Querido amigo:
La selva amaneció inquieta. Los pájaros difundieron la noticia. Se habían avistado a unos hombres abriéndose camino en la espesura a machetazos.
Los animales huían despavoridos hacia el corazón más impenetrable de la jungla, allí donde la densidad de la vegetación constituía un muro impenetrable.
El cuervo real despertó a Su Majestad el león, que dormía apaciblemente a orillas del río.
- Al parecer, Majestad, algunos hombres de la expedición van armados con machetes y otros con escopetas. El resto, sin embargo, portan redes -, informó el cuervo.
El león frunció el ceño, muy preocupado. Otras veces se habían aventurado los hombres en su reino, y siempre habían dejado desolación y tristeza a su paso.
- ¿Cazadores? -, inquirió con un tremendo rugido.
- Hasta ahora no han disparado ni un solo tiro, Majestad.
El rey ordenó que todos los animales evacuaran la zona por donde se movían los humanos.
- Que los elefantes, las jirafas, los hipopótamos... que todos los animales grandes ayuden a los pequeños a atravesar el río. Hoy se prohíbe cazar. Todos han de salvarse.
Inmediatamente, una bandada de pajarillos emprendió el vuelo para transmitir las órdenes del monarca por todos los rincones de la selva.
- Majestad ¿qué haremos si los hombres llegan al río? -, preguntó el cuervo real.
- Que se preparen los tigres.
En ese momento aterrizó un loro que había crecido en casa de unos humanos hasta que logró fugarse. Desde entonces servía como intérprete para Su Majestad el león, ya que durante su convivencia con los hombres había aprendido a hablar su lengua.
- Majestad, no hay de que preocuparse. Los hombres sólo están cazando insectos. No son cazadores, son científicos que recogen escarabajos, mosquitos, mariposas... - explicó el loro.
El león profirió un rugido terrible, y acto seguido desapareció entre los árboles.
- ¡Majestad, dónde váis! ¡Es peligroso! - gritó el cuervo real. - ¡Seguidle! - ordenó a las hienas.
Mientras tanto, el león atravesó la selva corriendo con todas sus fuerzas, dejando muy atrás a las hienas que le seguían para escoltarle.
Al llegar donde se encontraban los hombres, irrumpió de un salto magnífico en medio de ellos, y de un solo zarpazo desarmó a varios de ellos. Uno de ellos empuño la escopeta, pero le temblaban tanto las manos del miedo que erró el disparo y apenas rozó a Su Majestad. Al cabo de unos instantes, toda la comitiva había salido huyendo, aterrada.
Fue entonces cuando llegaron el cuervo real y las hienas.
- Majestad ¿estáis herido?
- No es nada, ahora ayudarme a libertar a los insectos de las redes.
Entre todos desenredaron a las infelices mariposas y a los escarabajos que habían quedado atrapados por los científicos. Su Majestad los contempló con cariño sobre sus zarpas, antes de impulsarlos para que emprendieran el vuelo. El cuervo contemplaba la escena admirado.
- Pero Majestad... ¿Arriesgar vuestra vida por tan insignificantes criaturas?
El león le respondió con una mirada feroz.
- !En mi reino nadie es insignificante, cuervo presumido! - replicó Su Majestad. - Tal vez ya no recuerdas que de cachorro estuve a punto de sucumbir de unas terribles fiebres, de no haber sido porque un escarabajo me inoculó su sangre, gracias a la cuál remitió la calentura y logré sobrevivir. Entonces comprendí que la más pequeña de las criaturas de la selva era tan importante como la más grande, y prometí batirme con quien fuera que se atreviera a amenazarlas.
La zarpa del rey se curó y el cuervo real no olvidaría nunca las sabias palabras de su soberano. Los hombres volverían a la selva, pero siempre saldrían huyendo porque, en aquella selva, todos, desde el más fuerte al más débil, lucharían solidariamente para preservar la armonía, la belleza, el equilibrio y la paz de un ecosistema lleno de amor y secretos.
Un abrazo
domingo, 23 de noviembre de 2014
domingo, 16 de noviembre de 2014
La crema del café
Querido amigo:
Al poco de mudarme a aquella ciudad recibí una carta en el buzón, mezclada entre facturas varias. ¿Quién habría podido enviarme una carta? Movido por la curiosidad abrí el sobre y leí su contenido. "Querido tal... " - enseguida me di cuenta de que aquella misiva no iba dirigida a mi. Al volver a comprobar el sobre, descubrí que el destinatario era un tal... , cuya dirección coincidía con la de mi apartamento, por lo que deduje que debía tratarse del inquilino que me había precedido en el alquiler.
Admito que pequé de indiscreción, pero la intuición me gritaba que aquella confusión no obedecía a la pura casualidad, y terminé leyendo la carta.
Muchas veces me quedo absorto buscando figuras ocultas en medio de la crema del café, de las gotas de lluvia que se impregnan a un cristal, entre las nubes del cielo... Por ello se dice de mi que tiendo a la ensoñación, que me abstraigo con facilidad, aunque se trata de todo lo contrario, porque me concentro en observar aquello que pasa desapercibido a los ojos de los demás. Se pude decir que busco un enfoque diferente de la misma realidad.
Aquella carta estaba salpicada de ruegos y penurias, sin duda escrita por la desesperación, firmada por la mala fortuna. Un par de cuartillas bastan para desnudar el alma de una persona; de alguien que se arrodilla, confesando haberse dejado arrastrar por la ambición y el egoísmo hasta el punto de rayar la desgracia para toda su familia. Arrepintiéndose, se apelaba a una antigua amistad, implorando se le otorgara la urgente ayuda con la que enderezar el rumbo de su vida. Finalmente, se acompañaba el irrevocable y firme propósito de cambiar y de ponerse al servicio de la empresa.
La humildad y ternura de aquella historia me conmovió profundamente. Sentí el compromiso de actuar sin demora. Compuse el sobre lo mejor que supe, intentando disimular que había sido abierto, y me propuse buscar a su destinatario. Una vecina me facilitó las nuevas señas del anterior inquilino. Al ser nuevo en la ciudad, tomé un taxi para que me condujera hasta allí sin dilación. Para mi sorpresa, el taxi me llevó a un suburbio de calles astrosas y sucias. Paramos delante de un portal algo desvencijado, pero muy limpio. El portero enceraba el suelo con esmero. A decir verdad, llamaba la atención aquella rutilante limpieza en medio de aquel deprimido barrio.
Le pregunté si conocía al señor tal, porque tenía una carta para él. El portero me miró sonriendo. Mi sensibilidad para mirar más allá de las superficies, se encendió de repente, como una llama. Sentí una repentina confianza en aquel hombre, y le conté cómo había llegado hasta mi aquella carta, que la había leído y que el remitente requería ayuda urgente.
El portero, entonces, dejó la fregona y me pidió la carta. Yo soy el tal... - me dijo.
Me disculpé ruborizado por haber violado la privacidad de aquella carta. Azorado, sin saber qué decir, me ofrecí a contribuir a ayudar al apurado remitente. No soy rico, vivo en un barrio más bien humilde de la ciudad, pero comprendí que lo poco que pudiera aportar de mi bolsillo siempre resultaría mucho en medio de la miseria que se apoderaba de aquel suburbio.
El portero me agradeció mi ayuda y me pidió que le acompañara a dar un paseo, que íbamos a hacer una visita a aquel alma atormentada. Abandonamos el suburbio, nos adentramos en el centro de la ciudad y penetramos en la sede de la Caja de Ahorros. Todos los empleados le saludaban con familiaridad. Tomamos un ascensor hata la última planta, y luego el portero pasó sin llamar a un despacho. Para mi mayor asombro, en la puerta había un letrero que rezaba "Presidente".
Cuanto ocurrió después me afirmó en la intuición de que nada parece lo que es, pues aquel Presidente no había arruinado ni a su familia ni a su Caja de Ahorros, sino que su dolor y lamento nacían de otras causas. Como el rostro que se vislumbra en la caprichosa forma de la crema de un café, la debilidad humana emergía entre los caprichosos brillos del dinero. Pocas palabras bastaron, y al caer la tarde, los tres nos empleábamos a fondo limpiando la escalera del desvencijado portal de aquel miserable suburbio de la ciudad. Como las ovejas que se esconden entre las nubes del cielo, brilló la riqueza de espíritu escondida en un miserable suburbio de la ciudad.
Un abrazo
Al poco de mudarme a aquella ciudad recibí una carta en el buzón, mezclada entre facturas varias. ¿Quién habría podido enviarme una carta? Movido por la curiosidad abrí el sobre y leí su contenido. "Querido tal... " - enseguida me di cuenta de que aquella misiva no iba dirigida a mi. Al volver a comprobar el sobre, descubrí que el destinatario era un tal... , cuya dirección coincidía con la de mi apartamento, por lo que deduje que debía tratarse del inquilino que me había precedido en el alquiler.
Admito que pequé de indiscreción, pero la intuición me gritaba que aquella confusión no obedecía a la pura casualidad, y terminé leyendo la carta.
Muchas veces me quedo absorto buscando figuras ocultas en medio de la crema del café, de las gotas de lluvia que se impregnan a un cristal, entre las nubes del cielo... Por ello se dice de mi que tiendo a la ensoñación, que me abstraigo con facilidad, aunque se trata de todo lo contrario, porque me concentro en observar aquello que pasa desapercibido a los ojos de los demás. Se pude decir que busco un enfoque diferente de la misma realidad.
Aquella carta estaba salpicada de ruegos y penurias, sin duda escrita por la desesperación, firmada por la mala fortuna. Un par de cuartillas bastan para desnudar el alma de una persona; de alguien que se arrodilla, confesando haberse dejado arrastrar por la ambición y el egoísmo hasta el punto de rayar la desgracia para toda su familia. Arrepintiéndose, se apelaba a una antigua amistad, implorando se le otorgara la urgente ayuda con la que enderezar el rumbo de su vida. Finalmente, se acompañaba el irrevocable y firme propósito de cambiar y de ponerse al servicio de la empresa.
La humildad y ternura de aquella historia me conmovió profundamente. Sentí el compromiso de actuar sin demora. Compuse el sobre lo mejor que supe, intentando disimular que había sido abierto, y me propuse buscar a su destinatario. Una vecina me facilitó las nuevas señas del anterior inquilino. Al ser nuevo en la ciudad, tomé un taxi para que me condujera hasta allí sin dilación. Para mi sorpresa, el taxi me llevó a un suburbio de calles astrosas y sucias. Paramos delante de un portal algo desvencijado, pero muy limpio. El portero enceraba el suelo con esmero. A decir verdad, llamaba la atención aquella rutilante limpieza en medio de aquel deprimido barrio.
Le pregunté si conocía al señor tal, porque tenía una carta para él. El portero me miró sonriendo. Mi sensibilidad para mirar más allá de las superficies, se encendió de repente, como una llama. Sentí una repentina confianza en aquel hombre, y le conté cómo había llegado hasta mi aquella carta, que la había leído y que el remitente requería ayuda urgente.
El portero, entonces, dejó la fregona y me pidió la carta. Yo soy el tal... - me dijo.
Me disculpé ruborizado por haber violado la privacidad de aquella carta. Azorado, sin saber qué decir, me ofrecí a contribuir a ayudar al apurado remitente. No soy rico, vivo en un barrio más bien humilde de la ciudad, pero comprendí que lo poco que pudiera aportar de mi bolsillo siempre resultaría mucho en medio de la miseria que se apoderaba de aquel suburbio.
El portero me agradeció mi ayuda y me pidió que le acompañara a dar un paseo, que íbamos a hacer una visita a aquel alma atormentada. Abandonamos el suburbio, nos adentramos en el centro de la ciudad y penetramos en la sede de la Caja de Ahorros. Todos los empleados le saludaban con familiaridad. Tomamos un ascensor hata la última planta, y luego el portero pasó sin llamar a un despacho. Para mi mayor asombro, en la puerta había un letrero que rezaba "Presidente".
Cuanto ocurrió después me afirmó en la intuición de que nada parece lo que es, pues aquel Presidente no había arruinado ni a su familia ni a su Caja de Ahorros, sino que su dolor y lamento nacían de otras causas. Como el rostro que se vislumbra en la caprichosa forma de la crema de un café, la debilidad humana emergía entre los caprichosos brillos del dinero. Pocas palabras bastaron, y al caer la tarde, los tres nos empleábamos a fondo limpiando la escalera del desvencijado portal de aquel miserable suburbio de la ciudad. Como las ovejas que se esconden entre las nubes del cielo, brilló la riqueza de espíritu escondida en un miserable suburbio de la ciudad.
Un abrazo
lunes, 10 de noviembre de 2014
San Maraca
Querido amigo:
Esta mañana no nos despertamos con su fresco hocico acariciándonos las mejillas con dulzura. Se me hizo extraña su ausencia, después de tantos años. Luego, el niño nos preguntó dónde se había metido Maraca. Y no supimos que contestar.
Nuestro hijo apenas ha cumplido cuatro años, y tememos que pueda traumatizarle la verdad. Llevo todo el día cavilando una respuesta convincente. Pienso y pienso, y mis reflexiones se mezclan con el recuerdo aún caliente de nuestro perro Maraca.
Mi mujer trajo a Maraca en el momento más difícil de nuestro matrimonio. No llevábamos más de un año casados y los continuos roces de la recién inaugurada convivencia amenazaban con dar al traste con todo. Tal vez nos habíamos atado el uno al otro aún demasiado jóvenes. Y de repente, el día en que mi depresión tocaba fondo, se presentó ella con un cachorro.
Aquella indefensa y tierna criatura obró entonces su primer milagro. Saltó de la cesta en donde había venido y, torpemente, con los ojos cerrados aún, se arrimó a mis pies y se acurrucó. Aquella escena sigue aún viva en mi recuerdo. Su paso vacilante, tropezando consigo mismo, nos sugirió el nombre de Maraca. Tal vez aquel nombre, que acordamos juntos después de muchas otras divertidas tentativas, dio comienzo a una nueva vida conyugal. Por primera vez en mucho tiempo nos reíamos juntos, y por primera vez en mucho tiempo nos poníamos de acuerdo en algo.
Vienen a mi memoria los biberones que le dábamos hasta que pudo comer su pienso; los cataclismos que armábamos cuando nos encontrábamos sus cacas y sus pises en los lugares más inesperados de la casa, hasta que aprendió a esperarse al paseo... Y por la calle, todo cuanto hacía nos provocaba la risa. Maraca jugaba con todo niño que se cruzara en nuestro camino. En poco tiempo se convirtió en el cachorrico más popular del barrio. Gracias a Maraca, salimos de nuestra burbuja y conocimos a nuestros vecinos. Al poco tiempo, de coincidir en el parque, terminamos por trabar amistad.
¡Qué vitalidad! Maraca parecía no fatigarse nunca. Todavía me cuesta comprender cómo un perro tan chiquito podía tirar de mi con tal fuerza. Era la vida que se abría camino a empellones.
Han transcurrido cerca de quince años desde entonces, y cuánto ha cambiado mi vida desde que Maraca llegó a ella. Tanto amor recibido de una criatura, con tanta generosidad, sin pedir nada a cambio... parecía casi increíble. Pero ahí estaba, era real el sentido que Maraca tenía para intuir si nos encontrábamos alegres o tristes. Junto a él los tragos amargos pasaban mejor, pues se acercaba despacico, humilde, sencillo, buscándonos poco a poco con el morro, con la patica, hasta que le mirábamos y nos hallábamos ante su mirada clara, luminosa, que parecía decirnos que la pena carecía de todo fundamento... Y se obraba el milagro... porque siempre logró despertarnos una sonrisa.
Bajar a pasear a Maraca o, mejor dicho, cuando Maraca nos bajaba a pasear... Bajo la luna llena en verano, bajo la lluvia en otoño, en medio del frío cortante del invierno, en medio de las fragancias primaverales. Con su alegría Maraca sembraba la magia en el melancólico arrabal obrero donde vivimos. Con él corriendo, olisqueando, trayéndonos palitos con la boca ¡qué más se le podía pedir a la vida!
Había algo más... Superados los tortuosos inicios, nuestro matrimonio había hallado la armonía, gracias en gran medida al amor catalizador de nuestro Maraca, que fue el reactivo para que nuestras almas se liberaran de todo lastre y se dedicaran a aquello para lo que estaban predestinadas, a amarse. Fruto de ese amor, hace algo menos de cuatro años nació nuestro hijo.
Maraca se volvió loco de alegría. A veces creo que mi perro sentía como una persona más. Pero no,.. Maraca no nos defraudó nunca.
El bebé creció fascinado con Maraca, y cuando supo gatear ya se tiraba encima del perrico, cuya paciencia casi paternal, desbordaba bondad sin límites. Mi hijo encontró en Maraca a su mejor amigo, a su mejor compañero de juegos. Y ahora que Maraca nos ha dejado...
Hijo, Maraca se ha ido... al cielo de los perros. Se ha ido porque se le acabó la vida aquí con nosotros. Ahora jugará con los ángelicos. Se ha ido porque nos quería mucho y porque nosotros le queríamos mucho; y porque si todo lo que empieza no terminara alguna vez, entonces no tendría sentido quererse tanto.
El niño me miró con tristeza. No sabía si había comprendido el misterio del amor, el misterio de la vida. Supe que sí cuando debajo de la cama descubrió el muñeco con el que jugueteaba Maraca, y abrazándolo con una sonrisa, corrió a mi torpemente para darme un beso. Supongo que este es el último milagro del perro santo, de nuestro querido y siempre presente San Maraca.
Un abrazo
Esta mañana no nos despertamos con su fresco hocico acariciándonos las mejillas con dulzura. Se me hizo extraña su ausencia, después de tantos años. Luego, el niño nos preguntó dónde se había metido Maraca. Y no supimos que contestar.
Nuestro hijo apenas ha cumplido cuatro años, y tememos que pueda traumatizarle la verdad. Llevo todo el día cavilando una respuesta convincente. Pienso y pienso, y mis reflexiones se mezclan con el recuerdo aún caliente de nuestro perro Maraca.
Mi mujer trajo a Maraca en el momento más difícil de nuestro matrimonio. No llevábamos más de un año casados y los continuos roces de la recién inaugurada convivencia amenazaban con dar al traste con todo. Tal vez nos habíamos atado el uno al otro aún demasiado jóvenes. Y de repente, el día en que mi depresión tocaba fondo, se presentó ella con un cachorro.
Aquella indefensa y tierna criatura obró entonces su primer milagro. Saltó de la cesta en donde había venido y, torpemente, con los ojos cerrados aún, se arrimó a mis pies y se acurrucó. Aquella escena sigue aún viva en mi recuerdo. Su paso vacilante, tropezando consigo mismo, nos sugirió el nombre de Maraca. Tal vez aquel nombre, que acordamos juntos después de muchas otras divertidas tentativas, dio comienzo a una nueva vida conyugal. Por primera vez en mucho tiempo nos reíamos juntos, y por primera vez en mucho tiempo nos poníamos de acuerdo en algo.
Vienen a mi memoria los biberones que le dábamos hasta que pudo comer su pienso; los cataclismos que armábamos cuando nos encontrábamos sus cacas y sus pises en los lugares más inesperados de la casa, hasta que aprendió a esperarse al paseo... Y por la calle, todo cuanto hacía nos provocaba la risa. Maraca jugaba con todo niño que se cruzara en nuestro camino. En poco tiempo se convirtió en el cachorrico más popular del barrio. Gracias a Maraca, salimos de nuestra burbuja y conocimos a nuestros vecinos. Al poco tiempo, de coincidir en el parque, terminamos por trabar amistad.
¡Qué vitalidad! Maraca parecía no fatigarse nunca. Todavía me cuesta comprender cómo un perro tan chiquito podía tirar de mi con tal fuerza. Era la vida que se abría camino a empellones.
Han transcurrido cerca de quince años desde entonces, y cuánto ha cambiado mi vida desde que Maraca llegó a ella. Tanto amor recibido de una criatura, con tanta generosidad, sin pedir nada a cambio... parecía casi increíble. Pero ahí estaba, era real el sentido que Maraca tenía para intuir si nos encontrábamos alegres o tristes. Junto a él los tragos amargos pasaban mejor, pues se acercaba despacico, humilde, sencillo, buscándonos poco a poco con el morro, con la patica, hasta que le mirábamos y nos hallábamos ante su mirada clara, luminosa, que parecía decirnos que la pena carecía de todo fundamento... Y se obraba el milagro... porque siempre logró despertarnos una sonrisa.
Bajar a pasear a Maraca o, mejor dicho, cuando Maraca nos bajaba a pasear... Bajo la luna llena en verano, bajo la lluvia en otoño, en medio del frío cortante del invierno, en medio de las fragancias primaverales. Con su alegría Maraca sembraba la magia en el melancólico arrabal obrero donde vivimos. Con él corriendo, olisqueando, trayéndonos palitos con la boca ¡qué más se le podía pedir a la vida!
Había algo más... Superados los tortuosos inicios, nuestro matrimonio había hallado la armonía, gracias en gran medida al amor catalizador de nuestro Maraca, que fue el reactivo para que nuestras almas se liberaran de todo lastre y se dedicaran a aquello para lo que estaban predestinadas, a amarse. Fruto de ese amor, hace algo menos de cuatro años nació nuestro hijo.
Maraca se volvió loco de alegría. A veces creo que mi perro sentía como una persona más. Pero no,.. Maraca no nos defraudó nunca.
El bebé creció fascinado con Maraca, y cuando supo gatear ya se tiraba encima del perrico, cuya paciencia casi paternal, desbordaba bondad sin límites. Mi hijo encontró en Maraca a su mejor amigo, a su mejor compañero de juegos. Y ahora que Maraca nos ha dejado...
Hijo, Maraca se ha ido... al cielo de los perros. Se ha ido porque se le acabó la vida aquí con nosotros. Ahora jugará con los ángelicos. Se ha ido porque nos quería mucho y porque nosotros le queríamos mucho; y porque si todo lo que empieza no terminara alguna vez, entonces no tendría sentido quererse tanto.
El niño me miró con tristeza. No sabía si había comprendido el misterio del amor, el misterio de la vida. Supe que sí cuando debajo de la cama descubrió el muñeco con el que jugueteaba Maraca, y abrazándolo con una sonrisa, corrió a mi torpemente para darme un beso. Supongo que este es el último milagro del perro santo, de nuestro querido y siempre presente San Maraca.
Un abrazo
sábado, 8 de noviembre de 2014
Gracias
Querido amigo:
En esta tierra nuestra nada es lo que parece, todo es ficción. Ahora comprendo a aquel pintor cuyos cuadros mostraban relojes fláccidos como huevos fritos. En sus lienzos nada aparentaba lo que en realidad era. Por ello, hemos de aprender a mirar, hemos de aprender a escuchar.
He aquí mis campos. ellos nos han alimentado durante generaciones. Todavía iba a la escuela cuando empecé a trabajarlos y a regarlos con mi sudor. Sin embargo, la primera vez que una helada, un pedrisco o una sequía arruinaron la anhelada cosecha, aprendí que en esta tierra nunca hay que dar nada por cierto. Ese día me hice hombre, cuando tal pensamiento surgió de mi desolación, con las manos llenas de espigas echadas a perder.
A partir de entonces me dediqué con todas mis fuerzas al estudio, porque profundizando en los secretos del mundo no volvería a arrodillarme ante un campo arrasado. !Cuánto tenía que aprender aún!
Hube de salir al mundo, dejando atrás la tierra. Quería encontrar la forma de sacarle más, de hacerla rendir como nunca. Sin saber cómo, pedía a la tierra más de lo que necesitaba, porque me había abandonado a la desesperanza y mi fe en que las cosechas prosperaran se tambaleaba. Quería que produjera para llenar mis almacenes y vivir tranquilo. Vivir tranquilo...
Con tales ortigas germinando en mi joven corazón, la ciudad pronto se adueñó de mi con sus tentaciones. Por eso, porque emprendí mi camino torcido, el esplendor, el afán de reconocimiento, el arte de las apariencias pronto me hicieron olvidar a mi amada tierra. La ciudad prometía esa vida tranquila... Una promesa que nunca se cumplió, porque me dejé embaucar por una ilusión.
El desarraigo se parece a un globo errante, que vuela de un lugar a otro a merced del viento. Mi globo terminó cayendo en un lodazal. De nuevo me veía derrotado, triste, cubierto de un lodo de ciudad que, por ser más sofisticado, hiere más el corazón que un puñado de espigas destrozadas por una tormenta de granizo.
Y regresé a mi lugar, trayendo maquinaria y abonos milagrosos, mirando por encima del hombro a quienes me rodeaban, convencido de que mis cosechas harían historia. Pero no, tanto progreso apenas mejoró la calidad de mi esfuerzo, porque la tierra es dura e impone sus condiciones propias, su ritmo. En vano se la puede forzar, la tierra humilde termina por curarte de toda soberbia, de toda avaricia.
Toda mi vida he bregado contra la Naturaleza. La tierra me ha dado de comer, pero siempre cobrándose un alto precio.
Hoy que la vejez ya merma mis fuerzas, veo que nunca me derrotará, pero que tampoco yo la venceré. No se me pasa por la cabeza, hoy más que nunca me apego y amo mi tierra. Hoy siento con mayor intensidad que nunca el gran poder de la oración. He recorrido un largo camino para llegar a esta verdad.
Hoy como jamás antes, me admiro contemplando el crecimiento de las espigas, me emociono con los colores que mudan de un día para otro. Hoy como nunca, puedo pasarme horas con un puñado de tierra entre las manos, gozando de su aroma, de su consistencia, meditando en toda la vida que encierra cada granico: tierra que desde lejanos tiempos vio pasar culturas, civilizaciones; campo de trigo, campo de batalla, predio yermo, predio latente, predio de sangre, predio de pan.
Hoya que columbro que muy pronto yo mismo formaré parte de la tierra, doy gracias con toda el alma, con todo el corazón y con todas mis fuerzas. Todo hombre debe recorrer su propio camino. Gracias por enseñarme a mirar, por enseñarme a escuchar, por enseñarme a amar.
Un abrazo
En esta tierra nuestra nada es lo que parece, todo es ficción. Ahora comprendo a aquel pintor cuyos cuadros mostraban relojes fláccidos como huevos fritos. En sus lienzos nada aparentaba lo que en realidad era. Por ello, hemos de aprender a mirar, hemos de aprender a escuchar.
He aquí mis campos. ellos nos han alimentado durante generaciones. Todavía iba a la escuela cuando empecé a trabajarlos y a regarlos con mi sudor. Sin embargo, la primera vez que una helada, un pedrisco o una sequía arruinaron la anhelada cosecha, aprendí que en esta tierra nunca hay que dar nada por cierto. Ese día me hice hombre, cuando tal pensamiento surgió de mi desolación, con las manos llenas de espigas echadas a perder.
A partir de entonces me dediqué con todas mis fuerzas al estudio, porque profundizando en los secretos del mundo no volvería a arrodillarme ante un campo arrasado. !Cuánto tenía que aprender aún!
Hube de salir al mundo, dejando atrás la tierra. Quería encontrar la forma de sacarle más, de hacerla rendir como nunca. Sin saber cómo, pedía a la tierra más de lo que necesitaba, porque me había abandonado a la desesperanza y mi fe en que las cosechas prosperaran se tambaleaba. Quería que produjera para llenar mis almacenes y vivir tranquilo. Vivir tranquilo...
Con tales ortigas germinando en mi joven corazón, la ciudad pronto se adueñó de mi con sus tentaciones. Por eso, porque emprendí mi camino torcido, el esplendor, el afán de reconocimiento, el arte de las apariencias pronto me hicieron olvidar a mi amada tierra. La ciudad prometía esa vida tranquila... Una promesa que nunca se cumplió, porque me dejé embaucar por una ilusión.
El desarraigo se parece a un globo errante, que vuela de un lugar a otro a merced del viento. Mi globo terminó cayendo en un lodazal. De nuevo me veía derrotado, triste, cubierto de un lodo de ciudad que, por ser más sofisticado, hiere más el corazón que un puñado de espigas destrozadas por una tormenta de granizo.
Y regresé a mi lugar, trayendo maquinaria y abonos milagrosos, mirando por encima del hombro a quienes me rodeaban, convencido de que mis cosechas harían historia. Pero no, tanto progreso apenas mejoró la calidad de mi esfuerzo, porque la tierra es dura e impone sus condiciones propias, su ritmo. En vano se la puede forzar, la tierra humilde termina por curarte de toda soberbia, de toda avaricia.
Toda mi vida he bregado contra la Naturaleza. La tierra me ha dado de comer, pero siempre cobrándose un alto precio.
Hoy que la vejez ya merma mis fuerzas, veo que nunca me derrotará, pero que tampoco yo la venceré. No se me pasa por la cabeza, hoy más que nunca me apego y amo mi tierra. Hoy siento con mayor intensidad que nunca el gran poder de la oración. He recorrido un largo camino para llegar a esta verdad.
Hoy como jamás antes, me admiro contemplando el crecimiento de las espigas, me emociono con los colores que mudan de un día para otro. Hoy como nunca, puedo pasarme horas con un puñado de tierra entre las manos, gozando de su aroma, de su consistencia, meditando en toda la vida que encierra cada granico: tierra que desde lejanos tiempos vio pasar culturas, civilizaciones; campo de trigo, campo de batalla, predio yermo, predio latente, predio de sangre, predio de pan.
Hoya que columbro que muy pronto yo mismo formaré parte de la tierra, doy gracias con toda el alma, con todo el corazón y con todas mis fuerzas. Todo hombre debe recorrer su propio camino. Gracias por enseñarme a mirar, por enseñarme a escuchar, por enseñarme a amar.
Un abrazo
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