olvidada la abrasadora y pueril pasión inicial, se agrandaba su amor por él. Un amor verdadero e indestructible.
Félix nunca llegó a convertirse en pianista profesional, pero sumidos en una misma soledad, su piano y él volaron juntos por las mayores esferas musicales, durante largos e íntimos conciertos, auténticas conversaciones con Mozart, Beethoven, Listz, Haydn, Schumann, Mendelson, Chopin, Tchaikovsky,.. y tantos otros grandes compositores, que revivían en el alma del músico. Y este Félix cualquiera, se descubría a si mismo durante estos conciertos, ya que cada partitura esconde inextricables caminos para interpretarse, caminos que exploraba el pianista ignorando a dónde le conducirían.
Amigo mío, ya llegamos al final de este cuento de amor. La peregrinación de Félix por la Música a bordo de su piano nos presenta ante el misterio del amor, un misterio en el que se acrisola el conocimiento, el respeto, la dedicación, el sufrimiento... un misterio que colma el alma y vence al tiempo y al espacio.
Un abrazo
Cuando Félix cumplió 10 años, sus padres cedieron a su pasión y consintieron en que tomara lecciones de piano. De manera que acudía a casa de una profesora todas las tardes al salir de la escuela.
La música había acompañado a Félix desde la cuna. De la mano de sus padres, el niño había aprendido a reconocer a los clásicos, cuyas piezas más célebres conocía y silbaba. Le apasionaba aquel misterio por el cuál la combinación de ondas sonoras penetraba hasta el fondo del alma, arrancando los más profundos sentimientos.
La tarde en que iba a tomar su primera lección de piano, apenas prestó atención a las clases del colegio. Soñaba con devenir un gran compositor, un virtuoso del piano que recorriera los mejores teatros del mundo cosechando alabanzas y premios.
Sin embargo, la señora Elena, su profesora de piano, no le permitió ni acercarse al apreciado instrumento. La primera lección, así como las que sucedieron a lo largo de casi tres meses, se concentró en el solfeo. Y así solfeando, a los pocos días se apagó la pasión de Félix por el piano.
El día menos esperado, la señora Elena sentó a Félix frente al teclado. El niño temblaba de emoción, por fin aprendería a tocar. Sin embargo, aquel como los días que siguieron, apenas se limitó a pulsar unas pocas teclas. La señora Elena se distraía en pormenores como la postura, los ritmos, la posición de las manos... sin permitirle jugar a interpretar las grandes obras. Todavía no estás preparado..., le repetía una y otra vez, cuando Félix se impacientaba.
Unos meses después, la señora Elena colocó una partitura sobre el atril. Se trataba de una canción popular infantil. Félix se deshacía de ganas por demostrar sus virtudes de pianista, pero tales virtudes no se manifestaron aquella tarde, ni las que siguieron. No tardó en comprender que había subestimado a aquel hermoso instrumento. El piano se le resistía. Incluso una pieza tan simple como aquella canción infantil representaba un enorme esfuerzo de concentración. Con una maño había de sostener el ritmo, mientras que con la otra había de interpretar la melodía. Los dedos se le enredaban, tropezando entre sí. Paciencia, no corras... insistía dulcemente la señora Elena.
Félix se desanimaba, se desesperaba. Tras miles de ensayos frustrados, había terminado por detestar aquella canción popular que tanto le había gustado al principio. Sugirió cambiar a otra partitura, pero la señora Elena no claudicó y se negó a ensayar otra pieza hasta que Félix no dominara la canción infantil.
Horas y horas de ensayos, seguidas por las lágrimas de frustración que Félix derramaba por las noches al reconocerse a si mismo que carecía de aptitudes para el piano, que habría de abandonar sus delirios de gran pianista.
Le faltaba talento, se excusaba ante la señora Elena cuando cometía otro fallo, y ella con dulzura le contestaba que el talento brotaría con paciencia y perseverancia. Y así fue. Al terminar el primer año de lecciones, Félix interpretó la canción infantil ante sus padres y hermanos, cosechando felicitaciones y aplausos. Y cuando había visita en casa, siempre le instaban a interpretar la canción al piano.
Y la historia de esta canción se repitió a lo largo de los años. Años de esfuerzo y fatigas, logros y fracasos. Una canción, otra, otra... Cada partitura más complicada que la anterior... Poco a poco, venciendo, sobreponiéndose a los fallos. Entre el piano y Félix se forjó una profunda relación.
Escuchando ensayar a Félix, la señora Elena afirmaba sentir si éste se encontraba alegre o triste, pues el estado de ánimo del alumno se confundía de alguna manera con la pieza que interpretaba. Paradójicamente, Félix podía transmitir tristeza al tocar una pieza alegre, así como alegría al interpretar una lenta.
Amigo mío, este cuento de Félix duró mientras éste vivió. Atrás quedó la señora Elena y sus lecciones. Con ella, Félix aprendió a respetar al piano, extirpando fantasías de éxito que reducían al instrumento a un "mero instrumento". El piano significaba mucho más, un compañero, un amigo fiel que jamás le abandonaría. A medida que sufría para arrebatarle sus complejos matices, Félix iba compenetrándose profundamente con el piano y, olvidada la abrasadora y pueril pasión inicial, se agrandaba su amor por él. Un amor verdadero e indestructible.
Félix nunca llegó a convertirse en pianista profesional, pero sumidos en una misma soledad, su piano y él volaron juntos por las mayores esferas musicales, durante largos e íntimos conciertos, auténticas conversaciones con Mozart, Beethoven, Listz, Haydn, Schumann, Mendelson, Chopin, Tchaikovsky,.. y tantos otros grandes compositores, que revivían en el alma del músico. Y este Félix cualquiera, se descubría a si mismo durante estos conciertos, ya que cada partitura esconde inextricables caminos para interpretarse, caminos que exploraba el pianista ignorando a dónde le conducirían.
Amigo mío, ya llegamos al final de este cuento de amor. La peregrinación de Félix por la Música a bordo de su piano nos presenta ante el misterio del amor, un misterio en el que se acrisola el conocimiento, el respeto, la dedicación, el sufrimiento... un misterio que colma el alma y vence al tiempo y al espacio.
Un abrazo
lunes, 7 de enero de 2013
A los Reyes Magos
Querido amigo:
Aquel 5 de Enero había transcurrido en un puro frenesí de cierre de contabilidad.
En la empresa, el trabajo se había ido acumulando durante las fiestas navideñas, obligando a doblar los esfuerzos para aliviar la congestión. El reloj marcaba las once de la noche cuando Paco, el contable, apagó las luces de la oficina y salió a la calle. Se notaba tan cansado que el camino de vuelta a casa se le hacía una proeza heroica. Una hora a pie bajo aquel viento gélido, porque había huelga en el transporte público.
Al pasar por delante de un bar decidió entrar a calentarse.
- Un whisky... ¡sin hielo! por favor - pidió casi sin voz - ¡Perdone! Por favor, que sea doble -.
Tras aquel whisky vino otro, y otro. Paco paladeaba el licor, deseando olvidar en cada trago, pero los recuerdos afluían a su mente como un carrusel desbocado. Siempre le habían tachado de romántico...
Paco, el alegre Paco, con cuyas historias disfrutaba toda la familia, sus papás y sus hermanos, en las vísperas de Reyes, sentados alrededor del abeto decorado de luces, con el Mesías de Haendel sonando en el radio casette... Y Paco, con una taza de chocolate en la mano, se inventaba aquella historia del Rey Baltasar que se perdió por los tejados de Madrid, porque había mucha niebla... ¿Y qué pasó luego? preguntaba su hermanica pequeña... Había un pajecillo muy listo que abrigó una gran idea para hallar a Su Majestad... Y la imaginación de Paco guiaba a toda la familia hasta que, ya muy tarde, los papás disponían que todos se acostaran para no entorpecer la labor de los Reyes Magos. Pero antes, había que dejar las zapatillas al pie del abeto navideño... Y leche con galletas para los Reyes, que necesitarán reponer fuerzas... se empeñaba la pequeña de la familia. Y una vela encendida para que Baltasar no vuelva a perderse... concluía Paco antes de retirarse a dormir.
Todos aquellos momentos se abalanzaban sobre el nostálgico contable, sorbo a sorbo de aquel whisky traidor, que sin piedad, le enredaba en la maraña del pasado. Paco suspiró ante el presente. Hacía años que se había vaciado su fantasía, castigada por las muchas preocupaciones del día a día. Siempre rodeado de albaranes y balances, con su niñez se perdieron las viejas historias de Navidad. Además, la familia se había disgregado y las distancias habían impedido que se reunieran a rememorar aquellas felices veladas navideñas.
Cuando los Reyes Magos entraron en el bar le hallaron con los ojos fijos mirando el espejo de la barra. Aquellos Melchor, Gaspar y Baltasar, acababan de despedirse de los pajes y carteros, de los saltimbanquis y titiriteros, de los malabaristas y magos, y de los prestidigitadores y payasos, junto a quienes habían compartido la tradicional cabalgata que congregaba a toda la chiquillería de aquel barrio humilde de la ciudad. Ateridos de frío después de varias horas a la intemperie, Sus Majestades apetecieron tomar un café bien calentico para entrar en calor.
Al despertar de su ensoñación, Paco se vio rodeado de los magos del Oriente, con sus largas y rizadas barbas, sus relucientes coronas, sus ricos mantos de terciopelo ribeteados de armiño. Creyó que alucinaba y apartó el vaso de whisky, resuelto a pagar y volver a casa.
- ¿Va a dejar libre el banquete? - inquirió Melchor.
- Perdone Majestad... - respondió Paco, saltando del banquete para cederlo a Su Majestad. - me había despistado-.
El whisky y los nostálgicos recuerdos habían deformado tanto la realidad de Paco, que en verdad éste se convenció que los Reyes Magos en carne y hueso se habían presentado en aquel perdido bar para devolverle a la feliz infancia.
- Majestades - comenzó Paco, con la voz empapada de emoción. - Majestades, no imaginan cuánto me alegra volver a verles... Yo, yo soy contable. Trabajo aquí al lado, en una gestoría. Majestades, yo no he sido muy bueno, me merezco sólo carbón... Pero de ahora en adelante me portaré bien... -.
Los Reyes Magos no daban crédito a las palabras de aquel borrachín. ¿Les estaba tomando el pelo o de veras creía que ellos eran los auténticos Melchor, Gaspar y Baltasar? Se cruzaron miradas de asombro y, tras un guiño de Gaspar, resolvieron por seguirle la corriente al contable, en cuyas mejillas resbalaban gordos lagrimones.
- ¿Y qué deseas que te traigamos esta noche? ¿Una botellita de whisky, tal vez? - indagó con sorna Gaspar.
- No, no Majestades... Yo no suelo beber... Hoy se me ha ido un poco la mano porque sentía la angustia aquí en la garganta, ahogándome de pena, recordando que mis padres y hermanos viven lejos de aquí y no nos hemos podido juntar para celebrar la Navidad como antaño, entre historias, villancicos, dulces y risas... Necesitaba cobrar ánimo para volver a casa... Solo, solo...-.
- Entonces, amigo mío - medió Baltasar, traspasado de pena al comprender al buen contable - no bebas más por hoy. Regresa a tu casa y duerme, que mañana será otro día y quizás te aguarden muchas sorpresas-.
Melchor sacó de su bolsillo el patuco que se había perdido de alguna de las muchas muñecas que habían repartido durante la cabalgata.
- Toma, buen hombre, para que te acuerdes de los Reyes Magos. No pierdas este patuquito, y cuando llegues a casa déjalo en la ventana para que sepamos que ahí vive un joven muy bueno al que no hemos de olvidar-.
Tocaban la medianoche en el campanario de una parroquia vecina cuando Paco abandonó el bar. Caminó soportando el frío viento que le helaba el rostro. Al llegar a la puerta de su casa sacó las llaves y, tras varios ensayos, logró acertar a introducirlas en la cerradura. No se dio cuenta de que el patuco caía sobre el felpudo al rebuscar el llavero en su bolsillo.
Una vez dentro, se desplomó sobre el sofá. Una lagrima brotaba, como un arroyuelo de hilo, por su mejilla.
A la mañana siguiente le despertó el timbre de la puerta. Se levantó del sofá algo aturdido. El traje se le había arrugado un poco. Se atusó un poco el pelo y abrió. Se encontró con una hermosa joven.
- Hola, soy Irene, tu vecina. He visto el patuco en el felpudo y pensé que lo habrías perdido - dijo la joven, que disimulaba el rubor que le producía presentarse en casa de su vecino con una excusa tan burda. Ya hacía tiempo que había puesto los ojos en Paco, pero hasta aquel día no había encontrado oportunidad alguna para entrarle.
No seguiré contando más, querido amigo lector. Ya imaginarás que Paco e Irene se enamoraron y terminaron casándose. Al año siguiente, por Reyes, Paco salió muy tarde de trabajar, pero en lugar de entrar en un bar, se dirigió directamente a casa para contarle un cuento navideño a Irene, y dar cuenta de un delicioso roscón con chocolate. A Irene le tocó la sorpresa.
- Pero yo tengo una sorpresa para ti, Paco. Piensa un deseo... -.
Paco cerró los ojos y recordó su frugal encuentro con los Reyes Magos. ¿Qué deseo? ¿Qué más podía desear en la vida?
- ¿Un hijo? - se le escapó.
Irene le dio un beso enorme y sonrió.
Efectivamente, la familia creció y creció. Volvieron las historias de Navidad... ¿Y cómo te encontraron los Reyes, papá? ¿Qué había dentro del patuco? preguntaba su hijo pequeño, mordiendo el turrón duro. Y Paco sonreía, con la mirada puesta en el Nacimiento, donde el Niño Jesús descansaba sobre un cálido patuco de lana.
Un abrazo
Aquel 5 de Enero había transcurrido en un puro frenesí de cierre de contabilidad.
En la empresa, el trabajo se había ido acumulando durante las fiestas navideñas, obligando a doblar los esfuerzos para aliviar la congestión. El reloj marcaba las once de la noche cuando Paco, el contable, apagó las luces de la oficina y salió a la calle. Se notaba tan cansado que el camino de vuelta a casa se le hacía una proeza heroica. Una hora a pie bajo aquel viento gélido, porque había huelga en el transporte público.
Al pasar por delante de un bar decidió entrar a calentarse.
- Un whisky... ¡sin hielo! por favor - pidió casi sin voz - ¡Perdone! Por favor, que sea doble -.
Tras aquel whisky vino otro, y otro. Paco paladeaba el licor, deseando olvidar en cada trago, pero los recuerdos afluían a su mente como un carrusel desbocado. Siempre le habían tachado de romántico...
Paco, el alegre Paco, con cuyas historias disfrutaba toda la familia, sus papás y sus hermanos, en las vísperas de Reyes, sentados alrededor del abeto decorado de luces, con el Mesías de Haendel sonando en el radio casette... Y Paco, con una taza de chocolate en la mano, se inventaba aquella historia del Rey Baltasar que se perdió por los tejados de Madrid, porque había mucha niebla... ¿Y qué pasó luego? preguntaba su hermanica pequeña... Había un pajecillo muy listo que abrigó una gran idea para hallar a Su Majestad... Y la imaginación de Paco guiaba a toda la familia hasta que, ya muy tarde, los papás disponían que todos se acostaran para no entorpecer la labor de los Reyes Magos. Pero antes, había que dejar las zapatillas al pie del abeto navideño... Y leche con galletas para los Reyes, que necesitarán reponer fuerzas... se empeñaba la pequeña de la familia. Y una vela encendida para que Baltasar no vuelva a perderse... concluía Paco antes de retirarse a dormir.
Todos aquellos momentos se abalanzaban sobre el nostálgico contable, sorbo a sorbo de aquel whisky traidor, que sin piedad, le enredaba en la maraña del pasado. Paco suspiró ante el presente. Hacía años que se había vaciado su fantasía, castigada por las muchas preocupaciones del día a día. Siempre rodeado de albaranes y balances, con su niñez se perdieron las viejas historias de Navidad. Además, la familia se había disgregado y las distancias habían impedido que se reunieran a rememorar aquellas felices veladas navideñas.
Cuando los Reyes Magos entraron en el bar le hallaron con los ojos fijos mirando el espejo de la barra. Aquellos Melchor, Gaspar y Baltasar, acababan de despedirse de los pajes y carteros, de los saltimbanquis y titiriteros, de los malabaristas y magos, y de los prestidigitadores y payasos, junto a quienes habían compartido la tradicional cabalgata que congregaba a toda la chiquillería de aquel barrio humilde de la ciudad. Ateridos de frío después de varias horas a la intemperie, Sus Majestades apetecieron tomar un café bien calentico para entrar en calor.
Al despertar de su ensoñación, Paco se vio rodeado de los magos del Oriente, con sus largas y rizadas barbas, sus relucientes coronas, sus ricos mantos de terciopelo ribeteados de armiño. Creyó que alucinaba y apartó el vaso de whisky, resuelto a pagar y volver a casa.
- ¿Va a dejar libre el banquete? - inquirió Melchor.
- Perdone Majestad... - respondió Paco, saltando del banquete para cederlo a Su Majestad. - me había despistado-.
El whisky y los nostálgicos recuerdos habían deformado tanto la realidad de Paco, que en verdad éste se convenció que los Reyes Magos en carne y hueso se habían presentado en aquel perdido bar para devolverle a la feliz infancia.
- Majestades - comenzó Paco, con la voz empapada de emoción. - Majestades, no imaginan cuánto me alegra volver a verles... Yo, yo soy contable. Trabajo aquí al lado, en una gestoría. Majestades, yo no he sido muy bueno, me merezco sólo carbón... Pero de ahora en adelante me portaré bien... -.
Los Reyes Magos no daban crédito a las palabras de aquel borrachín. ¿Les estaba tomando el pelo o de veras creía que ellos eran los auténticos Melchor, Gaspar y Baltasar? Se cruzaron miradas de asombro y, tras un guiño de Gaspar, resolvieron por seguirle la corriente al contable, en cuyas mejillas resbalaban gordos lagrimones.
- ¿Y qué deseas que te traigamos esta noche? ¿Una botellita de whisky, tal vez? - indagó con sorna Gaspar.
- No, no Majestades... Yo no suelo beber... Hoy se me ha ido un poco la mano porque sentía la angustia aquí en la garganta, ahogándome de pena, recordando que mis padres y hermanos viven lejos de aquí y no nos hemos podido juntar para celebrar la Navidad como antaño, entre historias, villancicos, dulces y risas... Necesitaba cobrar ánimo para volver a casa... Solo, solo...-.
- Entonces, amigo mío - medió Baltasar, traspasado de pena al comprender al buen contable - no bebas más por hoy. Regresa a tu casa y duerme, que mañana será otro día y quizás te aguarden muchas sorpresas-.
Melchor sacó de su bolsillo el patuco que se había perdido de alguna de las muchas muñecas que habían repartido durante la cabalgata.
- Toma, buen hombre, para que te acuerdes de los Reyes Magos. No pierdas este patuquito, y cuando llegues a casa déjalo en la ventana para que sepamos que ahí vive un joven muy bueno al que no hemos de olvidar-.
Tocaban la medianoche en el campanario de una parroquia vecina cuando Paco abandonó el bar. Caminó soportando el frío viento que le helaba el rostro. Al llegar a la puerta de su casa sacó las llaves y, tras varios ensayos, logró acertar a introducirlas en la cerradura. No se dio cuenta de que el patuco caía sobre el felpudo al rebuscar el llavero en su bolsillo.
Una vez dentro, se desplomó sobre el sofá. Una lagrima brotaba, como un arroyuelo de hilo, por su mejilla.
A la mañana siguiente le despertó el timbre de la puerta. Se levantó del sofá algo aturdido. El traje se le había arrugado un poco. Se atusó un poco el pelo y abrió. Se encontró con una hermosa joven.
- Hola, soy Irene, tu vecina. He visto el patuco en el felpudo y pensé que lo habrías perdido - dijo la joven, que disimulaba el rubor que le producía presentarse en casa de su vecino con una excusa tan burda. Ya hacía tiempo que había puesto los ojos en Paco, pero hasta aquel día no había encontrado oportunidad alguna para entrarle.
No seguiré contando más, querido amigo lector. Ya imaginarás que Paco e Irene se enamoraron y terminaron casándose. Al año siguiente, por Reyes, Paco salió muy tarde de trabajar, pero en lugar de entrar en un bar, se dirigió directamente a casa para contarle un cuento navideño a Irene, y dar cuenta de un delicioso roscón con chocolate. A Irene le tocó la sorpresa.
- Pero yo tengo una sorpresa para ti, Paco. Piensa un deseo... -.
Paco cerró los ojos y recordó su frugal encuentro con los Reyes Magos. ¿Qué deseo? ¿Qué más podía desear en la vida?
- ¿Un hijo? - se le escapó.
Irene le dio un beso enorme y sonrió.
Efectivamente, la familia creció y creció. Volvieron las historias de Navidad... ¿Y cómo te encontraron los Reyes, papá? ¿Qué había dentro del patuco? preguntaba su hijo pequeño, mordiendo el turrón duro. Y Paco sonreía, con la mirada puesta en el Nacimiento, donde el Niño Jesús descansaba sobre un cálido patuco de lana.
Un abrazo
domingo, 6 de enero de 2013
Los amigos
Querido amigo:
Se conocieron en la copa del castaño más alto del parque. El gato negro había trepado hasta ahí arriba en busca de las castañas más tiernas y sabrosas. La paloma blanca reposaba en una rama alta, y se asustó mucho al ver llegar al inesperado gato.
- No temas, que no pretendo hacerte daño - se excusó el gato.
La paloma, sin embargo, levantó el vuelo y se posó en otra rama, lo suficientemente lejos para que el gato no la alcanzara de un salto.
- Soy un gato vegetariano. No me gusta cazar ratones, pájaros o palomas. Sólo vengo en busca de ricas castañas con las que mitigar el hambre - prosiguió el gato - y no te molestaré. Disculpa por haber subido sin llamar.
La paloma observaba el festín que se daba aquel extraño gato con las castañas del árbol.
- ¡Oh, qué buenas están! ¿Quieres que te pele una, hermana paloma?
La verdad era que aquella paloma blanca no había probado bocado en todo el día. Se había refugiado en aquellas alturas pues se sentía sola y triste. Sin embargo, anhelaba poder picotear una de aquellas dulces castañas. Así que, muy despacico, saltando de rama en rama, se acercó a la castaña que el amable gato negro había apartado para ella.
Una vez saciada, la paloma se sintió de mejor humor.
- ¿Cómo es posible que no te guste cazar? ¡Todos los gatos cazan! Lo llevan en el instinto - indagó la paloma con curiosidad.
- Yo no soy gato ordinario, ya lo ves, soy un gato negro - replicó el felino.
- ¿Y eso qué tiene que ver? -.
- ¿Cómo? ¿No sabes que a nadie le gustan los gatos negros porque dicen que traemos mala suerte? - explicó el gato, lamiéndose las patas.
- No lo sabía - dijo la paloma - ¿Y tú también te sientes muy solo? -.
El gato contó a la paloma su triste historia. Él había sido el único hermano negro de su camada. Cuando sólo era un lactante sus hermanos se burlaban de él, y al crecer nadie quería tratos con él, pues la superstición le asociaba con la mala ventura. Allí donde iba, le echaban de todas partes. Incluso le arrojaban piedras para que se perdiera y no regresara jamás. Sólo y marginado, había trabado amistad con ratones y pajarillos, que le habían enseñado sus costumbres. Por ello no se aficionó a la caza, y optó por declararse un gato hervíboro.
A su vez, la paloma también poseía una triste historia. Al romper el cascarón, sus papás se enfadaron mucho al verla tan blanca como el armiño. El palomo y la paloma tenían otros pichones que alimentar, y temían que el blanquísimo plumón de la recién nacida atrajera a las alimañas del parque, poniendo en peligro a toda la familia. Por esta razón la abandonaron en cuanto se pudo valer sola, para salvar a los demás.
- Desde entonces siempre vago por las ramas más altas de los árboles, al abrigo de las miradas de los paseantes y lejos del alcance de los depredadores. Nadie más frecuenta estas alturas, por ello me sorprendiste desprevenida - aclaró la paloma blanca. - Las palomas blancas somos el símbolo de la Paz. Nos cazan para que adornemos actos benéficos y manifestaciones religiosas, sin tener en cuenta que las palomas blancas gozamos volando libres de aquí para allá - se lamentaba la pobre palomica.
- Hay muchos perros, gatos y ratones blancos ¿Por qué no les molestan a ellos? A los perros les encanta acaparar el protagonismo, les gustaría mucho convertirse en símbolos de la Paz - meditaba el gato.
- Pues ya lo ves... La han tomado con nosotras, las palomas blancas - respondió resignada la paloma. - También hay palomas, cuervos, perros y ratones negros como el carbón ¿Por qué sólo atraéis la mala suerte los gatos negros?
Entre estas profundas disertaciones se pasaron un buen rato. Luego se despidieron y cada uno se fue por su lado. La paloma blanca emprendió el vuelo y se alejó feliz por haber encontrado un alma gemela que compartía con ella tanta tristeza. Iba tan distraída reflexionando sobre los tópicos que amargaban las vidas de los gatos negros y las palomas blancas, que se enredó ella sola en una trampa para cazar palomas.
Un hombre la rescató de la red donde se veía atrapada y la encerró en una jaula. La pobre paloma revoloteaba desesperada, pero todo esfuerzo resultaba inútil.
- Va a ser verdad que los gatos negros portan mala fortuna - iba diciéndose a sí misma.
El gato negro había observado la caza de su amiga la paloma, y ya se barruntaba los nefastos pensamientos que sobre él debía albergar la pobrecilla, enjaulada en contra de su voluntad. Así que siguió al cazador hasta una pajarería, y aprovechó el primer descuido del dueño para colarse en ella y libertar a su amiga. Tan pronto escapó de la jaula, la paloma blanca revoloteó por toda la pajarería buscando la puerta hacia la libertad. Los perros que se encontraban en el local comenzaron a ladrar para alertar al dueño de la fuga. Uno de ellos, que se encontraba amarrado a una cadena corrió a atrapar al pobre gato negro, que de repente se vio acorralado.
- ¡Haya paz! ¡Silencio! - entró gritando el pajarero ante tan gran algarabía como habían armado los perros de la tienda.
El perro se despistó apenas un breve instante, que el gato negro aprovechó para huir con la paloma blanca.
Unos minutos después se reunían en la copa del anciano castaño.
- Gracias por liberarme, gato. ¡Qué suerte haberte conocido? - celebró la paloma.
El gato negro sonrió contento de su proeza.
Formaban una buena pareja, y desde entonces, el gato negro y la paloma blanca recorrieron el parque en busca de aventuras, sorprendiendo a quienes los veían pasear juntos por las alturas.
- ¡Qué extraña pareja, la Paz y el Mal Agüero juntos de la mano! - se decía la gente.
Pero a nuestros amigos no les importaba lo que de ellos se opinara, y disfrutaron el resto de sus vidas juntos, en paz y armonía, y gozando de una increíble buena suerte, aquella que bendice a las almas felices de compartir las alegrías y las penas.
¡Felices Reyes!
Se conocieron en la copa del castaño más alto del parque. El gato negro había trepado hasta ahí arriba en busca de las castañas más tiernas y sabrosas. La paloma blanca reposaba en una rama alta, y se asustó mucho al ver llegar al inesperado gato.
- No temas, que no pretendo hacerte daño - se excusó el gato.
La paloma, sin embargo, levantó el vuelo y se posó en otra rama, lo suficientemente lejos para que el gato no la alcanzara de un salto.
- Soy un gato vegetariano. No me gusta cazar ratones, pájaros o palomas. Sólo vengo en busca de ricas castañas con las que mitigar el hambre - prosiguió el gato - y no te molestaré. Disculpa por haber subido sin llamar.
La paloma observaba el festín que se daba aquel extraño gato con las castañas del árbol.
- ¡Oh, qué buenas están! ¿Quieres que te pele una, hermana paloma?
La verdad era que aquella paloma blanca no había probado bocado en todo el día. Se había refugiado en aquellas alturas pues se sentía sola y triste. Sin embargo, anhelaba poder picotear una de aquellas dulces castañas. Así que, muy despacico, saltando de rama en rama, se acercó a la castaña que el amable gato negro había apartado para ella.
Una vez saciada, la paloma se sintió de mejor humor.
- ¿Cómo es posible que no te guste cazar? ¡Todos los gatos cazan! Lo llevan en el instinto - indagó la paloma con curiosidad.
- Yo no soy gato ordinario, ya lo ves, soy un gato negro - replicó el felino.
- ¿Y eso qué tiene que ver? -.
- ¿Cómo? ¿No sabes que a nadie le gustan los gatos negros porque dicen que traemos mala suerte? - explicó el gato, lamiéndose las patas.
- No lo sabía - dijo la paloma - ¿Y tú también te sientes muy solo? -.
El gato contó a la paloma su triste historia. Él había sido el único hermano negro de su camada. Cuando sólo era un lactante sus hermanos se burlaban de él, y al crecer nadie quería tratos con él, pues la superstición le asociaba con la mala ventura. Allí donde iba, le echaban de todas partes. Incluso le arrojaban piedras para que se perdiera y no regresara jamás. Sólo y marginado, había trabado amistad con ratones y pajarillos, que le habían enseñado sus costumbres. Por ello no se aficionó a la caza, y optó por declararse un gato hervíboro.
A su vez, la paloma también poseía una triste historia. Al romper el cascarón, sus papás se enfadaron mucho al verla tan blanca como el armiño. El palomo y la paloma tenían otros pichones que alimentar, y temían que el blanquísimo plumón de la recién nacida atrajera a las alimañas del parque, poniendo en peligro a toda la familia. Por esta razón la abandonaron en cuanto se pudo valer sola, para salvar a los demás.
- Desde entonces siempre vago por las ramas más altas de los árboles, al abrigo de las miradas de los paseantes y lejos del alcance de los depredadores. Nadie más frecuenta estas alturas, por ello me sorprendiste desprevenida - aclaró la paloma blanca. - Las palomas blancas somos el símbolo de la Paz. Nos cazan para que adornemos actos benéficos y manifestaciones religiosas, sin tener en cuenta que las palomas blancas gozamos volando libres de aquí para allá - se lamentaba la pobre palomica.
- Hay muchos perros, gatos y ratones blancos ¿Por qué no les molestan a ellos? A los perros les encanta acaparar el protagonismo, les gustaría mucho convertirse en símbolos de la Paz - meditaba el gato.
- Pues ya lo ves... La han tomado con nosotras, las palomas blancas - respondió resignada la paloma. - También hay palomas, cuervos, perros y ratones negros como el carbón ¿Por qué sólo atraéis la mala suerte los gatos negros?
Entre estas profundas disertaciones se pasaron un buen rato. Luego se despidieron y cada uno se fue por su lado. La paloma blanca emprendió el vuelo y se alejó feliz por haber encontrado un alma gemela que compartía con ella tanta tristeza. Iba tan distraída reflexionando sobre los tópicos que amargaban las vidas de los gatos negros y las palomas blancas, que se enredó ella sola en una trampa para cazar palomas.
Un hombre la rescató de la red donde se veía atrapada y la encerró en una jaula. La pobre paloma revoloteaba desesperada, pero todo esfuerzo resultaba inútil.
- Va a ser verdad que los gatos negros portan mala fortuna - iba diciéndose a sí misma.
El gato negro había observado la caza de su amiga la paloma, y ya se barruntaba los nefastos pensamientos que sobre él debía albergar la pobrecilla, enjaulada en contra de su voluntad. Así que siguió al cazador hasta una pajarería, y aprovechó el primer descuido del dueño para colarse en ella y libertar a su amiga. Tan pronto escapó de la jaula, la paloma blanca revoloteó por toda la pajarería buscando la puerta hacia la libertad. Los perros que se encontraban en el local comenzaron a ladrar para alertar al dueño de la fuga. Uno de ellos, que se encontraba amarrado a una cadena corrió a atrapar al pobre gato negro, que de repente se vio acorralado.
- ¡Haya paz! ¡Silencio! - entró gritando el pajarero ante tan gran algarabía como habían armado los perros de la tienda.
El perro se despistó apenas un breve instante, que el gato negro aprovechó para huir con la paloma blanca.
Unos minutos después se reunían en la copa del anciano castaño.
- Gracias por liberarme, gato. ¡Qué suerte haberte conocido? - celebró la paloma.
El gato negro sonrió contento de su proeza.
Formaban una buena pareja, y desde entonces, el gato negro y la paloma blanca recorrieron el parque en busca de aventuras, sorprendiendo a quienes los veían pasear juntos por las alturas.
- ¡Qué extraña pareja, la Paz y el Mal Agüero juntos de la mano! - se decía la gente.
Pero a nuestros amigos no les importaba lo que de ellos se opinara, y disfrutaron el resto de sus vidas juntos, en paz y armonía, y gozando de una increíble buena suerte, aquella que bendice a las almas felices de compartir las alegrías y las penas.
¡Felices Reyes!
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