Querido amigo:
En esta tierra nuestra nada es lo que parece, todo es ficción. Ahora comprendo a aquel pintor cuyos cuadros mostraban relojes fláccidos como huevos fritos. En sus lienzos nada aparentaba lo que en realidad era. Por ello, hemos de aprender a mirar, hemos de aprender a escuchar.
He aquí mis campos. ellos nos han alimentado durante generaciones. Todavía iba a la escuela cuando empecé a trabajarlos y a regarlos con mi sudor. Sin embargo, la primera vez que una helada, un pedrisco o una sequía arruinaron la anhelada cosecha, aprendí que en esta tierra nunca hay que dar nada por cierto. Ese día me hice hombre, cuando tal pensamiento surgió de mi desolación, con las manos llenas de espigas echadas a perder.
A partir de entonces me dediqué con todas mis fuerzas al estudio, porque profundizando en los secretos del mundo no volvería a arrodillarme ante un campo arrasado. !Cuánto tenía que aprender aún!
Hube de salir al mundo, dejando atrás la tierra. Quería encontrar la forma de sacarle más, de hacerla rendir como nunca. Sin saber cómo, pedía a la tierra más de lo que necesitaba, porque me había abandonado a la desesperanza y mi fe en que las cosechas prosperaran se tambaleaba. Quería que produjera para llenar mis almacenes y vivir tranquilo. Vivir tranquilo...
Con tales ortigas germinando en mi joven corazón, la ciudad pronto se adueñó de mi con sus tentaciones. Por eso, porque emprendí mi camino torcido, el esplendor, el afán de reconocimiento, el arte de las apariencias pronto me hicieron olvidar a mi amada tierra. La ciudad prometía esa vida tranquila... Una promesa que nunca se cumplió, porque me dejé embaucar por una ilusión.
El desarraigo se parece a un globo errante, que vuela de un lugar a otro a merced del viento. Mi globo terminó cayendo en un lodazal. De nuevo me veía derrotado, triste, cubierto de un lodo de ciudad que, por ser más sofisticado, hiere más el corazón que un puñado de espigas destrozadas por una tormenta de granizo.
Y regresé a mi lugar, trayendo maquinaria y abonos milagrosos, mirando por encima del hombro a quienes me rodeaban, convencido de que mis cosechas harían historia. Pero no, tanto progreso apenas mejoró la calidad de mi esfuerzo, porque la tierra es dura e impone sus condiciones propias, su ritmo. En vano se la puede forzar, la tierra humilde termina por curarte de toda soberbia, de toda avaricia.
Toda mi vida he bregado contra la Naturaleza. La tierra me ha dado de comer, pero siempre cobrándose un alto precio.
Hoy que la vejez ya merma mis fuerzas, veo que nunca me derrotará, pero que tampoco yo la venceré. No se me pasa por la cabeza, hoy más que nunca me apego y amo mi tierra. Hoy siento con mayor intensidad que nunca el gran poder de la oración. He recorrido un largo camino para llegar a esta verdad.
Hoy como jamás antes, me admiro contemplando el crecimiento de las espigas, me emociono con los colores que mudan de un día para otro. Hoy como nunca, puedo pasarme horas con un puñado de tierra entre las manos, gozando de su aroma, de su consistencia, meditando en toda la vida que encierra cada granico: tierra que desde lejanos tiempos vio pasar culturas, civilizaciones; campo de trigo, campo de batalla, predio yermo, predio latente, predio de sangre, predio de pan.
Hoya que columbro que muy pronto yo mismo formaré parte de la tierra, doy gracias con toda el alma, con todo el corazón y con todas mis fuerzas. Todo hombre debe recorrer su propio camino. Gracias por enseñarme a mirar, por enseñarme a escuchar, por enseñarme a amar.
Un abrazo
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