domingo, 16 de noviembre de 2014

La crema del café

Querido amigo:

Al poco de mudarme a aquella ciudad recibí una carta en el buzón, mezclada entre facturas varias. ¿Quién habría podido enviarme una carta? Movido por la curiosidad abrí el sobre y leí su contenido. "Querido tal... " - enseguida me di cuenta de que aquella misiva no iba dirigida a mi. Al volver a comprobar el sobre, descubrí que el destinatario era un tal... , cuya dirección coincidía con la de mi apartamento, por lo que deduje que debía tratarse del inquilino que me había precedido en el alquiler.

Admito que pequé de indiscreción, pero la intuición me gritaba que aquella confusión no obedecía a la pura casualidad, y terminé leyendo la carta.

Muchas veces me quedo absorto buscando figuras ocultas en medio de la crema del café, de las gotas de lluvia que se impregnan a un cristal, entre las nubes del cielo... Por ello se dice de mi que tiendo a la ensoñación, que me abstraigo con facilidad, aunque se trata de todo lo contrario, porque me concentro en observar aquello que pasa desapercibido a los ojos de los demás. Se pude decir que busco un enfoque diferente de la misma realidad.

Aquella carta estaba salpicada de ruegos y penurias, sin duda escrita por la desesperación, firmada por la mala fortuna. Un par de cuartillas bastan para desnudar el alma de una persona; de alguien que se arrodilla, confesando haberse dejado arrastrar por la ambición y el egoísmo hasta el punto de rayar la desgracia para toda su familia. Arrepintiéndose, se apelaba a una antigua amistad, implorando se le otorgara la urgente ayuda con la que enderezar el rumbo de su vida. Finalmente, se acompañaba el irrevocable y firme propósito de cambiar y de ponerse al servicio de la empresa.

La humildad y ternura de aquella historia me conmovió profundamente. Sentí el compromiso de actuar sin demora. Compuse el sobre lo mejor que supe, intentando disimular que había sido abierto, y me propuse buscar a su destinatario. Una vecina me facilitó las nuevas señas del anterior inquilino. Al ser nuevo en la ciudad, tomé un taxi para que me condujera hasta allí sin dilación. Para mi sorpresa, el taxi me llevó a un suburbio de calles astrosas y sucias. Paramos delante de un portal algo desvencijado, pero muy limpio. El portero enceraba el suelo con esmero. A decir verdad, llamaba la atención aquella rutilante limpieza en medio de aquel deprimido barrio.

Le pregunté si conocía al señor tal, porque tenía una carta para él. El portero me miró sonriendo. Mi sensibilidad para mirar más allá de las superficies, se encendió de repente, como una llama. Sentí una repentina confianza en aquel hombre, y le conté cómo había llegado hasta mi aquella carta, que la había leído y que el remitente requería ayuda urgente.

El portero, entonces, dejó la fregona y me pidió la carta. Yo soy el tal... - me dijo.

Me disculpé ruborizado por haber violado la privacidad de aquella carta. Azorado, sin saber qué decir, me ofrecí a contribuir a ayudar al apurado remitente. No soy rico, vivo en un barrio más bien humilde de la ciudad, pero comprendí que lo poco que pudiera aportar de mi bolsillo siempre resultaría mucho en medio de la miseria que se apoderaba de aquel suburbio.

El portero me agradeció mi ayuda y me pidió que le acompañara a dar un paseo, que íbamos a hacer una visita a aquel alma atormentada. Abandonamos el suburbio, nos adentramos en el centro de la ciudad y penetramos en la sede de la Caja de Ahorros. Todos los empleados le saludaban con familiaridad. Tomamos un ascensor hata la última planta, y luego el portero pasó sin llamar a un despacho. Para mi mayor asombro, en la puerta había un letrero que rezaba "Presidente".

Cuanto ocurrió después me afirmó en la intuición de que nada parece lo que es, pues aquel Presidente no había arruinado ni a su familia ni a su Caja de Ahorros, sino que su dolor y lamento nacían de otras causas. Como el rostro que se vislumbra en la caprichosa forma de la crema de un café, la debilidad humana emergía entre los caprichosos brillos del dinero. Pocas palabras bastaron, y al caer la tarde, los tres nos empleábamos a fondo limpiando la escalera del desvencijado portal de aquel miserable suburbio de la ciudad. Como las ovejas que se esconden entre las nubes del cielo, brilló la riqueza de espíritu escondida en un miserable suburbio de la ciudad.

Un abrazo

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