Querido amigo:
El doctor leía el periódico en el tranvía. Hastiado de la plétora de negatividad, levantó la vista y observó a los viajeros que compartían con él aquel trayecto, en aquel preciso momento, en dirección a las afueras de la ciudad.
Semblantes serios, ojos extraviados en profundos pensamientos, mutismo, opacidad, impenetrables estatuas que se aferraban a los asideros para contrarrestar la inercia de los frenazos. Uno de estos desequilibró al absorto doctor, que tropezó levemente con una joven.
- Disculpe - se excusó el doctor, procurando sonreír, más por cortesía que por convicción, pues el empujón no había pasado de un leve contacto en el hombro de la muchacha, incapaz de haberla lastimado.
Como respuesta, la chica le devolvió una mirada cargada de rencor y odio. Azorado ante tan desproporcionada reacción, el doctor se apeó y optó por culminar su viaje a pie, hasta la siguiente parada, donde se alzaba el hospital.
El doctor ejercía desde hacía ya muchos años, y nunca había dejado de admirarse ante el misterio de la vida. La vida, la vida,... se repetía una y otra vez... Si la joven del tranvía se hubiera planteado alguna vez semejante cuestión, probablemente no le hubiera mirado con tanta furia.
El doctor se había sumergido en extensos tratados de Medicina, reflexionando sobre los procesos, reacciones y pormenores que posibilitaban la vida, mas no lograba encontrar respuesta al significado de la vida en sí, que no se reducía a una compleja mixtura químico física, que nadie había conseguido replicar en un laboratorio y que, no obstante, determinaba la conciencia, la razón y el alma de cada ser humano.
Una vez en el hospital, inició sus visitas con una paciente cuya grave dolencia le preocupaba más que las del resto de enfermos de su planta. Aquella mujer se moría.
- ¿Qué tal has pasado la noche? - preguntó el doctor, procurando forzar cierto optimismo en su tono, aún sabiendo que el dolor atravesaba a aquella pobre mujer como una lanza incandescente.
- Muy bien doctor ¿y usted? - replicó ella, con un hilo de voz... y una sonrisa.
Aunque todos los años de experiencia parecían haber encallecido el sentimiento del maduro galeno, había gestos como aquella sonrisa de la moribunda que todavía lograban desmoronar cuanto de distante científico maquillaba la sensible alma del doctor. En aquella mujer había vida, lo reconoció en cómo había respondido, en cómo había esbozado una sonrisa. Había vida... ardía la esperanza, brillaba la dignidad.
El doctor propuso ingresarla en el quirófano en aquel mismo instante. Aún restaba por tirar del último hilo bioquímico que mantenía a su paciente en este mundo. La paciente accedió con otra sonrisa.
Y la operación se prolongó más de lo esperado... El doctor y su equipo ataron y desataron en las entrañas de la mujer, en un desesperado intento de vencer al tiempo. Y el reloj giraba y giraba, hora tras hora, acompañando al sol en su sempiterno vuelo por el firmamento. Horas y horas de sudor y suspiros contenidos, de diálogo abierto con la mecánica de un organismo que iba y volvía. Y en uno de aquellos lances, el pulso de la paciente se apagó, sumiendo al equipo médico en una dolorosa frustración.
El doctor abandonó el quirófano abatido y, como poseído por la desolación, vagó a lo largo de pasillos y pasillos, sin catarse de los saludos de sus colegas, de las preguntas de las enfermeras, de las miradas circunspectas de las visitas, del color de las paredes, del parpadeo de la lámpara del ascensor... hasta desplomarse de rodillas en la capilla. Allí tomó nueva conciencia de la débil condición humana, alzando la mirada al Crucificado; de la grandeza, de la libertad y coraje que palpitan en un corazón que se apaga, en un cuerpo decadente y, sin embargo, poseído por una eterna aspiración hacia lo incomprensible, lo impalpable, lo impronunciable... La luz del crepúsculo se filtraba por las vidrieras, envolviendo al doctor en una atmósfera de caramelo y ciruela.
La anestesista irrumpió corriendo en la capilla.
- ¡Doctor, regrese al quirófano de inmediato!
Siguieron nuevas horas de incertidumbre, de infatigable batalla por reanimar la vida que había retornado al cuerpo casi vencido de la paciente. El doctor no se separó de ella hasta que, consumida la anestesia, la sonrisa floreció de nuevo en aquel lívido rostro.
Ya entrada la madrugada, el tranvía devolvía al doctor al centro de la ciudad. ¿Qué era la vida? seguía cuestionándose... Los demás viajeros lucían rostros saludables, serenos, confiados en que volverían a contemplar el alba pocas horas más tarde. El doctor les contemplaba desde la altura del ser humano, débil y vulnerable, esclavo de sus pasiones, cuya existencia aún guardaba el calor del testimonio de un milagro.
Su paciente vivía, muchos de los viajeros de aquel tranvía, no. Una sonrisa como la de aquella paciente desmentía que la vida se asemejara a un fortuito compendio de reacciones químicas, a un sinsentido, a un misterioso brebaje de polvo de estrellas, a una arbitrariedad cósmica.... La vida verdadera permanecería en el misterio para la Humanidad, pero quienquiera hubiera presenciado la luz que irradiaba aquella sonrisa, no se resignaría a las vacuas aspiraciones materiales de un cerebro preso en un cuerpo que se deteriora con los años, sino que creería en un alma humana destinada a mucho más, mucho, mucho más... Bajo esta dimensión, el doctor volvió a mirar a los viajeros del tranvía y se emocionó con la vida ¡la vida! Un sentimiento que no podía mancillarse con una fortuita mirada de rencor, como la que le había propinado aquella joven por la mañana; un sentimiento de grandeza, esperanza y libertad eternas, ante el cual la atónita razón del científico se deslumbraba.
Un abrazo
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